Está hoy mucho mejor que en 2007, cuando cada día morían casi dos docenas de iraquíes por atentados suicidas. Sin embargo, no tiene todavía un horizonte despejado. Y hoy no son los activistas sino los políticos quienes representan la peor amenaza. El nuevo Ejecutivo, formado en diciembre tras nueve meses de negociaciones, es débil y carece de las instituciones necesarias para gobernar con eficacia. La burocracia iraquí está recién nacida y es frágil, y sus Fuerzas de Seguridad dependen todavía demasiado de la formación, la logística y los servicios de inteligencia estadounidenses. Mientras tanto, abundan las quejas de grupos minoritarios y refugiados repatriados, y no parece que el Estado vaya a ser capaz de responder a todas esas demandas políticas. La violencia sectaria asoma de vez en cuando con nuevos brotes, y no está ni mucho menos aplacada por completo; en noviembre murieron aproximadamente 300 iraquíes en actos violentos.

Los vecinos de Irak pueden aprovechar el caos político que vive el país para adquirir influencia y poder, en especial Irán, que apoya desde hace mucho tiempo a los militantes chiíes. Los insurgentes también esperan una oportunidad de aprovechar las desavenencias políticas. Al mismo tiempo, las tropas estadounidenses se retirarán en su mayor parte -aunque no del todo- de aquí a finales de año. Y, sin esa red de seguridad, bastará muy poca cosa para que Irak vuelva a sumirse en una guerra.

No es inevitable que ocurra todo eso. Lo más probable es que Irak continúe su trayectoria actual, con suficiente estabilidad para ofrecer una seguridad relativa a sus ciudadanos, aunque los servicios sigan siendo deficientes. Pero, en una situación en la que se trata de arreglárselas para salir adelante, esa perspectiva es quizá lo máximo a lo que puede aspirar el país después de ocho años de ocupación estadounidense.