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Un hutí armado en Saná, Yemen, 2020. Mohammed Hamoud/Getty Images
En 2021, el mundo seguirá atormentado por las herencias de 2020: una pandemia inacabada, una crisis económica, la divisiva presidencia de Donald Trump y nuevas amenazas debidas a las guerras y el cambio climático.

Si hubiera una competición para elegir el acontecimiento de 2020 con las repercusiones más trascendentales para la paz y la seguridad del mundo, los candidatos serían muy numerosos.

La pandemia provocada por el coronavirus, el impacto creciente del cambio climático, la política de tierra quemada de Donald Trump tras la victoria de Joe Biden, el conflicto entre Azerbaiyán y Armenia por Nagorno-Karabaj y la guerra mortífera en la región etíope de Tigray han formado parte de un año lleno de cambios. En 2021, el mundo tendrá que vivir con las consecuencias y limpiar los escombros.

Empecemos por la COVID-19 y su larga cola. Cuando estalló la pandemia, muchos, yo entre ellos, temimos que iba a tener unas consecuencias inmediatas y posiblemente devastadoras en los países en desarrollo, especialmente los que estaban padeciendo guerras. Sin embargo, aunque hubo varios Estados de rentas bajas terriblemente afectados, otros muchos no lo estuvieron; la actividad diplomática, la mediación internacional, las misiones de paz y la ayuda económica a las poblaciones vulnerables se vieron perjudicadas, pero no parece que la crisis sanitaria global influyera en el rumbo de los grandes conflictos, ni en Afganistán, ni en Libia, ni en Siria, ni en Yemen ni en otros lugares.

Otra cosa son las ramificaciones a largo plazo. La pandemia ha provocado una crisis económica mundial sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial y ha situado a 150 millones más de personas por debajo del umbral de pobreza extrema. Y, si bien los niveles de renta no tienen una relación directa con las guerras, hay muchas más probabilidades de violencia en periodos de volatilidad económica.

En Sudán, Líbano y Venezuela, por mencionar unos cuantos ejemplos, es previsible que el desempleo aumentará, las rentas reales caerán, los gobiernos tendrán cada vez más dificultades para pagar a las fuerzas de seguridad y la población dependerá cada vez más de la ayuda del Estado, precisamente cuando éstos van a estar peor equipados para proporcionársela. Las líneas que separan la insatisfacción económica del malestar social y éste de los brotes de violencia son muy finas. Y no es probable que Estados Unidos, Europa y los demás donantes vayan a dedicar su atención y sus recursos con la intensidad y la continuidad necesarias a unos conflictos regionales muy lejanos, dado el caos económico, social y político que deben abordar dentro de sus propias fronteras.

El siguiente factor es el cambio climático, que no es un fenómeno nuevo, pero que está acelerándose y tiene unos efectos cada vez más visibles en la conflictividad. Es cierto que la cadena causal es compleja, puesto que las reacciones políticas a los modelos meteorológicos extremos a menudo tienen un papel más importante que los propios fenómenos. No obstante, con olas de calor y precipitaciones extremas cada vez más frecuentes, muchos gobiernos tienen apuros crecientes para afrontar la inseguridad alimentaria, la escasez de agua, las migraciones y la rivalidad por el uso de los recursos. Este es el primer año en el que un peligro transnacional ocupa uno de los primeros puestos de nuestra lista: la violencia relacionada con el clima se extiende desde el Sahel hasta Nigeria y Centroamérica.

Estados Unidos, por su parte, ha estado más cerca de sufrir una crisis política inmanejable que en ningún otro momento de su historia moderna. Aunque el país no llegó a tocar fondo, el presidente Donald Trump ha dedicado sus últimas semanas en el cargo a cuestionar la legitimidad de las elecciones y, como consecuencia, de su sucesor, con la aparente intención de dejar al presidente electo Biden en la situación más débil imaginable para hacer frente al caótico contexto que va a heredar.

En una demostración de cómo convertir el rencor político en un arte diplomático, Trump ha plagado de minas el terreno que tendrá que recorrer el hombre que va a sustituirle, al imponer una serie de sanciones a Irán que no tienen más que el propósito mal disimulado de hacer más difíciles los intentos de Biden de revivir el acuerdo nuclear. Reconoció la soberanía de Marruecos en el Sáhara Occidental en una vergonzosa maniobra a cambio de la decisión marroquí de normalizar las relaciones con Israel. Y ordenó la retirada inmediata de las fuerzas estadounidenses de Somalia, Afganistán e Irak. Con estas decisiones precipitadas, sin coordinación ni consulta con las partes interesadas en cada país, ha conseguido desprestigiar unas políticas que pueden ser muy delicadas. Existen muchos motivos para fomentar mejores relaciones entre los países árabes e Israel; no para hacerlo sin tener en cuenta el Derecho internacional. Existen muchos motivos para que EE UU deje de intervenir en guerras extranjeras; no para retirarse de tal forma que deja al presidente entrante en una posición más débil y con menos margen de maniobra.

La elección de Biden ha despertado esperanzas matizadas por el realismo. Algunos daños causados por su predecesor son relativamente fáciles de reparar. Pero el nuevo equipo se encontrará seguramente con que la huella de un gigante errático, impredecible y nada digno de confianza es más difícil de borrar. Trump pensó que intimidando a sus aliados tradicionales y rompiendo acuerdos internacionales daba una imagen de poder pero, en realidad, estaba demostrando que no era posible fiarse de él. Si Biden intenta volver a negociar con Irán y quizá Corea del Norte, promover acuerdos en Yemen y Venezuela o volver a asumir una posición menos partidista en Oriente Medio, tendrá que lidiar con el recuerdo de su antecesor y las previsiones de lo que pueda venir después, sobre todo si su poder solo dura hasta el próximo ciclo electoral estadounidense.

Pero el legado final de 2020 es tal vez el más siniestro. Los últimos meses del año han desmentido seriamente un adagio muy querido de diplomáticos y mediadores: que los conflictos políticos no se solucionan por vía militar. Que se lo digan a los armenios, obligados a ceder, ante la superioridad militar azerí, unas tierras que han sido suyas durante un cuarto de siglo; a los habitantes de Tigray, en Etiopía, cuyos dirigentes prometieron resistir lo que hiciera falta frente al avance de las tropas federales, pero cuyas fuerzas acabaron refugiándose en la capital regional, Mekelle, en cuestión de días. Que se lo digan a los rohingyas obligados a huir de Myanmar en 2017; a los palestinos, que viven como refugiados o en territorio ocupado desde la derrota árabe de 1967; a los saharauis, cuyos deseos de autodeterminación han acabado aplastados por las tropas marroquíes y por un presidente estadounidense que los ha utilizado como moneda de cambio. Y estos no son más que un puñado de conflictos recientes que parecen haberse resuelto por la fuerza.

Los mediadores de paz mantienen desde siempre la convicción fundamental de que, sin una solución política equitativa, las victorias militares suelen ser frágiles. Igual que los azeríes nunca olvidaron la humillación de comienzos de los 90, los armenios también se esforzarán ahora para borrar la indignidad de 2020. Muchos residentes de Tigray, si no ven que se tienen en cuenta sus quejas, se opondrán a lo que tal vez consideren un poder extranjero. E Israel no tendrá verdadera seguridad mientras los palestinos sigan viviendo bajo su ocupación. Sin embargo, esa convicción fundamental se tambalea y es cada vez más difícil de sostener.

Para mucha gente en todo el mundo, 2020 ha sido un annus horribilis, cuyo final hemos esperado con impaciencia. Sin embargo, como indica la lista de conflictos que enumeramos a continuación, su sombra va a seguir proyectándose mucho tiempo. Queremos olvidar este año, pero es muy probable que, por desgracia, 2021 no deje de recordárnoslo.

La versión original y en ingles puede consultarse en  International Crisis Group. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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