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Un rebelde separatista proruso en Lugansk, Ucrania, 2021.Alexander Usenko/Anadolu Agency via Getty Images

Los preocupantes problemas de fondo que hemos observado en 2021 —desde Estados Unidos hasta Afganistán, pasando por Etiopía y la emergencia climática— no provocaron un aumento de las muertes en combate ni incendiaron el mundo. Pero, como vamos a ver, en 2022 es muy posible que muchas situaciones conflictivas en todo el planeta se agraven.

Después de un año en el que fuimos testigos del asalto al Capitolio de EE UU, el terrible derramamiento de sangre en Etiopía, la victoria de los talibanes en Afganistán y los pulsos entre las grandes potencias a propósito de Ucrania y Taiwán en medio de una ambición estadounidense cada vez menor en el escenario global, la COVID-19 y la emergencia climática, es fácil pensar que el mundo ha descarrilado.

Pero quizá se pueda argumentar que las cosas están mejor de lo que parece.

Al fin y al cabo, en ciertos aspectos, la guerra está en retirada. El número de personas muertas a causa de ella en todo el planeta ha disminuido desde 2014, si solo contamos los fallecidos directamente en combate. Según el Programa de Datos sobre Conflictos de Uppsala, las cifras disponibles hasta finales de 2020 muestran que las muertes en combate han descendido desde hace siete años, sobre todo gracias a que la terrible matanza de Siria ha remitido enormemente.

El número de guerras declaradas también está descendiendo, después de haber alcanzado recientemente su máximo. Aunque el presidente ruso, Vladímir Putin, amenace a Ucrania, no es frecuente que los Estados se declaren la guerra. Hay más conflictos locales que nunca, pero suelen ser menos intensos. En general, las guerras del siglo XXI son menos letales que las del siglo XX.

El hecho de que Estados Unidos actúe con más cautela también puede tener sus ventajas. El baño de sangre de los 90 en Bosnia, Ruanda y Somalia; las guerras de Afganistán e Irak tras el 11-S; la campaña asesina contra los tamiles en Sri Lanka y el desmoronamiento de Libia y Sudán del Sur se produjeron cuando Occidente, encabezado por Washington, era dominante y, a veces, precisamente por eso. El hecho de que los últimos presidentes estadounidenses se hayan abstenido de derrocar a sus enemigos por la fuerza es positivo. Además, no conviene exagerar la influencia de Washington ni siquiera en su apogeo en plena Guerra Fría; sin una invasión, siempre le ha costado mucho someter a los líderes recalcitrantes (por ejemplo, el exdirigente sudanés Omar al Bashir) a su voluntad.

No obstante, aunque estos sean argumentos positivos, son bastante endebles.

Al fin y al cabo, las muertes en combate no son más que una parte de la historia. La guerra de Yemen mata a más personas, fundamentalmente mujeres y niños, por hambre o enfermedades prevenibles que debido a la violencia. Millones de etíopes sufren una horrible inseguridad alimentaria a causa de la guerra civil que asola el país. En otros lugares de África, las luchas en las que participan los islamistas no suelen causar miles de muertes, pero sí expulsan a millones de personas de sus hogares y provocan una devastación humanitaria.

En Afganistán, el nivel de violencia ha disminuido claramente desde que los talibanes se hicieron con el poder en agosto, pero la hambruna, debida sobre todo a las políticas de Occidente, puede causar la muerte de más afganos —entre ellos, millones de niños— que las luchas de las últimas décadas. El número de personas desplazadas en todo el mundo, en su mayoría debido a las guerras, está en unos niveles sin precedentes. En otras palabras, puede que las muertes en batalla hayan disminuido, pero el sufrimiento debido al conflicto no.

Por otra parte, los Estados están envueltos en una competencia feroz incluso cuando no participan directamente en combates. Pelean mediante ciberataques, campañas de desinformación, injerencias electorales, coacción económica y la instrumentalización de los migrantes. Las grandes potencias y las regionales se disputan la influencia en las zonas de guerra, a menudo a través de sus respectivos aliados locales. Hasta ahora, las guerras por terceros interpuestos no han desatado ningún enfrentamiento directo entre los Estados que se entrometen. Es más, algunos eluden ese peligro con gran habilidad: Rusia y Turquía siguen manteniendo unas relaciones cordiales a pesar de apoyar bandos opuestos en las guerras de Siria y Libia. Aun así, la injerencia extranjera en los conflictos crea el peligro de que los enfrentamientos locales desaten incendios más grandes.

Los pulsos entre las grandes potencias son cada vez más peligrosos. Quizá Putin se la juegue con otra incursión en Ucrania. No parece probable que China y EE UU vayan a pelearse por Taiwán en 2022, pero cada vez hay más choques entre los ejércitos de ambos países en los alrededores de la isla y en el Mar del Sur de China, con todo el riesgo que eso entraña. Si el pacto nuclear con Irán fracasa, cosa que parece probable, es posible que Estados Unidos o Israel intenten —tal vez incluso a principios de 2022— destruir las instalaciones de la República Islámica, lo que seguramente empujaría a Teherán a acelerar su programa de armamento y a llevar a cabo ataques en toda la región. Un paso en falso o mal calculado y podríamos encontrarnos de nuevo ante una guerra entre Estados.

Además, al margen de lo que piense cada uno sobre la influencia de EE UU, es inevitable que su declive comporte riesgos, puesto que su poder y sus alianzas han estructurado la política global desde hace decenios. No exageremos al hablar de decadencia: sigue habiendo fuerzas estadounidenses desplegadas en todo el mundo, la OTAN sigue en pie y la labor diplomática reciente de Washington en Asia demuestra que todavía es capaz de formar coaliciones mejor que ninguna otra potencia. Ahora bien, con una situación tan cambiante, sus rivales no dejan de probar hasta dónde pueden llegar.

Los lugares más peligrosos de la actualidad —Ucrania, Taiwán, los enfrentamientos con Irán— están en cierto modo relacionados con las dificultades del mundo para encontrar un nuevo equilibrio. Y las disfunciones de EE UU no facilitan las cosas. Para que la transición en el poder mundial sea suave, hacen falta cabezas frías y previsibilidad, no elecciones cargadas de tensiones y cambios de rumbo entre un gobierno y el siguiente.

En cuanto a la COVID-19, la pandemia ha agudizado los peores desastres humanitarios del mundo y ha fomentado el empobrecimiento, el alza del coste de la vida, las desigualdades y el desempleo, es decir, los problemas que alimentan la indignación popular. La pandemia intervino a la toma de poder por parte del presidente de Túnez en el pasado otoño, el golpe de Sudán y las protestas de Colombia. Los daños que está provocando la COVID-19 en la economía pueden llevar al límite la tensión que se vive en algunos países. No es lo mismo el descontento que la protesta, ni la protesta que la crisis, ni la crisis que el conflicto, pero es posible que los peores síntomas de la pandemia estén todavía por llegar.

En definitiva, aunque las inquietantes tendencias que vemos hoy no han disparado aún las cifras de muertos en combate ni han hecho arder el mundo, el horizonte sigue siendo malo. Y la lista de este año muestra bien a las claras que puede empeorar todavía más.

La versión original y en ingles puede consultarse en  International Crisis Group. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.