La prepotencia de la mayoría budista dificulta la convivencia en varios países asiáticos.

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Paula Bronstei/AFP/Getty Images


El budismo se identifica normalmente con la promoción de la paz mundial. De algunos de sus preceptos, como la compasión, la apertura mental, la tolerancia, el sentido de comunidad o el rechazo al egoísmo, emergen indiscutibles recetas para evitar el derramamiento de sangre entre los pueblos. Sin embargo, varios países de mayoría budista hacen de esta filosofía un elemento distintivo y excluyente de su identidad. Esto ha llevado a muchos de sus seguidores a apartarse de las virtudes de ese sistema espiritual y a utilizarlo como arma arrojadiza en un contexto de creciente tensión religiosa. Las enseñanzas de Buda están siendo contradichas y pasadas por alto precisamente en aquellos países en los que cuentan con mayor proporción de adeptos.

Son varios los conflictos actuales en los que la identidad budista se utiliza de manera prepotente y contraria a sus postulados pacifistas. La violencia en el estado de Rakhine, al oeste de Myanmar, ha saltado a los titulares como el ejemplo más reciente. A modo de corolario de una larga tradición de incidentes, diez musulmanes fueron sacados a golpes de un autobús y asesinados por una horda de budistas a principios de junio. Se vengaban así por la muerte de un correligionario el mes pasado. El Gobierno de Myanmar, ansioso por sembrar la reconciliación en el arco de conflictos étnicos que recorre la periferia del país, declaró el 10 de junio el estado de emergencia en Rakhine. Ahora, después de una serie de enfrentamientos que han dejado tras de sí más muertos y un irrespirable clima de crispación, las autoridades esperan a que los ánimos se templen.

El incidente va mucho más allá de esta reciente eclosión de violencia étnica y religiosa. El 90% de la población del país es budista, y la minoría musulmana – que las autoridades sitúan en el 4%, aunque muchos creen que la cifra real es mayor– sufre la discriminación a causa del convencimiento generalizado de que el budismo es una característica inseparable de la identidad birmana. En su época de mayor reclusión, el régimen trató de sacar provecho de esta creencia como denominador común para cortejar a las múltiples etnias que sienten que su identidad es ajena a la que promueve el poder central. Pero el resultado de esa política es un distanciamiento mayor entre ciertas minorías, así como la sensación por parte de algunos budistas de que tienen carta blanca para imponerse sobre sus vecinos musulmanes. Sin embargo, la adscripción al budismo no es garantía de inmunidad cuando el espíritu se entromete en asuntos políticos. La prohibición de que el sentimiento religioso oficial obstaculice el quehacer gubernamental quedó claro en 2007, cuando el régimen aplastó una revuelta a favor de la democracia protagonizada por miles de monjes.

Los incidentes de Rakhine constituyen la última manifestación del peligro que supone privilegiar el budismo como elemento común para granjearse la simpatía de comunidades hostiles ...