Hay una razón muy sencilla por la que algunas de las guerras más brutales y sangrientas de África pare­cen no terminar nunca. En realidad, no son tales. Al menos, no en el sentido tradicional. Los combatientes no tienen mucha ideología; no tienen objetivos cla­ros. No dan importancia a la toma de las capitales y las ciudades clave. En realidad, prefieren los bosques frondosos, donde es más fácil cometer crímenes. Los rebeldes de hoy parecen despreciar, sobre todo, la conquista de nuevos adep­tos a su causa; les basta con robar los hijos de otras personas, colgarles Kaláshnikov o hachas del brazo y ordenarles que se encarguen de las matanzas. Si observamos con atención algunos de los conflictos más persistentes, desde los riachuelos plagados de rebeldes del delta del Níger hasta el infierno de la República Democrática del Congo (RDC), eso es lo que encontramos.

Lo que se ve es el declive del clásico movimiento de libe­ración africano y la proliferación de otra cosa: más violenta, más desorganizada, más salvaje y más difícil de penetrar. Si lo quieren llamar guerra, de acuerdo. Pero lo que está exten­diéndose por toda África como una pandemia vírica no es más que puro bandolerismo oportunista y armado hasta los dientes. Mi trabajo como responsable de la corresponsalía de The New York Times en África Oriental consiste en cubrir noticias y reportajes en 12 países, pero la mayor parte del tiempo estoy inmerso en estas no-guerras.

He presenciado de cerca –a menudo, demasiado cerca– cómo el combate ha pasado de enfrentar a soldados contra soldados (una rareza en África ahora) a oponer soldados fren­te a civiles. La mayoría de los guerreros africanos no son rebeldes con causa: son depredadores. Por eso estamos presenciando atrocidades tan impactantes como la epidemia de violaciones en el este de Con­go, donde grupos armados han cometido agresiones sexuales durante los últimos años contra cientos de miles de mujeres, que han sido, con frecuencia, tan sádicas que han dejado a las víctimas un problema de incontinencia para toda la vida. ¿Cuál es el obje­tivo militar o político de introducir un rifle de asalto en la vagina de una mujer y apretar el gatillo? El terror ya es un fin, no sólo un medio.

Esta historia se repite por toda África, donde casi la mitad de sus 53 países sufre un conflicto activo o lo ha terminado hace poco. Lugares tranquilos como Tanzania son excepciones; incluso la accesible Kenia, repleta de turistas, saltó por los aires en 2008. Si su­mamos las bajas de sólo una docena de países de los que cubro, obtenemos decenas de miles de civiles muertos cada año. Más de cinco millones de personas han fallecido en Congo desde 1998, según el Comité de Rescate Internacional.

Por supuesto, muchas de las luchas independentistas de la pasada generación también eran sangrientas. Se cree que la re­belión del sur de Sudán, que duró varias décadas, costó más de dos millones de ...