Los intentos de Alan Greenspan de defender su actuación en la crisis financiera tienen un inconveniente: el antiguo presidente de la Reserva Federal de EE UU es culpable de lo que se le acusa.

Las huellas de Alan Greenspan están presentes en una situación que se está convirtiendo rápidamente en el peor desastre financiero desde la Gran Depresión. El ex presidente de la Reserva Federal de EE UU, molesto por las críticas crecientes de que su actuación al frente del organismo condujo a la desgarradora situación económica actual, ha lanzado una amplia campaña de relaciones públicas para “aclarar” las cosas. Greenspan plantea un argumento indiscutible al intentar defenderse: que es fundamental aprender bien las lecciones de esta crisis. No puedo estar más de acuerdo.

Gobierno de EE UU

¿Culpable? Greenspan será recordado como el mayor responsable de la peor crisis financiera desde la Gran Depresión.

Sin embargo, creo que protesta demasiado, y por algo será. Por desgracia, el economista ha estado cegado por una peligrosa mezcla de política e ideología a la hora de buscar esas enseñanzas. Lo mismo ocurrió durante los 18 años y medio que pasó al frente de la Reserva Federal de EE UU, convencido de que lo que quieren los estadounidenses es un crecimiento económico rápido, aunque no inflacionario. Como banquero central estuvo dispuesto a hacer concesiones políticas y en sus memorias afirma que cree que la independencia de este organismo no es inamovible; es decir, que siempre hay tremendas presiones para mantener en marcha la maquinaria del crecimiento. Greenspan, partidario a ultranza de la libertad de mercado, lleva mucho tiempo diciendo que la intromisión reguladora desacelera la economía.  A partir de ahí, el resto es historia, y una historia cada vez más dolorosa. Su mezcla de política e ideología hizo que aplicara una mala economía y que cometiera una sucesión de torpezas políticas cuya gravedad no se ha empezado a ver hasta ahora.

La pista más evidente es cómo manejó la burbuja inmobiliaria. El lema de Greenspan es que el mercado lo sabe mejor, que los banqueros centrales no deben tratar de anular el veredicto de millones de participantes en el mercado declarando que se ha formado una burbuja de bienes. Al fin y al cabo, el crecimiento tiene unos costes que es preciso tener en cuenta para desinflar esas burbujas. ¿Y por qué tiene que hacerse cargo de dichos costes cualquier economía moderna? Después de todo, dice el guión, las autoridades siempre tienen los medios para limpiar el lío que deja detrás la burbuja. Aunque quizá no. Esta vez, el lío es casi imposible de imaginar, seguramente mucho mayor que cualquier crecimiento que pudiera preverse si la burbuja inmobiliaria estadounidense se hubiera gestionado con más sensatez.

Pero el problema no ha sido nunca la burbuja en el estricto sentido de la palabra. Uno de los elementos más endebles en la defensa de Greenspan es su obsesión sobre si se estaba formando una burbuja de verdad en el mercado inmobiliario en Estados Unidos. Sin tener en cuenta sus argumentos anteriores de que los mercados inmobiliarios son locales, y no nacionales y de que había pocas probabilidades de que los precios de la vivienda cayeran en todo el país. Vaya por Dios. Sin tener en cuenta tampoco su argumento, asimismo irrelevante, de que había un montón de burbujas inmobiliarias simultáneas en el mundo, y de que los excesos del mercado estadounidense no parecían tan malos en comparación. Como todo el mundo lo hace, no es culpa de la Reserva Federal ¿verdad?

Pues no es así. El inconveniente de la burbuja inmobiliaria en EE UU nunca fue su comparación con el de Irlanda. La base del problema son las distorsiones que las burbujas de bienes crearon en la economía real estadounidense. Gracias a los índices más rápidos de revalorización sostenida del precio de la vivienda que había visto Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial, junto a unas técnicas financieras innovadoras que permitieron a los propietarios estadounidenses utilizar fácilmente sus humildes moradas como recursos propios, nació la nueva era del consumidor dependiente de sus bienes. La extracción del valor neto de las propiedades residenciales -irónicamente, derivada de un marco estadístico desarrollado por el propio Alan Greenspan- subió del 3% a casi el 9% de renta personal disponible en la primera mitad del decenio actual.

Y así seguimos adelante. Cada vez más apoyados por la confluencia de las burbujas de la propiedad y el crédito, los consumidores estadounidenses gastaron muy por encima de sus medios. El consumo personal creció un insólito 72% del PIB real en 2007, un récord para Estados Unidos y, en realidad, para cualquier economía importante en la historia moderna. Al mismo tiempo, la deuda familiar subió al 134% de la renta personal disponible. EE UU consiguió el rápido crecimiento que, según Greenspan, quería el conjunto político. Pero estaba sustentado en humo.

Desgraciadamente, las distorsiones de una economía estadounidense llena de burbujas no acabaron ahí. Los consumidores que consideraban sus hogares como una nueva hucha o un cajero automático se sintieron poco presionados para ahorrar a la manera tradicional, a partir de sus salarios. Las tasas de ahorro cayeron a cero por primera vez desde la Gran Depresión. La economía estadounidense, cada vez más dependiente de los bienes, tuvo que pedir prestados excedentes de nuevo dinero ahorrado a lugares como China para seguir creciendo, e incurrió en enormes déficit comerciales y de cuenta corriente para atraer al capital extranjero. Greenspan y su discípulo Ben Bernanke interpretaron la situación completamente al revés. Estados Unidos, insistieron, estaba haciendo un gran favor al resto del mundo al absorber sus excedentes de ahorro. Unos graves peligros para el dólar se interpretaron como un problema para un futuro lejano. Salvo que, de pronto, no parece tan lejano.

EE UU consiguió el rápido crecimiento que, según Greenspan, quería el conjunto político. Pero estaba sustentado en humo

Lo que Greenspan no supo ver a lo largo de los años -y sigue sin ver hoy- son las corrosivas consecuencias que tuvo esa burbuja al fomentar los desequilibrios y los excesos de una economía dependiente de los bienes en EE UU. El hecho de que los consumidores compren con capital ajeno hasta unos niveles sin precedentes es sólo una parte del problema. Otra parte es que la población estadounidense, en proceso de envejecimiento, no está ahorrando precisamente cuando necesita prepararse para la jubilación. También los desequilibrios mundiales son consecuencia de esta era de excesos, apuntalados por el enorme déficit externo de Estados Unidos y las pasiones proteccionistas que desata. Por desgracia, todas estas líneas de falla fueron haciéndose cada vez más profundas por la laxitud reguladora de la Reserva Federal en una época de innovación financiera sin precedentes, una laxitud todavía más peligrosa por los escasos costes de pedir prestado en una burbuja crediticia inducida por este organismo. Esta peligrosa combinación contribuyó de manera fundamental a alimentar la voraz demanda de los inversores de unos productos financieros opacos y cada vez más tóxicos.

No tenía por qué ser así. Siempre existía la opción de decir no a las burbujas de bienes. Varias herramientas para luchar contra ellas -la tribuna de la persuasión, más disciplina reguladora y, en última instancia, una política monetaria más estricta- podrían haber evitado el desastre.  Sí, el crecimiento económico casi seguro habría sido más lento, pero ese inconveniente no es nada en comparación con la carnicería posburbuja que estamos viendo ahora. Qué lástima que Greenspan no estuviera dispuesto a seguir el sabio consejo de uno de sus predecesores en la Reserva Federal y “llevarse el ponche justo cuando la fiesta estaba empezando a ponerse bien”.

Por supuesto, discutir el lugar de Alan Greenspan en la historia no nos va a ayudar a salir de esta crisis, pero es esencial mantener un debate vigoroso sobre el pasado para evitar otro atolladero similar en el futuro. Como siempre, ya ha empezado la caza del chivo expiatorio. Los organismos de evaluación, reguladores, Wall Street, prestamistas, especuladores inmobiliarios y propietarios de hogares con hipotecas basura son los que van a pagar un alto precio. Algunos, desde luego, ya lo han hecho. Al final, sospecho que la Reserva Federal también pagará su precio y perderá cierta autonomía cuando el Congreso estadounidense añada al mandato de ésta mantener el pleno empleo y la estabilidad financiera y de los precios. Y hará muy bien. La dirección de la economía estadounidense por parte del banco central es demasiado importante para que se deje en manos de la política y la ideología.

A lo largo de los años, algunos advertimos que todo esto era insostenible. Cuanto más se prolongaba la situación, más se nos desacreditó. Da cierta satisfacción saber que las leyes tradicionales de la economía no han quedado refutadas, que las justificaciones del “nuevo paradigma” que suelen invocarse al final de las burbujas han vuelto a quedar repudiadas. Pero no da ninguna satisfacción observar el abismo. El legado de Alan Greenspan quedará manchado para siempre por este peligroso y doloroso choque con la realidad.

 

 

 

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