El visionario que predijo la era de la guerra en red que se avecina alerta de que el Ejército de EE UU está metiéndose en ella de forma equivocada en todas partes. Éste es su plan para hacer los conflictos más baratos, pequeños e inteligentes.

 

Cada día, el Ejército de Estados Unidos gasta 1.750 millones de dólares (unos 1.300 millones de euros), gran parte de ellos en grandes buques, armas y batallones, que no sólo no son necesarios para ganar las guerras actuales, sino que seguramente serán el instrumento equivocado para librar las futuras. En este año, el noveno del primer gran conflicto entre naciones y redes, las Fuerzas Armadas estadounidenses –como ocurre a menudo con los ejércitos– no han sabido adaptarse como debían a las distintas circunstancias y han descubierto a las malas que sus enemigos, muchas veces, les llevan la delantera. El Ejército de EE UU se debatió como pudo durante años en Irak y luego demostró que era incapaz de comprender, ni en Irak ni en Afganistán, que los viejos refuerzos de tropas terrestres no ofrecen soluciones duraderas para unos conflictos nuevos contra adversarios organizados en redes.

Es lo que ha sucedido casi siempre. Con todo lo que se juegan y los peligros que afrontan, es inevitable que los ejércitos se resistan a cambiar. En 1915, durante la Primera Guerra Mundial, las tropas del frente occidental luchaban prácticamente de la misma manera que las de Waterloo en 1815, atacando en formación cerrada, pese a la aparición de la ametralladora y la artillería explosiva. Año tras año, millones de soldados tuvieron una muerte sangrienta por ganar unos pocos metros de fango revuelto. No es extraño que el historiador Alan Clark titulara su estudio del alto mando durante el conflicto The Donkeys [Los asnos].

Ni siquiera la siguiente generación de militares acabó de comprender del todo las implicaciones del envejecimiento de los carros de combate, los aviones y las ondas de radio que los conectaban. Igual que sus predecesores no habían captado el carácter letal de la potencia de fuego, sus sucesores no supieron ver el ascenso de las maniobras mecanizadas, salvo los alemanes, que entendieron que era posible la guerra relámpago y, gracias a ello, obtuvieron victorias magníficas en los primeros tiempos. Habrían seguido ganando si no hubiera sido por malas decisiones estratégicas del mando supremo, como invadir Rusia y declarar la guerra a Estados Unidos. Al final, los nazis perdieron, más que por el enfrentamiento directo, porque no pudieron con todos.

Lo siguiente que no supo interpretarse fueron las armas nucleares, sobre todo por parte de un Ejército estadounidense que, al principio, pensó que podían utilizarse como cualquier otra. Pero resultó que su única utilidad era disuasoria. Sorprendentemente, fue el adalid de la guerra fría, Ronald Reagan, quien mejor comprendió ese enfoque cuando dijo: “Una guerra nuclear no puede ganarse, y nunca hay que llevarla a cabo”.

Lo cual nos trae a la guerra en la era de la información. Los avances tecnológicos de los dos últimos decenios –de un alcance trascendental y comparable al comienzo de la Revolución Industrial hace dos siglos– coincidieron con un nuevo momento de inestabilidad política mundial tras la guerra fría. Sin embargo, casi todos los ejércitos emprenden esta era con la opinión generalizada de que las nuevas herramientas tecnológicas serán un simple refuerzo para continuar con las prácticas actuales.

En el caso de Washington, las autoridades siguen convencidas de que su estrategia de impacto y pavor y la doctrina Powell de la fuerza abrumadora se ven reforzadas al añadir grandes cantidades de armas inteligentes, aviones controlados a distancia y comunicaciones mundiales casi instantáneas. El defensor más entusiasta de la táctica de impacto y pavor es quizá el Consejero de Seguridad Nacional, James Jones, un general cuyo círculo de colaboradores incluye a los que inventaron el concepto en los 90. Su idea esencial es: “Cuanto más grande sea el martillo, mejor será el resultado”.

Nada más lejos de la realidad, como demuestran los resultados en Irak y en Afganistán. Quince años después de que mi colega David Ronfeldt y yo acuñáramos el término “netwar” [guerra en red] para describir la nueva forma de conflictos basados en redes que estaba surgiendo en el mundo, Estados Unidos sigue sin ponerse al día. Las pruebas de los diez últimos años muestran que los ejercicios masivos de fuerza no han servido más que para matar a inocentes y enfurecer a los supervivientes. Las organizaciones reticulares, como Al Qaeda, han probado que es muy fácil eludir esos ataques y continúan asestando contragolpes violentos.

Y el Ejército de Estados Unidos, que ha utilizado estos nuevos instrumentos de guerra de formas muy tradicionales, ha sufrido traspiés económicos y graves heridas psicológicas. Por ejemplo, el verdadero coste de la guerra de Irak, según el análisis del premio Nobel Joseph Stiglitz y de Linda Bilmes, ha sido de unos tres billones de dólares, y hasta las cifras oficiales hablan de aproximadamente un billón de dólares en gastos. En cuanto al capital humano, las tropas están exhaustas después de los despliegues repetidos y prolongados ante unos enemigos que, si se pusieran en fila, no ocuparían una sola división de los marines. Estados Unidos ha estado a punto de dejarse fuera de combate a sí mismo desde el 11-S.

Cuando los ejércitos no saben estar a la altura del cambio, los países salen perdiendo. En la Primera Guerra Mundial, la ignorancia de lo que representaba la producción en masa desembocó no sólo en unas matanzas sin sentido, sino en el final de unos grandes imperios y la bancarrota de otros. La incapacidad de entender las implicaciones de la mecanización al comienzo de la Segunda Guerra Mundial puso vastas franjas de territorio en manos de las potencias del Eje y estuvo a punto de darles la victoria. El hecho de no comprender el verdadero significado de las armas nucleares condujo a una carrera suicida de armamento y colocó al mundo borde del apocalipsis durante la crisis de los misiles cubanos.

Todavía hoy abundan las señales de ignorancia. Por ejemplo, en una era de misiles supersónicos antinavíos, la Marina estadounidense ha gastado miles de millones de dólares en buques de guerra de superficie cuyas superestructuras de aluminio probablemente arderían hasta el fondo si los alcanzara un solo misil. Pero la doctrina oficial lo exige.

Mientras tanto, el Ejército ha gastado decenas de miles de millones de dólares en sus futuros sistemas de combate, un batiburrillo de armas, vehículos y dispositivos de comunicación nuevos que sus propios impulsores consideran casi impracticables para las operaciones militares que las fuerzas de tierra van a tener que llevar a cabo en los próximos años. Los océanos de información que los sistemas generarían a diario obstruirían los circuitos de mando de tal forma que la más sencilla de las operaciones resultaría dificilísima de realizar.

Y la fuerza aérea, más allá de su conocida afición a los bombardeos masivos, sigue enamorada de los aviones de combate muy avanzados y muy caros, a pesar de no haber perdido más que un solo avión frente al enemigo en casi cuarenta años. Aunque el costosísimo F-22 no ha dado buenos resultados y su producción, que supuso una inversión enorme, se ha interrumpido, la idea no se ha abandonado, ni mucho menos. Al contrario, se va a producir el F-35, más avanzado y con un coste de cientos de miles de millones de dólares. Todo ello, teniendo en cuenta que, en la actualidad, lo que posee Washington es ya mucho mejor que lo que tiene cualquier otro país, y va a seguir siéndolo durante décadas.

EE UU ha estado a punto de dejarse fuera de combate a sí mismo desde el 11-S

Estos hechos sugieren que Estados Unidos está gastando enormes cantidades de dinero en cosas que hacen que sus ciudadanos estén menos seguros, no sólo contra los insurgentes irregulares, sino también contra países que sean astutos y construyan distintos tipos de ejércitos. Y el problema no se limita a las armas y otros artículos de alta tecnología. Lo más necesario es un conocimiento profundo del trabajo en red, la conexión vaga pero dinámica entre personas que crea y favorece un nuevo tipo de inteligencia, poder y propósito colectivos, para bien y para mal.

Los movimientos de la sociedad civil en todo el mundo han aprendido a trabajar así y, de esa forma, han hecho mucho más por impulsar la causa de la libertad que los controvertidos esfuerzos del Ejército estadounidense para llevar la democracia a Irak y a Afganistán a punta de pistola. En cuanto a la sociedad incivil, los terroristas y los criminales internacionales han adoptado la conectividad para coordinar sus actividades en el ámbito mundial de una forma que era imposible en el pasado. Antes de Internet, no podría haber existido una red terrorista que actuase de forma cohesionada en más de 60 países. Hoy nos aguarda un mundo lleno de Umar Farouk Abdulmutallab, y no todos van a fracasar.

Pero los principios del trabajo en red no tienen por qué ayudar sólo a los malos. Si se adoptan por completo, pueden permitir un nuevo tipo de ejército, e incluso un nuevo tipo de guerra. Los conflictos del futuro deben y pueden ser menos costosos y menos destructivos, con unas fuerzas armadas más capacitadas para proteger a los inocentes e impedir las agresiones o defenderse contra ellas.

Es posible que ya no haya grandes batallas de ejércitos de carros de combate en las estepas, pero la guerra moderna se ha vuelto muy compleja y cambiante. No obstante, hay una forma de reducir esa complejidad a tres simples reglas que pueden ahorrar enormes cantidades de sangre y de dinero en la era de las guerras en red.

 

REGLA 1: MUCHO Y PEQUEÑO ES MEJOR QUE POCO Y GRANDE

El mayor problema que afrontan hoy los ejércitos tradicionales es que están organizados para librar grandes guerras y les resulta difícil orientarse hacia otras más pequeñas. Las exigencias de los conflictos a gran escala han obligado a depender de unas cuantas unidades grandes más que de muchas reducidas. Por ejemplo, los marines tan sólo tienen tres divisiones en activo, y el Ejército estadounidense, diez. La Marina no posee más que 11 grupos de portaaviones, y la fuerza aérea unas tres docenas de alas de ataque. Casi 1,5 millones de soldados trabajan en ellas y en unas cuantas estructuras más de apoyo.

No es extraño que el Ejército de Estados Unidos se haya agotado en numerosos despliegues desde los atentados del 11-S. Tiene un problema de escala crónico que le impide llevar a cabo tareas menores con números más pequeños. Si a eso se añade la mentalidad militar tradicional, jerárquica, que sostiene que más siempre es mejor (con la deducción de que con menos siempre se está peor), nos encontramos con estrategias masivas para abordar unas guerras pequeñas.

Es lo que ocurrió en Vietnam cuando la estructura organizativa militar de los 60 –no muy distinta de la de hoy– hizo que los responsables decidieran librar una guerra de grandes unidades contra un gran número de unidades rebeldes de pequeño tamaño. El resultado final fue más de 500.000 soldados desplegados, incontables miles de millones de dólares gastados y una guerra perdida. Las imágenes emblemáticas eran los fusiles AK-47 de los insurgentes, cientos de miles en todo momento, yuxtapuestos con los B-52 de la Fuerza Aérea estadounidense, de los que se reunía un mero centenar para intentar una y otra vez, sin resultado, someter Hanoi a base de bombardeos.

Es un problema que persiste hoy; los símbolos actuales son los miles de explosivos improvisados de los insurgentes y el puñado de aviones no pilotados estadounidenses. Resulta irónico que la guerra contra el terrorismo comenzara en las montañas afganas con el mismo tipo de bombarderos B-52 y los mismos resultados problemáticos que en Vietnam.

El ejército estadounidense es consciente de estos problemas. Ha aumentado de forma gradual el número de brigadas –entre 3.000 y 4.000 hombres armados– de menos de tres docenas en 2001 a casi cincuenta en la actualidad. Y los marines están subdividiendo sus fuerzas en unidades expedicionarias de varios centenares de soldados cada una. Pero estas variaciones no son ni el principio del cambio que se necesita para pasar de un ejército de poco y grande a otro de mucho y pequeño.
El motivo es que los jefes militares estadounidenses no han comprendido del todo que hasta la unidad más pequeña –como una sección de 50 soldados– puede tener mucho poder cuando está conectada con otras, sobre todo con fuerzas amigas locales, y cuando trabaja en red con un puñado de aviones de combate. Sin embargo, las pruebas están a la vista de todos. Por ejemplo, desde finales de 2006 en Irak, el mando estadounidense trasladó poco más del 5% de sus 130.000 soldados de unas tres docenas de bases importantes (es decir, del tamaño de una ciudad) a más de cien puestos avanzados pequeños, cada uno con unos 50 soldados. Fue un cambio radical de la estrategia de poco y grande a la de mucho y pequeño, y pronto contribuyó a reducir la violencia, mucho antes de que llegaran las tropas de refuerzo. En parte fue porque la red física de puestos pequeños, preparados para secciones, facilitaba la creación de redes sociales con la gran cantidad de pequeños grupos tribales que decidieron unirse a la causa y formaron el núcleo del Movimiento Despertar.

La resistencia del Pentágono a ver las nuevas posibilidades –reflejada en las repetidas solicitudes de más tropas, primero en Irak y luego en Afganistán– procede en parte del típico miedo generalizado al cambio, pero también de la preocupación de que una fuerza compuesta por muchos y pequeños tenga problemas frente a un ejército tradicional de gran tamaño. Como el de Corea del Norte, por ejemplo. Por otra parte, tal vez el mejor ejemplo de un ejército de mucho y pequeño que actuó contra enemigos de todos los tamaños fue la legión romana.

 

REGLA 2: ENCONTRAR AL ENEMIGO IMPORTA MÁS QUE GOLPEAR EN EL FLANCO

Desde que el general tebano Epaminondas sobrecargó el ala izquierda de su Ejército para atacar el ala derecha espartana, hace casi 2.400 años en Leuctra, golpear al enemigo en el flanco ha sido la maniobra más fiable en una batalla. Los ataques por los flancos están presentes en el famoso orden oblicuo de Federico el Grande para sus batallas en el siglo XVII, en los repetidos ganchos de derecha de Erwin Rommel contra los británicos en el norte de África en 1941 y en el famoso gancho de izquierda de Norman Schwarzkopf contra los iraquíes en 1991. Golpear en el flanco tiene todo un pedigrí.

Los ataques por los flancos también fueron la base del avance de las fuerzas estadounidenses en Mesopotamia en 2003. Pero en esa ocasión ocurrió algo extraño. Como dice el historiador militar John Keegan, el gran Ejército iraquí, de más de 400.000 soldados, “se derritió”. No hubo grandes batallas en las que los rodearan, sino sólo un puñado de intercambios de disparos en el camino a Bagdad. Lo que hicieron los iraquíes fue esperar a que su país estuviera tomado, y entonces organizaron una insurgencia basada en ataques y atentados concretos.

Como consecuencia, el conflicto dejó de consistir en enfrentamientos masivos para convertirse en una dinámica entre los que se escondían y los que los buscaban. En un mundo de guerra en red, los ejércitos tendrán que modificar su forma de combatir y no olvidar que, para luchar contra el enemigo del futuro, antes habrá que encontrarlo.

En Irak no hubo ataques masivos, sino un nuevo tipo de guerra irregular en el que una serie de pequeños ataques no era ya señal de que estuviera preparándose una gran batalla. Éste es el camino que han escogido los talibanes en Afganistán y es, sin duda, el concepto que utiliza Al Qaeda en sus operaciones en todo el mundo.

Al mismo tiempo, el Ejército estadounidense ha demostrado que puede adaptarse a una lucha así. De hecho, cuando empezó a mejorar su situación en Irak fue gracias a que mejoró su capacidad de encontrar al enemigo. La red física de pequeños puestos avanzados adquirió nueva vida con la red social de luchadores tribales dispuestos a colaborar con las fuerzas norteamericanas. Todos estos elementos, unidos, iluminaron la posición de Al Qaeda en Irak, y bajo esa luz los militantes se convirtieron en presa fácil del pequeño porcentaje de las fuerzas de la coalición que luchaba contra ellos.

Podemos verlo como un nuevo papel para el Ejército. Tradicionalmente, los militares se han considerado una organización armada; en estos tiempos, van a tener que ser también una organización sensorial.

Esta estrategia puede funcionar en Afganistán –y en otras campañas de contrainsurgencia– tan bien como ha funcionado en Irak, siempre que se haga hincapié en crear el sistema necesario para encontrar al enemigo. En algunos lugares, los elementos tribales amistosos pueden ser menos importantes que los medios tecnológicos, sobre todo en el ciberespacio, el refugio virtual de Al Qaeda.

A medida que la guerra pase de golpear en los flancos a encontrar al enemigo, esperemos que, en vez de agotar al ejército en expediciones masivas contra adversarios escurridizos, se pueda triunfar con pequeños cuerpos de descubridores organizados en redes. De forma que un conflicto como la guerra contra el terror no tenga que dirigirlo una gran potencia, sino que participen muchas en él, cada una aportando una pieza al mosaico que nos permita ver una imagen certera de la fortaleza y de la disposición del enemigo. Este segundo cambio –convertirse en descubridores– puede reforzar a las muchas y pequeñas unidades que la primera regla hace necesarias. Lo único que queda es reflexionar sobre el concepto operativo.

 

REGLA 3: EL ENJAMBRE ES LA NUEVA TÁCTICA DE REFUERZO

Los terroristas, que saben que nunca van a tener ventaja numérica, fueron los primeros en utilizar una forma de guerra que les permite sacar el máximo partido a sus escasos recursos: el despliegue en enjambre. Se trata de una forma de ataque con unidades pequeñas procedentes de varias direcciones o que atacan muchos objetivos al mismo tiempo. Desde el 11-S, Al Qaeda ha organizado unos cuantos atentados aislados potentes –Bali, Madrid y Londres–, pero la Red ha llevado a cabo numerosas campañas de enjambre en Turquía, Túnez y Arabia Saudí, con ataques en oleadas que pretenden desbordar la capacidad de respuesta de sus objetivos. Todavía se producen en Irak, incluso después del refuerzo, y el general David Petraeus dijo recientemente en un discurso que el enemigo exhibe “la sofisticación de ser capaz de llevar a cabo ataques simultáneos” contra importantes objetivos oficiales.

El ejemplo más claro de enjambre terrorista fue tal vez el atentado de noviembre de 2008 en Bombay, aparentemente organizado por el grupo Lashkar-e-Taiba. Los atacantes no eran más que 10 combatientes en cinco equipos de dos y asaltaron simultáneamente varios sitios diferentes. Para derrotarlos fueron necesarios más de tres días y más de 160 muertos inocentes, porque las fuerzas de seguridad indias que mejor podían hacer frente a la situación tuvieron que ir desde la lejana Nueva Delhi y estaban más preparadas para enfrentarse a una sola amenaza que a múltiples y simultáneas.

Otra muestra de enjambre fue la incursión rusa en Georgia en agosto de 2008, que, en vez de ser un recordatorio de la guerra fría, anunció la posibilidad de que los ejércitos tradicionales pudieran dominar el arte del ataque omnidireccional. En este caso, las fuerzas regulares rusas contaron con la ayuda de milicias étnicas que luchaban en toda la zona de operaciones y, al mismo tiempo, se formaron enjambres en el ciberespacio. En realidad, los ataques de denegación de servicio, una de las armas fundamentales de los guerreros informáticos, son una forma ejemplar de enjambre. Y en este caso, el mando georgiano sufrió graves problemas por la intrusión de piratas.

El ataque simultáneo desde varias direcciones puede ser la táctica más moderna en un conflicto, pero su linaje es muy antiguo. La guerra tribal tradicional, de arqueros nómadas a caballo o de luchadores a pie, siempre tenía algún elemento de enjambre. Este tipo de lucha tuvo su cénit en el siglo XIII con los mongoles, que tenían un nombre para esta doctrina: “Enjambre de cuervos”. Cuando el ataque no lo llevaban a cabo hombres a caballo y cuerpo a cuerpo, sino que se hacía mediante una lluvia de flechas sobre los objetivos, los khanes lo llamaban “estrellas fugaces”. Con estas tácticas, los mongoles crearon el mayor imperio que ha conocido el mundo, y lo conservaron durante varios siglos.

Pero la táctica del enjambre se vio eclipsada por el ascenso de las armas en el siglo XV, que favoreció las descargas masivas de artillería. Los procesos industriales fomentaron todavía más la masificación y la mecanización permitió grandes maniobras por los flancos en vez de avances en pequeños enjambres.  Ahora, de nuevo, en una era de interdependencia mundial, llena de tecnologías avanzadas de la información, grupos muy pequeños de combatientes pueden hacer mucho daño. Existe un viejo proverbio mongol: “Con 40 hombres puedes sacudir el mundo”. No hay más que ver lo que hizo Al Qaeda con menos de la mitad de ese número el 11 de septiembre de 2001.

Lo dejó muy claro el gran estratega británico Liddell Hart en su biografía de T. E. Lawrence, un maestro de la táctica de enjambre. Liddell Hart, que escribió su libro en 1935, predijo que en algún momento “la concentración de fuerzas será sustituida por una distribución de fuerzas ubicuas e intangibles, capaces de ejercer presión en todas partes e imposibles de derrotar en ningún lado”.

El enjambre está volviendo, pero en un momento en el que pocos ejércitos organizados quieren o pueden reconocer ese regreso. Porque las repercusiones de esa reaparición son muy desestabilizadoras. El cambio más radical es que es posible reducir mucho el tamaño de los ejércitos si se reconfiguran como es debido y se entrena a los soldados para que luchen de esta forma. En vez de reforzar constantemente enviando gran número de soldados a sitios conflictivos, la reacción esencial de una fuerza en enjambre sería acudir con rapidez y en pequeño número y golpear a los atacantes en muchos sitios. En el futuro, a un enjambre sólo lo derrotará otro enjambre.

Hace casi 20 años, inicié un debate sobre las redes que se transformó en una inesperada amistad con el vicealmirante Art Cebrowski, el pensador estratégico moderno con más probabilidades de ser tan recordado como Alfred Thayer Mahan, el gran apóstol estadounidense del poder naval. Cebrowski fue el primero en la estructura de poder del Pentágono que acogió de buen grado mis ideas sobre redes de combate en evolución y adoptó la noción de abrir numerosos enlaces laterales de comunicación entre “sensores y tiradores”. Sin embargo, no estábamos de acuerdo sobre las posibilidades de las redes. Cebrowski pensaba que la “guerra centrada en las redes” podía servir para mejorar el rendimiento de herramientas ya existentes –por ejemplo, portaaviones– durante un tiempo. Yo opinaba que el trabajo en red implicaba un tipo de marina nuevo, formado por embarcaciones pequeñas y rápidas, muchas de ellas operadas con control remoto. Cebrowski ganó ese debate, porque la Marina estadounidense sigue empeñada en ser una fuerza formada por pocas y grandes unidades, aunque cada vez más en red. Hoy, en un guiño implícito a las ideas que hemos defendido David Ronfeldt y yo, la Marina tiene incluso un mando de guerra en red.

La táctica del enjambre ha ganado algunos partidarios. Hoy, en el Ejército estadounidense hay algunos que defienden esta idea, sobre todo con la esperanza de emplear gran número de pequeños aviones no tripulados en combate. Pero las costumbres militares y los intereses institucionales siguen reflejando que son más populares los refuerzos que los enjambres.

¿Qué sucedería si los jefes militares se despertaran y decidieran tomarse las redes y los enjambres completamente en serio? Si lo hacen, es probable que las plagas del terrorismo y las agresiones tengan menos hueco en el sistema mundial. Un ejército así sería más pequeño pero más rápido, menos caro pero más letal. El sistema mundial tendería menos a sufrir muchos de los tipos de violencia que lo aquejan. El trabajo en red y la táctica de enjambre son las claves organizativa y doctrinal, respectivamente, para resolver el rompecabezas estratégico de nuestra época.

Un Ejército estadounidense que trabaje en red y sepa utilizar la táctica del enjambre tendría una mano de obra activa mucho menor –casi dos tercios menos de los más de dos millones actuales– pero estaría organizado en cientos de unidades más pequeñas de fuerzas mixtas. El modelo de intervención militar sería el de los 200 soldados a caballo de las fuerzas especiales que derrotaron a los talibanes y Al Qaeda en Afganistán a finales de 2001. Dichos equipos se desplegarían a toda velocidad y de modo letal, con amplias reservas para sustituir a las primeras oleadas y hacer frente a otras crisis.

En el mar, en vez de concentrar la potencia de fuego en un puñado de superportaaviones enormes y cada vez más vulnerables, la Marina estadounidense distribuiría su capacidad entre cientos de pequeños barcos dotados de armas muy inteligentes. Los submarinos, con su capacidad de sigilo y sus múltiples usos, seguirían en activo, pero los portaaviones tendrían que desaparecer. Y en el aire, las alas disminuirían de tamaño pero serían más numerosas, con un puñado de aparatos en cada una. Por supuesto, el trabajo en red significaría que todas esas piezas pequeñas podrían agruparse para enfrentarse a enemigos, grandes o pequeños, mediante la táctica del enjambre.

Es factible un cambio así? Por supuesto. Las grandes reducciones en el Ejército estadounidense no son nada nuevo. Aparte de la desmovilización masiva tras la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas en activo se redujeron un 40% en los años posteriores a Vietnam y otro tercio tras el final de la guerra fría. Ahora bien, lo importante, más que recortar, es rediseñar y replantearse las cosas. ¿Pero qué ocurre si prevalece el statu quo y se ignoran o se interpretan mal las posibilidades de esta nueva ronda de cambios en los asuntos estratégicos? El resultado sería el fracaso, con un coste ruinoso.

La forma más probable que adoptaría la catástrofe es que las redes terroristas se mantendrían en pie el tiempo suficiente como para adquirir armas nucleares. Sólo con que tuviera un puñado de cabezas nucleares en sus manos, Osama Bin Laden dispondría de un inmenso poder de coacción, porque no es posible ejercer contra una red las mismas represalias que contra un país. La disuasión se haría añicos. Si alguna vez hay un Napoleón nuclear, saldrá de una red terrorista.

Dentro del Ejército estadounidense, el peligro es que los altos jefes recaigan en un fatalismo empujado por la convicción de que los líderes legislativos y empresariales van a impedir cualquier intento de cambio radical. Es una objeción que he oído en incontables ocasiones desde principios de los 90, repetida como un mantra por todo el Ejército hasta llegar a la Junta de Jefes de Estado Mayor. Es decir, que la poderosa máquina de guerra de Estados Unidos es un Gulliver maniatado por los lilliputienses de la política y de la empresa.

Lo irónico es que los militares no han estado nunca en tan buena posición para conseguir que se acepten auténticas transformaciones. Ninguno de los dos partidos puede permitirse que los presenten como un obstáculo para el progreso estratégico, de modo que el Pentágono obtiene todo lo que pide. En cuanto a los contratistas de Defensa, no sólo no son quienes marcan las prioridades, sino que están demasiado dispuestos a ofrecer a sus clientes exactamente lo que piden (y no, por ejemplo, algo mejor). Si las Fuerzas Armadas piden armas más pequeñas e inteligentes y sistemas que faciliten la táctica del enjambre, lo conseguirán.

No habría que dar por sentado que las grandes sumas invertidas en defensa se han gastado con prudencia

Fuera de Estados Unidos, las fuerzas de seguridad de otros países están empezando a pensar en el sentido de muchos y pequeños, están elaborando mejores formas de encontrar y están aprendiendo a utilizar el enjambre. La estrategia naval china actual va en esa dirección. Las fuerzas terrestres rusas, también. Ni que decir tiene que las redes terroristas siguen llevando la delantera, y no sólo Al Qaeda. Hezbolá hizo toda una demostración de las tres nuevas reglas de la guerra en su conflicto del verano de 2006 con Israel, una auténtica prueba de laboratorio de la lucha de un país contra una red, en la que ésta resistió con creces.

Para el Ejército estadounidense, de no haber un gran salto adelante en la convicción de que es necesario un cambio radical, el mejor enfoque es seguramente una reducción presupuestaria, pese a que el presidente Barack Obama no quiere extender su programa de austeridad fiscal a los gastos de seguridad. Podría consistir en una congelación de los gastos de defensa, seguida de varios años de, por ejemplo, reducciones anuales del 10%. Para centrar el esfuerzo de rediseño, habría que declarar una moratoria para todos los sistemas heredados (portaaviones, otros buques de gran tamaño, aviones de combate avanzados…) mientras se someten a revisión. No habría que dar por supuesto que las grandes sumas invertidas en la defensa nacional se han gastado con prudencia.

A esa mayoría de estadounidenses que creen que ser fuertes en defensa significa dedicar más recursos y construir sistemas mayores, esta sugerencia de recortar el gasto les parecerá escandalosa. Pero si la abordamos de forma más inteligente, podrían reducirse los costes al tiempo que se mejora la eficacia. Es un hecho que ha quedado patente en las transformaciones de las últimas décadas, desde la agricultura hasta la industria. ¿Por qué va a ser distinto el Ejército?

Es un debate muy urgente. No sólo la historia no terminó con el final de la guerra fría y la llegada de la globalización impulsada por el comercio, sino que el conflicto y la violencia siguen vivos –e incluso han crecido– hasta convertirse en un azote postmoderno. Es irónico que, en una era en la que la atracción hacia el poder blando de persuasión ha aumentado de tal manera, el poder duro de coacción siga dominando las relaciones internacionales. No es extraño en el caso de las naciones descontroladas, empeñadas en desarrollar arsenales nucleares para garantizar su seguridad, ni tampoco en el de redes terroristas que creen que su naturaleza esencial se revela y se sostiene gracias a los actos violentos. Pero esa dependencia fundamental de la capacidad de coacción se ve asimismo en numerosos países grandes y pequeños, sobre todo en Estados Unidos, cuya política de defensa, en la última década, se ha convertido en su política exterior.

Desde las guerras de Irak y Afganistán hasta las crisis enconadas con Corea del Norte y con Irán, sin olvidarnos de las preocupaciones estratégicas de largo alcance en el Este asiático y Europa central, Estados Unidos está hoy entregado a hallar soluciones de poder duro. Y va a seguir estándolo. Pero si ignora los ajustes radicales en estrategia, organización y doctrina que implican las nuevas reglas, seguirá gastando más y obteniendo menos. Las redes permanecerán hasta lograr la capacidad de asestar golpes nucleares. Otros países se pondrán militarmente por delante de Estados Unidos, y conceptos como “disuasión” y “contención” se desvanecerán como hojas en el viento.

Es lo que ha pasado siempre. Cada era de avances tecnológicos ha producido grandes cambios en la política militar y estratégica. La historia nos dice que esas variaciones eran inevitables, pero los soldados y los estadistas, casi siempre, las han adoptado con retraso, lo cual ha causado tragedias. Todavía hay tiempo para estar entre las excepciones, como los bizantinos, que, tras la caída de Roma, rediseñaron por completo su Ejército y conservaron su imperio 1.000 años más.