A raíz de la inestabilidad desatada con las Primaveras Árabes de 2011, los Estados del norte de África han pasado de una posición tolerante y laxa con sus fronteras conjuntas a una muy contundente y militarizada que pone contra las cuerdas y culpabiliza a las comunidades de la periferia históricamente marginada.

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Hombres cruzan la frontera entre Libia y Túnez huyendo del conflicto libio. NASRI/AFP/Getty Images

A principios del pasado mes de septiembre, mientras Trípoli sucumbía a la peor oleada de enfrentamientos entre milicias locales que ha vivido la ciudad desde el estallido de la guerra civil libia en 2014, la noticia de la reapertura de la aduana de Ras Ajdir, un paso fronterizo crucial que conecta Libia y Túnez, pasó prácticamente desapercibida.

El lado libio de Ras Ajdir había cerrado el 11 de julio anterior después de que ciudadanos de la ciudad tunecina de Ben Gardane, cercana a la aduana, cortaran las carreteras que conectan el paso con el resto de Túnez e intensificaran sus ataques contra los libios que entraban al país. Las contundentes acciones de los locales se producían en respuesta a la decisión tomada por las autoridades de Libia a principios de mes de adoptar nuevas medidas para intentar reducir el contrabando de gasolina y otros bienes subsidiados hacia Túnez.

La normalidad volvió finalmente a Ras Ajdir en septiembre después de que el Ministro del Interior del Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA) libio ordenara su reapertura. Las demandas de los tunecinos concentrados en Ben Gardane, no obstante, no habían sido atendidas, dejando el terreno listo para que la tensión vuelva a aumentar en el futuro.

 

‘Laissez faire’

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Un vendedor llena el tanque de un coche con gasolina de contrabando proveniente de Argelia, cerca de la frontera de este país con Marruecos. FADEL SENNA/AFP/Getty Images

El episodio de Ras Ajdir, por aislado que pudiera parecer, volvió a poner de relieve las dificultades y la descoordinación con las que los Estados del norte de África –o lo que queda de ellos, en el caso libio– afrontan la gestión de sus fronteras compartidas.

Tradicionalmente, los países de la región han apostado por desarrollar las populosas regiones del norte en detrimento de las zonas poco habitadas de la periferia, que como resultado han quedado marginalizadas. Para darles oxígeno, sus gobiernos toleraron allí iniciativas informales de desarrollo económico como el contrabando, en su mayoría de bienes de consumo. Esta práctica, que permite a la par reducir precios y beneficiar a élites y oficiales de seguridad conectados con el régimen de turno, se sirve de la diferencia de precios y de disponibilidad de productos entre los países de la zona, cuyas recelosas relaciones han impedido establecer canales de comercio legales e igualmente atractivos.

Lejos de tratarse de una práctica menor, esta actividad emplea a miles de personas, y su impacto económico es sustancial. Así, el contrabando de bienes de consumo de Libia a Túnez en 2015 movió casi 90 millones de euros, el de gasolina generó 95 millones en beneficios, y este mismo tipo de flujo entre Argelia y Marruecos ascendió en 2013 a unos 265 millones de litros. Por aquel entonces, se calcula que unos 600.000 coches utilizaban gasolina argelina de contrabando, la mayoría en Marruecos. Gracias al dinamismo y a las oportunidades que genera, ciudades como Tamanrasset, en el sur de Argelia, han triplicado su población en la última década.

 

Invierno en la frontera

El estallido de las Primaveras Árabes en el norte de África en 2011 cambió súbitamente el anterior esquema, y con él, se transformaron las estrategias adoptadas por los Estados de la región. El miedo a un efecto contagio, ya fuera en forma de levantamiento popular o en forma de inestabilidad derivada de lo que estaba sucediendo en los países vecinos, hizo saltar las alarmas en las capitales de toda la zona. Las fronteras pasaron a ser vistas como un dilema esencialmente de seguridad, y las dudas sobre cómo abordar el nuevo desafío emergieron inevitablemente entre los distintos gobiernos.

Buena parte de ese miedo nacía en Libia. La desintegración de su ejército nacional facilitó el tráfico de armas hacia todas direcciones, y el caos en el que sucumbió el país tras la caída de Muamar al  Gadafi lo convirtió en un espacio ideal para que grupos yihadistas establecieran bases de operaciones. En este sentido, desde allí fue que, en 2013, Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQIM) lanzó su ataque a la planta de gas argelina de In Amenas, o desde donde el autoproclamado Estado Islámico ideó el atentado contra la ciudad tunecina de Sousse. Las condiciones favorables para estos grupos siguen existiendo, como demuestra el último atentado contra cristianos egipcios, presumiblemente concebido en Libia, y se teme que el debilitamiento de estos grupos en Siria e Irak pueda traducirse en un fortalecimiento de sus filiales en el norte de África, hacia donde podrían desplazarse algunos de sus combatientes.

Por estos motivos, la estrategia que los Estados habían adoptado hasta entonces en las fronteras, basada en hacer ver que se miraba hacia otro lado, dio paso de forma repentina a una de mucho más activa y centrada exclusivamente en la seguridad.

La cara más visible de este nuevo paradigma son los muros construidos en las fronteras del norte de África, como la valla de 200 kilómetros que separa a Túnez de Libia y los muros que se erigen entre las enemistadas Marruecos y Argelia, y que se suman a los ya existentes.

Paralelamente, allí donde no han llegado los muros lo han hecho los ejércitos. Argelia, que cuenta con una de las Fuerzas Armadas más preparadas del continente, ha desplegado a más de 35.000 soldados en su frontera con Libia, y otros 45.000 han sido enviados a patrullar los bordes con Túnez y Malí. Túnez, por su parte, ha establecido zonas militares en su frontera con Libia. Y Egipto, a su turno, ha destinado a su frontera oeste importantes destacamentos militares.

Presos de esta paranoia por incrementar la seguridad en sus fronteras, las capitales del norte de África han puesto también en su punto de mira a las comunidades que viven en sus aledaños, temerosas de que aquellos dedicados al contrabando faciliten el movimiento de terroristas. Poco parece importar que no existan indicios sólidos que apunten en esa dirección, en especial porque, para los contrabandistas, colaborar con grupos terroristas implicaría asumir riesgos mayúsculos que, aunque lucrativos, harían peligrar su negocio.

Por estos motivos, los que más afectados se han visto por la nueva segurización y militarización de las fronteras este-oeste del norte de África, inspirada y estimulada por Europa y Estados Unidos, han sido las comunidades que viven cerca de las fronteras.

Ya con la inestabilidad desatada con las Primaveras Árabes, el histórico abandono económico de las regiones periféricas se acentuó, empujando a más personas a depender del contrabando. No obstante, la fortificación de las fronteras y el estancamiento del caos en Libia que siguieron han acabado provocado el colapso de redes locales dedicadas a esta actividad, deteriorando aún más la situación de muchos. Como indica Djalil Lounnas en El impacto de la crisis libia en el sistema del norte de África, “muchas personas de estas regiones fronterizas o cercanas a ellas se han visto directamente afectadas, lo que ha llevado a un aumento de su marginalización, del desempleo, la pobreza y la exclusión”.

Inevitablemente, esta situación límite a la que han sido arrojadas las comunidades de la periferia ha resultado en numerosas movilizaciones que van a seguir incrementado su inestabilidad, ya que, como arguye Miguel Hernando de Larramendi en Protestas en la periferia, “la ausencia de mejoras seguirá alimentando previsiblemente en el corto y medio plazo unas protestas que, aunque comparten [con el resto del país] el rechazo a un orden económico percibido como injusto, tienen una agenda reivindicativa local”.

Además, la contundencia exhibida por los países del norte de África en sus fronteras, si bien ha logrado reducir a corto plazo el número de ataques terroristas, también está contribuyendo a que las circunstancias que facilitan la radicalización empeoren. “Esfuerzos aislados por asegurar las fronteras exacerban el malestar político e incluso aumentan el atractivo de ideologías extremistas”, apunta Jacques Rousellier en Rompiendo el acertijo de la seguridad fronteriza del norte de África, teniendo en cuenta de que se trata de regiones por lo general fuertemente religiosas y conservadoras, como el sur-este marroquí y argelino, y el oeste tunecino e incluso el norte del Sinaí egipcio.

Asimismo, como recogen Querine Hanlon y Matthew Herbert en Desafíos de seguridad fronteriza en el Gran Magreb, esta dura respuesta de las administraciones ha sido replicada de igual forma por los grupos mejor articulados de la periferia, a menudo organizados entorno al tráfico de productos como armas o drogas, que se muestran cada vez más paramilitarizados, lo que está dando lugar a un auge de choques contra las fuerzas de seguridad y entre los propios grupos con intereses divergentes.

 

Descentralización y cooperación

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Un policía argelino en un checkpoint cerca de la frontera de Argelia y Libia. FAROUK BATICHE/AFP/Getty Images

Intentar acabar por la fuerza con estas actividades extendidas en las zonas periféricas sin ofrecer alternativas poco tiene que ver con la recuperación de las funciones del estado, que sigue mayormente ausente. "El establecimiento de nuevas formas de control no representa un restablecimiento de la autoridad estatal sino más bien la imposición de una relación centro-periferia completamente nueva y exclusivamente a expensas de la periferia”, considera el investigador Max Gallien en Los riesgos de endurecer las fronteras del norte de África dada la completa ausencia de alternativas económicas.

A escala regional, una mayor coordinación entre los países de la zona facilitaría lidiar contra los grupos militantes más temidos, que en muchos casos son de naturaleza transnacional. Aquí, la cada vez más profunda coordinación entre Argelia y Túnez ofrece un modelo a seguir en el futuro, ya que, a raíz de la inestabilidad creada en 2011, Argelia dio un paso adelante para sostener a sus vecinos del noreste, y su actual colaboración en preparación e intercambio de información y experiencia se ha demostrado efectiva.

Para ello, sin embargo, los países del norte de África deberán intentar superar algunas de las grandes disputas que hasta ahora han dificultado la apertura de canales de cooperación, como el conflicto del Sahara Occidental o el apoyo a bandos opuestos en la arena libia. Precisamente, el surgimiento de desafíos compartidos como el de grupos militantes ofrece una oportunidad para ello, aunque por el momento siguen pesando más la desconfianza, y las relaciones entre los Estados, aunque existentes, siguen sin profundizarse.

Cada vez más lejos va quedando ya la alianza que Marruecos, Argelia, Túnez y Libia trazaron en 1989 junto con Mauritania para promover su cooperación económica y política. Bautizada como la Unión del Magreb Árabe (AMU), la organización dejó de ser activa a partir de 1994, privando a las partes de beneficios sustanciales. Un escenario que por ahora parece lejos de poder volver, pero en el que algunos aún continúan soñando.