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Una camiseta muestra a Daniel Ortega en las calles de Managua, Nicaragua. (Getty Images/Getty Images)

A medida que el gobierno de Nicaragua ha ido emprendiendo acciones para reprimir la oposición interna, la comunidad internacional ha aumentado sus presiones. La respuesta internacional hasta el momento ha tenido poco efecto sobre el presidente, Daniel Ortega, y la vicepresidenta, Rosario Murillo. Y es probable que las elecciones nicaragüenses, programadas para el 7 de noviembre de 2021, sean una farsa. Para entender por qué, es importante reconocer las motivaciones de Ortega y Murillo.

Desde junio, el gobierno de Ortega y Murillo ha arrestado a más de 30 líderes de la oposición, incluidos seis precandidatos a la presidencia, exfuncionarios del gobierno, periodistas, líderes de la sociedad civil y líderes históricos de su propio partido, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). El Senado de Estados Unidos respondió a estas acciones el 6 de agosto con la ley RENACER (correspondiente a las siglas en inglés de Reforzando la Adhesión de Nicaragua a las Condiciones para la Democracia Electoral), que impone nuevas sanciones y amenaza con revocar la pertenencia de Nicaragua al Tratado de Libre Comercio con América Central (CAFTA). Incluso después de oleadas de restricciones de visados para Estados Unidos y sanciones selectivas por parte de la Unión Europea contra funcionarios nicaragüenses, Ortega y Murillo parecen inamovibles.

Quienes confiaban en que las presiones pudieran inducir a Ortega y Murillo a capitular probablemente se encuentren profundamente decepcionados. Los líderes de Nicaragua se han enfrentado a cada condena y cada sanción intensificando sus tácticas.

A primera vista, parece sorprendente que el gobierno de Ortega y Murillo haya optado por la represión en los meses previos a las elecciones de este año. Incluso antes de las últimas medidas represivas, el presidente y la vicepresidenta ya controlaban las instituciones políticas del país, dominaban los medios de comunicación, mantenían aferrado el potente aparato de su partido, el FSLN, y se beneficiaban de una oposición incompetente y fragmentada. Ortega y Murillo se encontraban en el camino hacia la victoria electoral en noviembre, y una represión conlleva riesgos significativos: aumento de las sanciones, trastornos económicos y aislamiento diplomático.

Para comprender la disposición de Ortega y Murillo a asumir estos riesgos, es importante entender algunas de las dinámicas políticas internas en juego.

En primer lugar, el FSLN tiene poca tolerancia con la disidencia. Como la mayoría de los movimientos revolucionarios que luego se convierten en partidos políticos, el FSLN ha sufrido durante mucho tiempo un alto grado de verticalidad, con una jerarquía que en última instancia depende de uno o dos líderes. La verticalidad está a menudo presente —y es incluso ventajosa— en los movimientos revolucionarios, pero no se adapta bien a los partidos políticos que funcionan en sistemas electorales competitivos. Aunque el FSLN proclama su compromiso con la democracia participativa, la organización siempre ha sido, y sigue siendo, de arriba hacia abajo.

La ruptura más famosa dentro del FSLN se produjo en 1995, cuando la mayoría de los líderes intelectuales del partido y los principales comandantes guerrilleros se escindieron para formar el Movimiento Renovador Sandinista (MRS). Su marcha estuvo rodeada de un profundo resentimiento, y a lo largo de los años los líderes del FSLN acusaron a muchos de los miembros del MRS de connivencia con Estados Unidos. Dada la reputación de Murillo (incluso dentro del FSLN) como una persona calculadora, tiránica y vengativa, no sorprende ver a tres de las figuras históricas más destacadas del MRS entre las filas de los presos políticos.

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Portada del periódico La Prensa denunciando la interferencia del gobierno. (Stringer/picture alliance via Getty Images)

Esta intolerancia hacia la disidencia ha sido especialmente evidente desde la represión de las protestas contra el gobierno de 2018. Incluso actos como ondear la bandera de Nicaragua o dar agua a quienes están en huelga de hambre están tipificados como delito. Quizás ningún sector haya sido más señalado que el periodismo. Con la mayoría de los periodistas independientes del país en el exilio o en prisión, el régimen efectuó una redada, recientemente, en las oficinas de La Prensa y arrestó a su director el viernes pasado.

En segundo lugar, muchos miembros de alto nivel del FSLN y sus partidarios tienen una mentalidad de asedio profundamente arraigada. Esto no debería resultar sorprendente dada la larga historia de intervenciones de Estados Unidos en Nicaragua, en especial la que tenía como objetivo deshacer la revolución. Las revoluciones a menudo se definen y se sustentan con historias o símbolos potentes, y Nicaragua no es una excepción. Durante décadas, la narrativa del imperialismo estadounidense ha sido parte de la retórica del FSLN. Y si bien es innegable que la intervención de Estados Unidos ha perseguido a Nicaragua durante más de un siglo, también es cierto que el FSLN la ha utilizado como una manera conveniente de evitar tener que rendir cuentas y de negar la responsabilidad de los actores nicaragüenses.

¿El FSLN se enfrenta a disidentes en sus filas? Ortega y Murillo los etiquetan como marionetas del imperialismo estadounidense. ¿Los medios independientes realizan una cobertura que presenta al presidente de manera negativa? Denuncian las informaciones como intromisión extranjera. ¿Los partidos políticos de oposición consiguen apoyos? Los acusan de traidores. Lavar. Enjuagar. Repetir.

Las protestas de 2018 contra el gobierno de Ortega y Murillo proporcionan una vívida ilustración de esta mentalidad de asedio. A medida que aumentaban las protestas, el gobierno acusó a los líderes de la oposición de trabajar en connivencia con Estados Unidos para derrocar al gobierno de Ortega y Murillo. En este escenario, Ortega y Murillo son víctimas de la intervención imperialista estadounidense, y los opositores políticos son golpistas, terroristas, “vampiros”, pandilleros y pequeños delincuentes. Esa narrativa ha ayudado a mantener cierto nivel de apoyo nacional e internacional al régimen.

Para sostener esta narrativa a lo largo de los años, el gobierno aprobó en 2020 una serie de leyes diseñadas para ir contra sus oponentes. Estas leyes penalizaban las “noticias falsas”, exigían que las organizaciones que reciben fondos extranjeros sean designadas como agentes extranjeros y, lo que es más significativo, prohibía a los “traidores” desempeñar cargos públicos y presentarse a elecciones para ocuparlos. ¿Quién determina quién es un traidor? El presidente. Tanto el gobierno de Ortega y Murillo como los partidarios del régimen pueden entonces señalar a las leyes como justificación para la represión política. Como si se tratara de algún tipo de distopía orwelliana, el régimen ve sus leyes como medidas “perfectamente razonables”, mientras que sus oponentes son “terroristas financiados por Estados Unidos”.

Y, por último, el poder conlleva beneficios (y protecciones) para Ortega, Murillo y sus compinches. Hay una larga historia de corrupción dentro del FSLN. Cuando Ortega admitió la derrota en las elecciones de 1990 frente a la candidata de la coalición opositora, Violeta Barrios de Chamorro, la primera transferencia democrática de poder en la historia de Nicaragua, su concesión fue aclamada como una señal de integridad. Pero durante los últimos meses de Ortega en el cargo, el FSLN supervisó una transferencia masiva de propiedades y empresas estatales a manos de los líderes del partido en lo que se conoció como “la piñata”.

“La piñata” es un símbolo apropiado para gran parte de la cultura política de Nicaragua, que desde luego no es exclusiva del FSLN y que lo precede ampliamente. Existen pocas dudas de que Ortega y Murillo han acumulado una fortuna y un poder considerables para sus familias desde que regresaron al poder en 2007. La afluencia de dinero del petróleo venezolano no solo ha servido para apoyar programas sociales, sino también empresas públicas y privadas. Pero la clave para mantenerse en el poder ha sido compartir esa riqueza para comprar así la lealtad de antiguos contras, el Ejército, miembros de los partidos de oposición y la cúpula del FSLN (lo que Salvador Martí i Puig llama la “burguesía sandinista”).

La realidad es que la comunidad internacional cuenta con herramientas limitadas, si no se recurre a las altamente destructivas, para obligar a Ortega y Murillo a detener su represión y emprender una conversación seria sobre reformas electorales. E incluso esas conversaciones requerirían una oposición unificada y representativa que aún no se ha materializado. Ortega, que ha sido el único candidato presidencial del FSLN desde 1984, ya ha estado en esta posición antes, y ha sobrevivido a todo. Al fin y al cabo, como dijo él mismo sobre las sanciones en junio: “Nicaragua ha atravesado tiempos mucho más difíciles”. Y Ortega, quien ayudó a dirigir Nicaragua durante una revolución y la Guerra de la Contra, conoce bien esos tiempos difíciles.

 

El artículo en inglés ha sido publicado en The Global Americans

Traducción de Natalia Rodríguez.