Un soldado de Hezbolá controla la zona de las montañas de Qalamun en la frontera con Siria. Joseph Eid/AFP/Getty Images

Cuatro años después de lanzar una intervención militar con toda su potencia en Siria, Hezbolá parece seguir mostrándose tan fuerte como siempre. Junto a sus aliados, ha salvado al régimen sirio e impuesto a Bachar el Assad, considerado incluso un aliado en la lucha contra Al Qaeda y el Estado Islámico.

Hezbolá ha frenado lo que temía que pudiera convertirse en un dominio suní hostil en Siria y ha asegurado su crucial ruta de suministro de armas, a la vez que ganaba mayor potencia y experiencia militar. Además, en estos cuatros años ha conseguido crear una zona de contención en las montañas sirias de Qalamun, sellando la mayor parte de la frontera oriental de Líbano contra los ataques yihadistas y ha movilizado a la mayoría de la comunidad chií en su apoyo.

No obstante, ha pagado un precio por su deslumbrante éxito. Siguiendo el mismo patrón que han aplicado tanto sus aliados como sus enemigos, el partido también ha agudizado la dimensión sectaria del conflicto. Su enfoque ha ayudado al régimen sirio a circunscribir la rebelión a un entorno islamista suní cada vez más dominado por los yihadistas, lo que también ha convertido a Hezbolá en un elemento cada vez más integral de la agenda regional de Irán.

A diferencia de Irán, sin embargo, Hezbolá y la comunidad chií de Líbano son de fácil alcance para los yihadistas. Aunque el objetivo declarado del partido al entrar en la guerra era mantener a los militantes radicales alejados de Líbano, en realidad su intervención en Siria ha amplificado el peligro, como reveló la avalancha de ataques producidos entre 2013 y 2015.

Hezbolá y sus aliados están impidiendo que entre los rebeldes surja una cúpula dirigente que pudiera ser capaz de implementar un acuerdo negociado cuando se consiga llegar a uno, si es que se logra, como incluso Rusia parece reconocer. El partido sigue un planteamiento maximalista que no deja a los rebeldes sirios más opción que continuar luchando, morir o rendirse bajo las condiciones impuestas por Assad. Esto crea un círculo vicioso, ya que la ausencia de un pacto va a perpetuar la necesidad que el régimen de Assad tiene de Hezbolá y de otros combatientes extranjeros (predominantemente chiíes) para que sostengan su, cada vez más deteriorado, Gobierno.

La capacidad de Hezbolá ya está enormemente sobrecargada. La intervención en Siria ha diezmado los fondos del partido (y de Irán), agravando los problemas económicos que ya tiene en su país. Y más importante aún es la sangría de personal. El movimiento ha perdido más de 1.500 combatientes, entre ellos mandos experimentados y difíciles de reemplazar, y con probabilidad tendrá que seguir compensando los menguantes recursos humanos de su aliado sirio.

Las victorias sobre el campo de batalla con poca probabilidad cambiarán esta ecuación. La oleada de ataques mortales contra figuras del régimen y civiles en Homs y Damasco en 2017 da una idea de lo que podría avecinarse si la guerra civil siria se convierte en un conflicto indefinido y asimétrico en la línea de lo que sucedió en Irak después de 2003.

La intervención de Hezbolá en Siria le ha servido para hacer crecer su reputación en Damasco y Teherán, pero ha infligido un daño sin precedentes a la atracción y la aceptación más allá de las líneas sectarias de las que una vez gozó en el país, y en la región en general, a causa de sus confrontaciones con Israel. Este es quizá el mayor coste de la guerra para el partido. La amenaza de la violencia yihadista desde luego ha contribuido a movilizar el apoyo de los chiíes de Líbano, pero la hostilidad del entorno abrumadoramente suní en la región con toda probabilidad acabará pasando factura.

Hezbolá y la comunidad que lo sustenta previsiblemente permanecerán atrapados en un gueto sectario y militarizado y dependerán del poder duro del partido para mantener sus logros políticos y socioeconómicos. Es paradójico que mientras que la intervención en Siria le ha proporcionado experiencia de combate y materiales adicionales, Hezbolá está más aislado y, por lo tanto, es más vulnerable en el frente con Israel. A diferencia de lo que ocurrió en 2006, la mayoría de la comunidad suní de Líbano y los sirios que se oponen al régimen probablemente no verán cualquier futura guerra que se pueda producir entre Hezbolá e Israel como una causa nacional a la que unirse sino como una oportunidad para la venganza.

Hezbolá necesita una estrategia de salida viable para convertir su formidable éxito en el campo de batalla en ventajas políticas. El partido, en colaboración con Irán, podría hacer avances significativos en esa dirección, aunque no hay una vía fácil para desescalar el conflicto sirio, y no digamos ya para resolverlo. Hezbolá debería reconsiderar y suavizar el uso de la retórica sectaria, y dejar de meter a todos los grupos de la oposición armados en el mismo saco de “extremistas violentos”.

El partido tendría que trabajar de manera activa con Teherán para contribuir a estabilizar lo que queda del alto el fuego y abrir líneas de comunicación con grupos no yihadistas,  para así acordar formas de descentralización que sean aceptadas por ambas partes. Además, debería suavizar las restricciones y ataques de represalia a los pueblos suníes asediados de Madaya y Zabadani, cerca de Damasco, y a las comunidades chiíes controlada por los rebeldes de Fua y Kefraya, en la provincia de Idlib.

Hezbolá e Irán deberían también presionar a su aliado el presidente Bachar al Assad para negociar un acuerdo político y abstenerse de lanzar nuevas ofensivas contra zonas en manos de la oposición como Idlib, que con toda probabilidad solo profundizarán la división sectaria. Si, por el contrario, continúan por la senda del poder duro y las soluciones militares, la cúpula de Hezbolá puede verse pronto atrapada en el mismo dilema que, hace unos 2.000 años, provocó el famoso comentario atribuido al rey Pirro de Epiro: “Si logramos una victoria más… estamos perdidos”.

Traducción de Natalia Rodríguez