Humo ocasionado por un bombardeo de la coalición liderada por Estados Unidos en la ciudad de Kobane, norte de Siria. Gokhan Sahin/Getty Images
Humo ocasionado por un bombardeo de la coalición liderada por Estados Unidos en la ciudad de Kobane, norte de Siria. Gokhan Sahin/Getty Images

Algunas de las preguntas que hay que hacerse a la hora de apostar por una intervención militar en Siria. ¿Cómo actuar? ¿Qué funciona y qué no? Empecemos por echar un vistazo a los aciertos y fallos en operaciones pasadas.

Los recientes atentados en París, las imágenes de miles de refugiados cruzando las fronteras europeas buscando un futuro mejor y las escenas de los conflictos de sus lugares de origen implican cuestionarse una posible intervención armada en Siria por parte de la comunidad internacional. Pero tener que actuar es diferente que poder actuar. Una operación de esta naturaleza necesita de tres elementos: voluntad política, músculo militar y capacidades logísticas.

Si bien es cierto que la atención está puesta en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, los actores regionales tienen intereses encontrados y dudosas capacidades militares para poder abordar una empresa de semejantes dimensiones. Conviene recordar que la misión de Bosnia, cinco veces más pequeño que Siria, comenzó con 60.000 tropas de la OTAN.

Para la opinión pública occidental es muy sencillo exigir respuestas inmediatas siguiendo la lógica del “que alguien haga algo”. Ese algo se llama planificación, uso de la fuerza y despliegue de tropas, acompañado de una intensa labor diplomática multilateral en busca de legitimidad y de unión de voluntades a medio y largo plazo. Pero aquí lo relevante no es el “qué” sino el “cómo”. Hacer algo significa también mostrar escenas que no gustan a la sensibilidad de esa misma opinión pública, como por ejemplo, ampliar la partida presupuestaria para defensa en época de crisis y recortes, bajas propias (muertos, heridos y mutilados) y daños colaterales (población civil). Y, además, la involucración en el conflicto siempre tiene un coste político, especialmente notable en las citas electorales.  Los gobiernos están atrapados en esta coyuntura, y el líder de opinión, a la larga, también.

A pesar de los miles de refugiados sirios y de las escenas de terror que vemos en directo, y teniendo en cuenta las condiciones necesarias para que el uso de la fuerza sea legítimo, no es fácil tomar la decisión de llevar a acabo una intervención armada. Aparte de lo mencionado con Bosnia, veamos dos ejemplos más.

Estados Unidos lleva más de un año realizando acciones ofensivas contra el Estado Islámico, una campaña que ha recibido serias dudas en cuanto a su eficiencia. Cualquier análisis elemental sobre intervenciones militares confirma que ésta no puede lograr resultados óptimos sin la intervención de tropas. Los ataques aéreos necesitan el complemento de la ocupación física del terrero, y eso se llama boots on the ground (soldados sobre el terreno). Y es la tropa el ingrediente que las principales potencias no desean utilizar para enfrentarse a Daesh, ni Estados Unidos ni Reino Unido ni Francia ni Alemania, y por supuesto, ni Rusia ni Arabia Saudí.

La Operación Serval de Francia puesta en marcha en Malí de enero de 2013 a julio de 2014 sí que fue resolutiva y altamente efectiva en términos de objetivos y resultados. El Gobierno galo no dudó en desplegar tropas ante lo que se avecinaba, y fue un mensaje que se convirtió en lección aprendida para el conglomerado de grupos rebeldes que operan en la región. Hoy siguen allí varias unidades para asegurar la estabilidad.

Los ataques aéreos deben de servir para eliminar objetivos concretos, reduciendo el margen de error en daños colaterales, y para apoyar a quienes están en el terrero. Otra lección aprendida es elegir bien a los aliados locales a la hora de entrenarles, capacitarles y armarles. El maná que llegó del cielo a muchos que hoy están en las filas del Estado Islámico es un buen argumento para evitar precipitarse.

Los conflictos actuales agotan los despliegues de tropa extranjera, como ha ocurrido con Reino Unido y EE UU. Los líderes políticos saben que deben ser muy cautos en sus declaraciones a la hora de generar expectativas. Rusia es consciente y ha decidido asumir el riesgo. Intentar estabilizar Irak ha costado miles de millones de dólares y el sacrificio de miles de vidas. Parece que no sirvieron de mucho. Y es que, solucionar conflictos de raíz étnica y religiosa, no puede estar condicionado por una agenda electoral ni por la presión de la opinión pública. Y tampoco pueden resolverse poniendo “fechas de salida”, como si fuera un plan de negocios.

La lección aprendida más importante antes de plantear una intervención armada es que hay que preguntarse si realmente se van a poder alcanzar los resultados previstos tras la retirada. Las operaciones militares conllevan riesgos, necesitan recursos y muchas tropas sobre el terreno, antes y después del conflicto. A la vía diplomática le conviene ejercitar la paciencia e ir de la mano de las acciones de cooperación.

En el caso de Siria se calcula -teniendo en cuenta el terreno, la naturaleza del conflicto, operaciones similares anteriores y la extensión de los núcleos que están en manos del Estado Islámico-  que se requeriría unos 100.000 efectivos de tropas internacionales para el mantenimiento de la paz. 10.000 ó 20.000 deberían ser norteamericanas, y cabe pensar si las 80.000 restantes serían aportadas por los países europeos. En este sentido, pacificar la región implica saber, no únicamente quién se sentará en la mesa de negociaciones, sino también quién se hará cargo de asegurar los acuerdos para mantener la estabilidad.