
Como si la guerra de verdad no fuera suficiente, acabamos de asistir a un duelo dialéctico entre los líderes de Rusia y de Estados Unidos. Sus intervenciones respectivas, en Moscú y en Varsovia, se funden con los ecos todavía muy recientes de la Conferencia de Seguridad de Múnich, cuyo informe anual está dedicado al impacto de la brecha cada vez más profunda entre autocracias y democracias.
Vladímir Putin ofreció su discurso sobre el estado de la nación después de dos años. A su retórica negacionista del derecho a existir de Ucrania, de las raíces occidentales de la propia Rusia, a sus esfuerzos por convencer de que la culpa de toda esta destrucción la tiene Occidente, ha sumado el anuncio de la suspensión unilateral del acuerdo Nuevo Start, el último intento por controlar las armas estratégicas.
Joe Biden hablaba desde la capital polaca después del impacto de su visita por sorpresa a Kiev. Un osado gesto para escenificar todo el apoyo de Estados Unidos, y de paso de los aliados, al presidente Zelensky y al pueblo ucraniano. En sus palabras en Varsovia, en un entorno cargado de simbolismo, reiteró su respaldo inquebrantable frente a la agresión rusa.
Una guerra, esta, de palabras, cuyo inevitable telón de fondo es el cercano aniversario del inicio de la invasión. Un año que, a la fuerza, ha dejado un reguero de lecciones.
En este tiempo hemos aprendido que nunca debe menospreciarse el valor y la determinación de un pueblo a la hora de defender su libertad. Los ucranianos y las ucranianas están enseñando al mundo -al menos a quien quiera escuchar- su enorme capacidad de resiliencia frente al agresor. El coste en vidas humanas, sufrimiento, destrucción del país es inmenso, pero hoy siguen convencidos de que la victoria será suya, ayuda aliada mediante.
Hemos recordado que la crueldad humana no tiene límites. Ahí están las matanzas indiscriminadas, los crímenes de guerra ya documentados, las violaciones como arma de guerra, los niños robados –hasta 6.000- para convertirlos en rusos a la fuerza. Por supuesto que la violencia y los conflictos no han dejado de existir, pero habíamos querido creer que Europa ya había tenido su cuota a lo largo de la historia y que teníamos las herramientas para resolver las disputas de otro modo. Claramente, Putin no pensaba así.
Hemos aprendido también que juntos somos más fuertes. Como si no fuera una obviedad, ha tenido que estallar una guerra en suelo europeo y llegar una crisis energética para constatarlo. Un renovado sentido de la unidad, entre los miembros de la Unión, entre los de la Alianza Atlántica, entre Estados Unidos y sus socios europeos después de años de desencuentros, que inyecta a su vez una nueva dimensión al futuro de la seguridad en Europa.
Hemos aprendido que podemos ser mucho más militaristas de lo ...
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