Una bandera ucraniana en la pared dañada del edificio ondea mientras continúa la movilización militar dentro de la guerra ruso-ucraniana en Siversk, Óblast de Donetsk, Ucrania. (Yevhen Titov/Anadolu Agency via Getty Images)

Como si la guerra de verdad no fuera suficiente, acabamos de asistir a un duelo dialéctico entre los líderes de Rusia y de Estados Unidos. Sus intervenciones respectivas, en Moscú y en Varsovia, se funden con los ecos todavía muy recientes de la Conferencia de Seguridad de Múnich, cuyo informe anual está dedicado al impacto de la brecha cada vez más profunda entre autocracias y democracias. 

Vladímir Putin ofreció su discurso sobre el estado de la nación después de dos años. A su retórica negacionista del derecho a existir de Ucrania, de las raíces occidentales de la propia Rusia, a sus esfuerzos por convencer de que la culpa de toda esta destrucción la tiene Occidente, ha sumado el anuncio de la suspensión unilateral del acuerdo Nuevo Start, el último intento por controlar las armas estratégicas. 

Joe Biden hablaba desde la capital polaca después del impacto de su visita por sorpresa a Kiev. Un osado gesto para escenificar todo el apoyo de Estados Unidos, y de paso de los aliados, al presidente Zelensky y al pueblo ucraniano. En sus palabras en Varsovia, en un entorno cargado de simbolismo, reiteró su respaldo inquebrantable frente a la agresión rusa.

Una guerra, esta, de palabras, cuyo inevitable telón de fondo es el cercano aniversario del inicio de la invasión. Un año que, a la fuerza, ha dejado un reguero de lecciones.

En este tiempo hemos aprendido que nunca debe menospreciarse el valor y la determinación de un pueblo a la hora de defender su libertad. Los ucranianos y las ucranianas están enseñando al mundo -al menos a quien quiera escuchar- su enorme capacidad de resiliencia frente al agresor. El coste en vidas humanas, sufrimiento, destrucción del país es inmenso, pero hoy siguen convencidos de que la victoria será suya, ayuda aliada mediante.

Hemos recordado que la crueldad humana no tiene límites. Ahí están las matanzas indiscriminadas, los crímenes de guerra ya documentados, las violaciones como arma de guerra, los niños robados –hasta 6.000- para convertirlos en rusos a la fuerza. Por supuesto que la violencia y los conflictos no han dejado de existir, pero habíamos querido creer que Europa ya había tenido su cuota a lo largo de la historia y que teníamos las herramientas para resolver las disputas de otro modo. Claramente, Putin no pensaba así. 

Hemos aprendido también que juntos somos más fuertes. Como si no fuera una obviedad, ha tenido que estallar una guerra en suelo europeo y llegar una crisis energética para constatarlo. Un renovado sentido de la unidad, entre los miembros de la Unión, entre los de la Alianza Atlántica, entre Estados Unidos y sus socios europeos después de años de desencuentros, que inyecta a su vez una nueva dimensión al futuro de la seguridad en Europa. 

Hemos aprendido que podemos ser mucho más militaristas de lo que nunca habíamos pensado. Encuesta tras encuesta las sociedades europeas siguen mostrando un respaldo mayoritario a las medidas tomadas para apoyar a Ucrania frente a la invasión rusa, tanto las sanciones económicas a Rusia como el envío de armas al Ejército ucraniano. También están -estamos- de acuerdo con incrementar la inversión en defensa. Una tradicional reclamación de Washington, que viene demandando un mayor compromiso de los socios europeos, que finalmente, parece, se va a ver materializada. Posiblemente, uno de los ejemplos más paradigmáticos es el de la ministra de Exteriores de Alemania, Annalena Baerbock, cuyo partido, Los Verdes, ha representado históricamente la oposición a todo lo que tuviera que ver con las armas y que ahora lidera la posición del gobierno alemán –en ocasiones frente al propio canciller- para comprometerse más con Ucrania.

Hemos aprendido, por último, en esta incompleta relación que no todos nos quieren. La guerra ha servido para mostrar claramente que los países occidentales, que han marcado el rumbo -con Estados Unidos a la cabeza- del orden global en las últimas décadas defienden valores que ya no son considerados universales. Fruto, por un lado, de la tarea de años desde Rusia para conquistar, a base de dinero, energía y mercenarios, las voluntades de terceros países; también para construir sobre agravios pasados una nueva narrativa sobre el orden internacional; fruto, por otro, de la arrogancia del que está convencido de que su sistema político, su sistema económico, su idea de civilización es superior. El llamado Sur Global se ha cansado de los dobles estándares y buscan aplicar, de algún modo, una revancha postcolonialista que Occidente no está sabiendo ni interpretar ni contrarrestar. 

Ha pasado un año desde que Rusia lanzara su invasión contraria al derecho internacional y a la Carta de Naciones Unidas que se comprometió a cumplir; de que violara injustificadamente la soberanía de Ucrania. Por delante quedan desafíos tan abrumadores como poder llevar ante la justicia a los culpables de tanto crimen; como abordar la reconstrucción de un país que está quedando arrasado por las bombas; como encarrilar adecuadamente el proceso de adhesión a la Unión Europea; como conocer -teóricamente en breve- qué idea de orden global tiene China en mente; como redefinir, por fin, la futura relación con Rusia. 

En este año pasado, como en todas las circunstancias excepcionales, como cada día, hemos buscado ofrecer a los lectores y lectoras de esglobal herramientas para entender mejor las dinámicas que mueven el mundo. Pueden encontrar lo que hemos venido publicando sobre la guerra en Ucrania aquí. Les invitamos a seguir acompañándonos en estos complicados meses que tenemos por delante.