Por qué la respuesta son los barrios de las afueras Y no las ciudades.

 

El mundo está convirtiéndose a toda velocidad en un mundo urbano; y según muchos, cuanto más deprisa suceda y más crezcan las ciudades, mejor estaremos. El modelo de los barrios residenciales, en los que cada familia tenía su propio espacio con su vivienda unifamiliar, está cada vez más desfasado; nos dirigimos hacia una mayor dependencia del transporte público, más densidad de población y mucho menos espacio personal. Las grandes ciudades globalizadas, nos dicen ahora, incluso las gigantescas como Bombay y México DF, representan nuestro futuro cosmopolita; serán los centros neurálgicos del comercio internacional y la innovación tecnológica como lo fueron las grandes metrópolis del pasado, salvo que con Internet y los smart phones.

Según Saskia Sassen, de la Universidad de Columbia, las megaciudades ocuparán inevitablemente lo que Lenin llamó las “alturas dominantes” de la economía mundial, aunque, en vez de fabricar cosas, se especializarán en servicios sofisticados –publicidad, derecho, contabilidad, etcétera– para clientes de todo el mundo. Otros estudiosos, como Edward Glaeser, creen que las universidades ayudarán a impulsarla nueva ciudad especializada, en la que los salarios altos y los servicios sociales atraerán a suficientes cerebros como para que incluso las mecas urbanas más caras sean competitivas.

La teoría no se refiere sólo a las ciudades occidentales tradicionales. Un informe reciente del Banco Mundial sobre las megaciudades mundiales insiste en que, para estimular el crecimiento económico, cuanta más densidad, mejor: “Intentar extender la actividad económica”, dice el documento, “es asfixiarla”. Da la impresión de que el historiador Peter Hall habla en nombre de toda una generación de urbanistas cuando afirma que estamos al borde de una “nueva edad de oro” de las grandes ciudades.

Lo único malo es que estas predicciones pueden no ser acertadas. Es verdad que el porcentaje de gente que vive en las ciudades está aumentando. En 1975, Tokio era la mayor ciudad del mundo, con más de 26 millones de habitantes, y no había más que otras dos ciudades con más de diez millones en el mundo. La ONU prevé que, para 2025, es posible que haya 27 ciudades de esa dimensión. La proporción de la población mundial que vive en ciudades, que pasó del 14% en 1900 a aproximadamente el 50% en 2008, puede llegar al 70% en 2050. Pero lo que no nos cuentan estos nuevos utópicos urbanos es que no está tan claro, ni mucho menos, que la centralización y la concentración extremas que defienden sean inevitables, y es muy dudoso que sean deseables.

No todas las ciudades globalizadas son iguales. Podemos creer que las metrópolis del futuro en los países en vías de desarrollo se parecerán mucho a las de los países desarrollados de hoy, aunque mucho más grandes; pero no parece que vaya a ser así. Las megaciudades del Tercer Mundo actual se enfrentan a problemas como alimentar a sus habitantes, conseguir que vayan y vuelvan del trabajo, mantener un nivel sanitario mínimo. En algunas, como Bombay, la expectativa de vida es hoy al menos siete años inferior a la del país en general. Y muchas de las mayores ciudades avanzadas del mundo se encuentran insertas en economías que sufren una decadencia relativa: Londres, Los Ángeles, Nueva York, Tokio. Todas padecen las desigualdades de rentas y la emigración de las familias de clase media. Incluso en las mejores circunstancias, la nueva era de la megaciudad será una época de congestión humana sin precedentes y grandes desigualdades.

Quizá debemos pensar en otra estrategia. Por anticuado que parezca, ¿y si pensáramos menos en las ventajas de la densidad urbana y más en las numerosas posibilidades deque proliferen centros urbanos de dimensión más humana?; ¿y si resulta que es más fácil conseguir un crecimiento saludable mediante la dispersión que mediante la concentración? En vez de ciudades superpobladas y rodeadas de barrios de chabolas infernales, imaginemos un mundo lleno de ciudades más pequeñas y vibrantes, barrios residenciales y pueblos; ¿qué creen que producirá una mayor calidad de vida, un ambiente más limpio y una forma de vida que permita el pensamiento creativo? ¿Y cómo llegar hasta ahí? Lo primero, necesitamos desmantelar algunas leyendas urbanas.

El error más nocivo de todos es tal vez la idea deque la concentración en sí misma crea riqueza. Muchos autores, empezando por el popular teórico Richard Florida, afirman que las áreas urbanas centralizadas proporcionan más oportunidades culturales y mejor acceso a la tecnología, y que atraen a personas más innovadoras y modernas (la “clase creativa”, la llama Florida) que, a largo plazo, producen más vida económica. Cuanto más moderna la ciudad, dicen, más rica será y más éxito tendrá, y así, como núcleos de clase creativa, es como han tratado de presentarse varios centros industriales de Estados Unidos en declive.

Pero este argumento está equivocado. Las artes y la cultura, en general, no alimentan el crecimiento económico; más bien, el crecimiento económico suele crear las condiciones para el desarrollo cultural. En la Antigüedad, Atenas y Roma no empezaron siendo unos recónditos barrios de artistas. Eran metrópolis construidas gracias a la riqueza de unos imperios– en gran parte, obtenida por la fuerza de sus colonias– que permitió la aparición de una nueva clase de patronos y consumidores de las artes. Enel Renacimiento, Florencia y Ámsterdam se establecieron como centros comerciales antes de permitir el desarrollo de grandes artistas de sus propias clases medias y las regiones circundantes.

Hasta la moderna Los Ángeles debe su ascenso inicial a la agricultura y el petróleo tanto como a Hollywood. Hoy, su puerto y las industrias relacionadas dan trabajo a mucha más gente que el sector del espectáculo. (En cualquier caso, los hombres que construyeron Hollywood no eran estetas cultivados, sino vendedores de pieles, carniceros y comerciantes, procedentes en su mayoría de familias pobres en los shtetls zaristas y las callejuelas de los guetos étnicos de Estados Unidos). Nueva York estuvo mucho tiempo considerada como una ciudad zafia y obsesionada con el dinero, muy parecida a la imagen que tiene la crítica urbana contemporánea de Dallas, Houston o Phoenix.

Por desgracia, las ciudades desesperadas por invertir su tendencia decadente se han apresurado a aceptar la idea simplista de que, con adoptar una nueva imagen, pueden revivir sus economías moribundas: pensemos en el Rock and Roll Hall of Fame de Cleveland, el intento de Michigan de vender Detroitcomo una “ciudad moderna” y otros esfuerzos similares en las ciudades industriales degradadas del norte británico. Decir que uno vive en la “capital europea de la cultura”, título del que disfrutó Liverpool en 2008, sirve de poco cuando su ciudad no tiene trabajo que ofrecer y la gente se va en manadas.

Ni siquiera las mecas culturales legítimas están a salvo de las turbulencias económicas. Berlín –adorada por escritores, artistas, turistas y expatriados románticos– posee unas instituciones culturales que serían la envidia de cualquier candidata a capital europea de la cultura, además de un mundillo artístico y musical floreciente. Sin embargo, a pesar de su espíritu bohemio, Berlín está profundamente endeudada y padece un desempleo muy superior a la media nacional alemana, con un índice del 14%.Nada menos que la cuarta parte de sus trabajadores, muchos de los cuales viven en guetos terribles para inmigrantes, ganan menos de 900 euros al mes; compárese con Frankfurt, una ciudad más pequeña, más conocida por sus rascacielos y aeropuertos que por su producción cultural, pero que presume de tener uno de los índices de paro más bajos de Alemania y, según algunos cálculos, la renta per cápita más elevada de todas las ciudades europeas. No es de extrañar que el alcalde de Berlín, Klaus Wowereit, dijera en una ocasión que su ciudad era “pobre, pero sexy”.

La cultura, los medios de comunicación y otros sectores creativos son importantes para la prosperidad continua de una ciudad, pero no pueden alimentar por sí solos la economía. Son las industrias aburridas y anticuadas, como el comercio de bienes, la producción industrial, la energía y la agricultura, las que más impulsan el crecimiento de las ciudades. En los60 y los 70, las capitales industriales como Seúl y Tokio se desarrollaron a mucha más velocidad que El Cairo y Yakarta, que nunca crearon bases industriales avanzadas. Los grandes centros urbanos costeros de China, sobre todo Guangzhou, Shanghai y Shenzhen, están repitiendo ese modelo con grandes empresas en los sectores del acero, el textil, la ropa y la electrónica, y el vasto interior del país está preparado para volver a reproducirlo. Lo que ha impulsado el crecimiento de varias de las áreas urbanas con más expansión del planeta –incluidas Abu Dhabi, Houston, Moscú y Perth– son los combustibles fósiles y no las galerías de arte.

Después de que los centros urbanos alcanzan el éxito económico es cuando tienden a orientarse hacia los servicios de alta categoría que buscan los miembros de la clase creativa. Cuando Abu Dhabi decidió importar las sucursales de los museos del Guggenheim y del Louvre, ya era, según la revista Fortune, la ciudad más rica del mundo. Pekín, Houston, Shanghai y Singapur están abriendo o ampliando sus escuelas de arte, museos y galerías. Pero el dinero para hacerlo lo han obtenido por los métodos de siempre.

Tampoco el cacareado centro urbano es lo único que sirve. Los innovadores, sean del tipo que sean, intentan evitar los altos precios de la vivienda, el abigarramiento y el ambiente muchas veces duro y contrario a los negocios que caracterizan los centros de las ciudades. Los recientes avances de Gran Bretaña en tecnología y diseño industrial no han estado centrados en Londres, sino en las zonas más alejadas del valle del Támesis y en la región alrededor de Cambridge. Lo mismo ocurre en Europa continental, desde la Grand-Couronne de las afueras de París hasta las ciudades límite que han surgido alrededor de Ámsterdam y Rotterdam. En India, la mayoría de las nuevas empresas tecnológicas se agrupan en concentraciones de estilo universitario a las afueras de Bangalore, Hyderabad y Nueva Delhi. Y no olvidemos que Silicon Valley, el abuelo de los centros de alta tecnología y todavía sede de la mayor concentración de trabajadores del sector en todo el mundo, sigue siendo en definitiva una zona a las afueras de una ciudad. No parece que a Apple, Google e Intel les importe. Los pocos que prefieren vivir en San Francisco siempre pueden utilizar el autobús que proporciona la empresa.

En realidad, los barrios de las afueras no son tan terribles como suelen decirlos defensores de los centros urbanos. Pensemos en el medio ambiente. Solemos asociar los barrios residenciales con una expansión que produce dióxido de carbono, y las áreas urbanas con sostenibilidad y conciencia verde. Pero, aunque es verdad que los residentes en la ciudad emplean menos gasolina para ir a trabajar que quienes viven en las afueras o en zonas rurales, medir el uso total de la energía es más complicado. Algunos estudios en Australia y España han llegado a la conclusión de que, si se tienen en cuenta factores como las zonas comunes de los edificios de apartamentos, las segundas viviendas, el consumo y los viajes en avión, los residentes urbanos pueden utilizar mucha más energía que sus homólogos de zonas menos pobladas. Además, otros estudios llevados a cabo en todo el mundo muestran que las concentraciones de hormigón, asfalto, acero y cristal producen las llamadas “islas de calor”, que generan entre seis y 10 grados Celsius más que las zonas de alrededor y se extienden hasta el doble de los límites administrativos de la ciudad.

A la hora de fijarnos en las desigualdades, las ciudades pueden ser incluso el centro del problema. En Occidente, las más grandes suelen sufrir la mayor polarización de rentas. En 1980, Manhattan ocupaba el puesto número 17 entre los condados de Estados Unidos por disparidad de rentas; en 2007era el primero, y la quinta parte de las personas con más ingresos ganaba 52 veces más que la quinta parte con menos. En Toronto, según un estudio reciente, los barrios de rentas medias se redujeron a la mitad entre 1970 y 2001, y pasaron de representar dos tercios de la ciudad a un tercio, mientras que los barrios pobres aumentaron más del doble, hasta constituir el 40%. Para 2020, es posible que las zonas de clase media se reduzcan al 10%.

Las ciudades son el test diario donde comprobar si podemos construir un futuro mejor o una pesadilla distópica

Las ciudades, muchas veces, son poco positivas para la clase trabajadora, que acaba aplastada por una combinación letal de costes de la vivienda crónicamente altos y oportunidades escasas en unas economías dominadas por las finanzas y otros sectores escogidos. Según un estudio de la Autoridad del Área Metropolitana de Londres, si se tiene en cuenta el coste de la vida, más de la mitad de los niños del centro de la ciudad viven en la pobreza, la peor de Gran Bretaña. En 2002, más de un millón de londinenses vivían de los subsidios públicos en una ciudad de casi ocho millones de habitantes.

Las disparidades son aún más acusadas en Asia. Shenzhen y Hong-Kong, por ejemplo, poseen el reparto de rentas más desigual de la región. Un número relativamente pequeño de profesionales cualificados e inversores viven muy bien, pero millones de personas emigran a las barriadas urbanas de ciudades como Bombay, no porque de pronto se hayan convertido en trabajadores del conocimiento, sino por la economía cambiante de la agricultura. En su favor hay que reconocer que algunos nuevos urbanistas de talento han tenido cierto éxito a la hora de convertir ciudades más pequeñas como Chattanooga y Hamburgo en lugares un poco más agradables para vivir. Pero los aficionados a las teorías grandiosas, obsesionados con las élites sin base fija y los genios tecnológicos que trabajan a distancia, no tienen respuestas prácticas para los problemas reales que sufren lugares como Bombay, El Cairo, Yakarta, Manila, Nairobi o cualquier otra megaciudad del siglo XXI: aumento de la criminalidad, pobreza abrumadora, contaminación asfixiante. Ha llegado el momento de emplear una estrategia diferente, que abandone la hipótesis tradicional de que el tamaño y el crecimiento van de la mano.

Durante la larga historia del desarrollo urbano, el tamaño de una ciudad siempre se ha correspondido con su riqueza, su nivel de vida y su poder político. Las ciudades más importantes y más poderosas eran casi siempre las más pobladas: Babilonia, Roma, Alejandría, Bagdad, Delhi, Londres, Nueva York. Sin embargo, mayor ya no tiene por qué ser sinónimo de mejor. La ciudad más adelantada del futuro puede acabar siendo la más pequeña. Las ciudades actuales crecen a una velocidad sin precedentes, pero la riqueza, el poder y el bienestar general suelen quedarse atrás. Con la excepción de Los Ángeles, Nueva York y Tokio, casi todas las ciudades de 10 millones o más de habitantes son relativamente pobres, con un nivel de vida bajo y escasa influencia estratégica. Por el contrario, las ciudades que sí tienen influencia, infraestructuras modernas y una renta per cápita relativamente alta son ciudades ricas y pequeñas, como Abu Dhabi, o recién llegadas y ambiciosas, como Singapur. Sus economías, ágiles y eficaces, pueden superar a las de las megaciudades y, al tiempo, mantener una buena calidad de vida. Por ejemplo, con casi cinco millones de residentes, Singapur no es precisamente una de las más pobladas. Pero su PIB es muy superior al de ciudades más grandes, como El Cairo, Lagos y Manila. Singapur tiene una renta per cápita de casi 50.000 dólares, una de las más elevadas del mundo, más o menos la misma que la de Estados Unidos y la de Noruega. Posee uno de los tres puertos más grandes del planeta, un sistema de transporte subterráneo rápido y seguro y una silueta impresionante, y es seguramente la gran ciudad más limpia y eficiente de toda Asia. Otras ciudades medianas, como Austin, Monterrey y Tel Aviv, son casos de éxito similares.

La verdad es que el ascenso de la megaciudad no es inevitable, y talvez ni siquiera llegue a producirse. Incluso el conocido informe de 2009del Banco Mundial sobre las megaciudades, un documento a favor de las áreas urbanas, reconoce que, cuando las sociedades se enriquecen, empiezan a descentralizarse, y las clases medias se trasladan a la periferia. La densidad de población en las ciudades ha disminuido desde el siglo XIX, a medida que la gente ha buscado viviendas más baratas y atractivas fuera de los límites urbanos. De hecho, a pesar de los lemas sobre la “vuelta a la ciudad” del último decenio, más del 80% del nuevo crecimiento metropolitano desde el año 2000 en Estados Unidos se ha producido en los barrios residenciales de las afueras.

Y eso no tiene nada de malo. Al final, la dispersión –tanto del centro de la ciudad a las afueras como de la megaciudad a las ciudades más pequeñas– ofrece algunas soluciones interesantes a los problemas urbanos actuales. La idea arraigó durante la primera edad de oro del crecimiento industrial –el siglo XIX inglés–, cuando se crearon las ciudades jardín en las afueras de Londres. El gran visionario de principios del XX Ebenezer Howard dijo que aquella era una forma de crear una “nueva civilización” superior a las ciudades abigarradas, sucias y congestionadas de su época. Era un ideal que trajo a muy diversos pensadores, entre ellos Friedrich Engels y H. G. Wells.

En tiempos más recientes, una red de ciudades pequeñas en Países Bajos ha ayudado a crear una economía nacional con una distribución inteligente. Ámsterdam, por ejemplo, tiene unas zonas de baja densidad entre el centro y los parques empresariales. De esa forma, sigue siendo habitable y, al mismo tiempo, competitiva. Pero el modelo basado en la dispersión ofrece todavía más esperanzas a los países en vías de desarrollo, en los que es aún más urgente encontrar una alternativa a las megaciudades. Ashok R. Datar, presidente de la Mumbai Environmental Social Network y asesor del grupo corporativo Ambani desde hace mucho tiempo, sugiere que retrasar la migración hacia las barriadas pobres es la estrategia más práctica para aliviar la pobreza implacable de Bombay. Su plan es impulsarlas industrias locales, cortando el flujo de personasen busca de trabajo a los grandes centros urbanos, con lo que se mantiene un mayor equilibrio entre las áreas rurales y las ciudades y se evita la grave superpoblación que sufre Bombay en la actualidad.

Entre el siglo XIX –cuando Charles Dickens describía Londres como un “espectro lleno de hollín” que perseguía y deformaba a sus habitantes– y el presente, se ha perdido algo en nuestros debates sobre las ciudades: el elemento humano. El objetivo de los urbanistas no debería ser hacer realidad sus visiones grandiosas de unas megaciudades sobre una colina, sino satisfacerlas necesidades de la gente que vive en ellas, sobretodo de quienes padecen el abigarramiento, la miseria ambiental y las desigualdades sociales. Cuando queramos exportar nuestras ideas al resto del mundo, debemos ser conscientes de nuestra propia susceptibilidad a teorías que se ponen de moda en el diseño urbano, porque es posible que Occidente pueda sobrevivir a sus errores, pero los países en vías de desarrollo no pueden permitirse ese lujo.