El conflicto libio se ha convertido en una amalgama de señores de la guerra, empresas de seguridad privadas y Estados que respaldan a un bando u otro. En este escenario, Turquía y Rusia buscan repartirse las áreas de influencia con un  EE UU menos presente en la región y una UE que carece de política común.

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Manifestación de apoyo al mariscal Hafter en Benghazi, Libia. ABDULLAH DOMA/AFP via Getty Images

El 11 de julio de 2015, el entonces enviado de la ONU para Libia, Bernardino León, salió del centro de reuniones de la ciudad marroquí de Skhirat con una sonrisa tatuada en su rostro exhausto. Tras meses de duras y arteras negociaciones, había arrancado a un grupo heterogéneo de políticos y señores de la guerra libios un acuerdo que no satisfacía a los gobiernos en Trípoli y Tobrouk ya entonces enfrentados —que lo rechazaron de pleno—, pero que cumplía con los requisitos de la comunidad internacional, preocupada por el imparable avance del autoproclamado Estado Islámico —que tres meses antes había conquistado Sirte y sembrado el terror en los países vecinos y la propia Europa— y por la situación en el Mediterráneo central, plagado de migrantes que morían en ataúdes flotantes en un intento desesperado de huir de la guerra y alcanzar las costas europeas.

El pacto, ratificado en diciembre en la ciudad marroquí de Skhirat, establecía la creación de un Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA) transitorio sostenido por la ONU en Trípoli y obviaba la autoridad del Parlamento tutelado por el mariscal Jalifa Hafter en la ciudad oriental de Tobrouk, legítimamente elegido en los controvertidos comicios de 2014. Igualmente ignoraba las reclamaciones de la coalición islamista que había gestionado el país hasta entonces, y que se negaba a abandonar el poder en la capital, pese a haber perdido las elecciones. Formado en Túnez, el nuevo Ejecutivo tuvo que entrar en Libia a hurtadillas, escoltado a bordo de un barco internacional en marzo de 2016, y sus dos primeras decisiones evidenciaron los motivos de la felicidad de León, recompensado  después con un puesto directivo altamente remunerado en Emiratos Árabes Unidos. En colaboración con la ciudad portuaria de Misrata creó la colación militar Buyan al Marsus, que permitió y justificó la intervención bélica de Estados Unidos en la guerra contra los yihadistas, astutamente provocada por el gobierno en el este. Tras dos meses de infructuosos y sangriento combates, con los fanáticos del califato avanzando con fuerza a solo un centenar de kilómetros del principal puerto comercial de Libia, las milicias locales recuperaron la iniciativa y con ayuda de drones estadounidenses lograron recuperar Sirte seis meses después.

Cinco años más tarde, ese gobierno en Trípoli fruto del cabildeo pancista de la comunidad internacional apenas si domina la capital y adolece de escasos apoyos en el resto del país. Ni siquiera cuenta ya con el respaldo absoluto de las distintas milicias islamistas que se reparten la urbe y que lo han apuntalado y defendido de su principal enemigo, el controvertido Hafter, verdadero hombre fuerte de Libia. Asido a los pernos de la Compañía Nacional de Petróleo (NOC, en sus siglas en inglés) —único recurso estructural que mantiene—, trata de sobrevivir a un asedio militar que en apenas 10 meses ha segado la vida de más de 1.500 personas —en torno a 350 de ellas civiles—, causado heridas a alrededor de 20.000 y obligado a más de 200.000 ciudadanos a abandonar sus hogares en la capital y a convertirse en desplazados internos. El supuesto colofón a una guerra fratricida que en un lustro se ha cobrado la vida de más de 8.000 libios, ha destruido el estado y devenido en un conflicto internacional de múltiples aristas, el primero totalmente privatizado de la historia contemporánea. “Probablemente estemos ante la última fase de la guerra”, explica un miembro de la misión de la ONU para Libia (UNSMIL), que prefiere no ser identificado por razones de seguridad. “Hafter aspira a arrancarle a Trípoli el control de la NOC y si eso ocurre, la capacidad de negociación del GNA será mínima. Solo le quedaría el apoyo de Misrata y Turquía. Por eso no quiere aceptar el alto el fuego, sabe que con el control absoluto del petróleo tendrá todo el país”, señala el responsable, entrevistado en el marco del proyecto dvreporter. “Pese a las victorias de este mes de abril, gracias al empuje de Turquía y sus mercenarios, creo que es cuestión de meses. La crisis del coronavirus, con la comunidad internacional pendiente de la pandemia, va a facilitar las cosas”, insiste.

 

Una guerra privatizada

Miembro de la cúpula golpista que en 1969 derrocó la monarquía Al Senussi y aupó al poder a Muamar al Gadafi, la vida del mariscal Hafter es una sucesión de intrigas, cabildeos y traiciones. Abandonado por el dictador tras una humillante derrota militar en la guerra de Chad (1989) —cuando su estrella emergía como una amenaza para el poder—, fue reclutado por la CIA, que lo trasladó a Estados Unidos, le concedió la nacionalidad y le ayudó a erigirse en el principal opositor en el exilio. Regresó a su ciudad en marzo de 2011, apenas un mes y medio después de que estallara la revolución, pero necesitó al menos tres años para quebrar la reticencia de los dispares grupos rebeldes y colocarlos bajo su tutela militar. En 2014 fue designado comandante jefe del antiguo Ejército Regular Libio (LNA) por el gobierno establecido en el este y meses después emprendió la Operación Dignidad, una ofensiva que le permitió conquistar la ciudad de Bengasi, expulsar a las fuerzas yihadistas de su bastión en Derna y apropiarse del golfo de Sirte, corazón de la industria petrolera libia. En el verano de 2017, tras más de dos años ninguneado por la comunidad internacional, el presidente francés, Enmanuel Macron, le elevó al rango  de actor principal político al recibirle oficialmente en el palacio del Eliseo y promover un encuentro con el jefe del gobierno sostenido por la ONU en Trípoli, Fayez al Serraj. Desde entonces, Hafter ha asentado su poder en el este, establecido alianzas en el sur y levantado un cerco militar a Trípoli y Misrata, ciudad-estado esta última que le considera un criminal de guerra. “Los europeos y los árabes insisten en que no existe una solución militar en Libia”, asegura un diplomático europeo asentado en Túnez. “Igualmente podemos decir que no hay solución sin Hafter, y cuanto antes se acepte esto antes se podrá llegar a una solución”, subraya.

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Un hombre disparando en Benghazi, Libia. ABDULLAH DOMA/AFP via Getty Images

Carente de un Ejército regular al uso, Hafter ha maniobrado y usado con inteligencia tanto el apoyo económico, político y militar de sus aliados árabes —Egipto, Arabia Saudí, Jordania y Emiratos Árabes Unidos, que le han provisto de la superioridad aérea necesaria— como las ventajas que ofrecen las diversas compañías privadas de Seguridad (PSMC) para forjar su alternativa y asegurarse una posición negociadora dominante. En especial las rusas, pese a que éstas solo conciten un 5% de un negocio global en alza. Primera fue RBS Group, propiedad de Oleg Krinitsyn y vinculada a la compañía naviera neozelandesa Navsec Group Ltd, especializada en minado y con experiencia en Siria, que en 2017 le ayudó a proteger las instalaciones petroleras conquistadas. Wagner Group fue la segunda. Dirigida por Dimitry “Wagner” Utkin, un teniente general retirado que dirigió dos de las principales brigadas de elite del Ejército ruso, su especialidad es el combate en vanguardia. Formados —en su mayoría— en las unidades Alpha y Vimpel, adscritas a la Dirección Principal de Inteligencia (GRU) y el FSB, y entrenadas en una base en Molkina (Krasnodar), atesoran años de experiencia, primero en el sitio de Donbáss y después en la guerra de Siria, donde desempeñaron un papel primordial en la batalla de Palmira, librada en marzo de 2016. Necesitado de fuerzas de elite en primera línea, más de un millar de ellos desembarcaron en Bengasi vía Latakia a finales de 2018 para preparar el asalto a la capital. “Las fuerzas mercenarias rusas ofrecen un valioso refuerzo para las fuerzas de Hafter debido a su experiencia en combate y habilidades especiales. Aunque el gobierno de Trípoli había documentado entre 600 y 800 combatientes rusos en Libia, se creía que este número era mucho menor hasta principios de enero. Sin embargo, ha comenzó a crecer bruscamente a raíz de la llegada de las empresas mercenarias privadas Moran y Schieft, en respuesta a la entrada de milicias sirias”, enviadas por Turquía para reforzar al GNA y sostener a su principal aliado, la ciudad de Misrata, explica Grcegorz Kuczynski, director del programa de Eurasia en el prestigioso Warsaw Institute. “La guerra civil de Libia se está transformando en una guerra de poder entre Rusia, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí y Egipto, por un lado, y Turquía, Qatar e Italia, por el otro. Las dos partes en conflicto seguirán enviando más contratistas y milicianos para ofrecer apoyo tanto al gobierno de Trípoli como a Hafter”, insiste.

 

El peso árabe

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Un soldado vigila unas instalaciones petroleras en Libia, ABDULLAH DOMA/AFP via Getty Images.

Pero el mariscal no solo ha recurrido a las compañías rusas, también a PSMC árabes y africanas, y a milicias locales que no solo vigorizan sus recursos, también abaratan los costes que supone para los países aliados el despliegue de sus Ejércitos y evitan la rendición de cuentas. Privatizar la guerra, como ha ocurrido en Libia, es tanto un negocio redondo como un escudo político. Es sencillo negar los vínculos y evita el impacto negativo en la opinión pública del retorno de los ataúdes. Necesitado de unidades que conocieran la dureza del desierto en su ofensiva en el sur, Hafter sumó a sus huestes en 2018 fuerzas chadianas y sudanesas. En particular mercenarios del Movimiento Justicia e Igualdad, de Abdelkarim Cholloy Konti, del Movimiento de Liberación de Sudán (Minni Minawi), de Haber Ishak y del Movimiento de Liberación de Sudán Abdel Wahib, de Yusif Ahmad Yusif “Karjakola”, todos ellos imprescindibles para garantizar el control de la frontera y del yacimiento de Al Sahrara, que explotan multinacionales como TOTAL o Repsol. Al cerco de Trípoli y Misrata se incorporaron en julio de 2019 cerca de 4.000 mercenarios de Rapid Support Forces, vinculadas al nuevo gobierno militar en Jartum. Dirigidas por Mohamad Hamdam Dagalo Hemadti, miembro destacado del Consejo Transacional de Sudán que derrocó a Omar Hasán al Bachir, es una fuerza de unos 30.000 hombres procedente de las milicias árabes Janjaweed, acusadas de crímenes de guerra en la región de Darfur y supuestamente vinculadas a Dickens & Manson, una empresa pantalla en Canadá. Armadas y financiadas desde Abu Dabi y Riad, han compartido frente de batalla con fuerzas de ambos países en la guerra en Yemen. Como el resto, Rapid Support Forces aparecen también vinculadas al tráfico de personas, de armas y combustible en la región. En la misma línea que grupos paramilitares chadianos como el Frente para la Alternancia y el Control de Chad, liderada por Mahdi Alí Mahamat, que tiene unos 700 hombres en el oasis de Jufrah y a la que el mariscal conoce de sus años de guerra en la región minera del Aouzou, y la Unión de Fuerzas para la Democracia y el Desarrollo, de Mahamat Nari.

Igualmente ha recurrido a milicias privadas locales madkhalies para combatir a los grupos yihadistas. Fundado en los 90 por Rabi’ bin Hadi ‘Umayr al Madkhali, un clérigo próximo a la familia Real saudí, el movimiento Madkhali es una interpretación hereje del islam que defiende el salafismo extremo no violento, y combate al yihadismo. Presente en Libia desde tiempos de Al Gadafi, se concentra en cinco grandes milicias en la región este —Batallón Tawhid, la brigada Tariq Ibn Ziyad, Subul al Salam, la Brigada al Wadi y Al Kaniyat— y ya fueron claves en el combate con las Brigadas de Defensa de Bengasi, la milicia radical liderada por el antiguo muftí de Trípoli, jeque Sadeq al Ghariani, vinculado a Qatar. En Trípoli está infiltrado en la Fuerza Especial de Disuasión (RADA), que dirige el poderoso señor de la guerra Abdel Rauf Kara, dueño del ministerio de Interior del GNA y único que no se ha sumado a la defensa de la capital. Expertos coinciden en apuntar al makhalismo y a su transversalidad en Libia como la clave para hallar una salida al conflicto.

Al principio de su ofensiva, Hafter también confió en empresas vinculadas a países como Francia, el Reino Unido o Estados Unidos, caso de Reflex Responses Company (R2), creada en 2010 en Abu Dabi por Eric Prince, fundador de “Blackwater”, y cuya huella está presente en la mayoría de la primaveras árabes. En mayo de 2011, R2 y la familia Real Al Nahayan firmaron un acuerdo por valor de 529 millones de euros para crear una fuerza de elite llamada "Security Support Group", con un millar de hombres formados en inteligencia y contraterrorismo que han participado en distintas guerras en la región —Yemen, Siria— y también Libia.

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Manifestación de apoyo a Hafter con una imagen de Recep Erdogan con peluca, que respalda el Gobierno de Acuerdo Nacional. ABDULLAH DOMA/AFP via Getty Images

Acorralado, reducido a la capital y con el apoyo militar de Misrata, el GNA también ha recurrido a las empresas privadas para frenar el empuje del mariscal. A su auxilio han llegado tanto Qatar como Turquía, este último país a través del citada ciudad-estado, con la que Ankara tiene estrechos lazos étnicos y comerciales desde tiempos del imperio Otomano. A principios del presente año, el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, anunció el envío de tropas a Libia y se convirtió así en el primer líder mundial en oficializar la injerencia de su Ejército en el conflicto. Junto a los soldados —desplegados, en teoría, para garantizar el alto el fuego acordado con Rusia—, desembarcaron también distintas milicias sirias bregadas en la lucha contra los kurdos y el Estado Islámico en las tierras de Oriente Medio. Según fuentes locales, una fuerza de unos 6.000 mercenarios sirios, en su mayoría combatientes altamente cualificados del opositor “Ejército Nacional Sirio”, una plataforma de grupos rebeldes islamistas que se levantó en armas contra la dictadura de Bachar al Asad y a la que Ankara ha financiado. La mayor parte de ellos pertenecen a la llamada “Sham Legion”, aunque también se han detectado unidades de las divisiones “Sultán Mourad” y Moutasim, todas ellas inscritas en el salafismo. Pero también hay numerosos prisioneros de guerra kurdos a los que el régimen de Erdogan ha enviado a expiar sus culpas en otro campo de batalla. Fuentes de Inteligencia en Trípoli consultadas por la Agencia Efe aseguran que los combatientes sirios se han desplegado en el sur de la capital y el este de Misrata y han permitido contener el empuje de sus pares sudaneses, chadianos y rusos y reequilibrar el proceso político. Analistas locales e internacionales coinciden en apuntar que Libia parece seguir el patrón establecido en Siria, donde Turquía y Rusia tratan de repartirse las áreas de influencia aprovechando el cambio en la política de Estados Unidos que introdujo la administración Obama (menor intereses en la región) y la ausencia de una política común en el seno de la Unión Europea. “Los europeos están preocupados ahora, pero es demasiado tarde y han quedado fuera de la escena. Rusia y las potencias regionales están jugando a Europa en nuestro propio vecindario", explicaba días atrás al diario The New York Times Kristina Kausch, investigadora de la fundación alemana Marshall Fund. En la misma línea se pronuncia Kuczynski. “Para Rusia, Libia tiene importancia política, económica y militar. El país sirve como una importante puerta de entrada para muchos inmigrantes a Europa, que cruzan la frontera ilegalmente. Y ahí es donde Moscú busca desempeñar un papel fundamental para ejercer un impacto en los procesos de migración, buscando utilizarlos para potencialmente desestabilizar a la Unión Europea”, afirma. “Libia, uno de los principales productores de petróleo, un mercado atractivo para las empresas petroleras rusas que buscan competir allí con sus pares occidentales. Y es vital desde el punto de vista militar. Con un gobierno amigo de Rusia, Moscú ampliaría sus capacidades militares más al oeste, por ejemplo, mediante la construcción de instalaciones navales, en el Mediterráneo, formando así el eje Siria-Egipto-Libia”, concluye.