Donald Trump durante una reunión con el gobernador de las Islas Vírgenes. (Mandel Ngan/AFP/Getty Images)

Puede que cuatro u ocho años no sean suficientes para destruir el orden mundial establecido, con Estados Unidos como líder, pero Donald Trump se lo está poniendo muy difícil al próximo presidente estadounidense que quiera recuperar ese papel.  

En el Partido Demócrata estadounidense está en marcha un debate sobre si convendría que el vicepresidente, Mike Pence, se convierta en presidente (después de que Donald Trump deje el puesto mediante un proceso de destitución o mediante su dimisión) o es mejor aguantar con Trump hasta 2020. Algunos dicen que Pence es más peligroso porque es un republicano tradicional que fue congresista y, por consiguiente, tiene las conexiones y la experiencia necesarias para lograr que se aprueben leyes, algo de lo que Trump no ha sido capaz. Es decir, que una Casa Blanca presidida por Pence, sin el lastre del melodrama y la volubilidad del actual presidente, podría seguramente aliarse con el Partido Republicano para revocar el Obamacare y aprobar unas drásticas reformas fiscales, de forma que dejaría una profunda huella en la política nacional.

Ahora bien, si es cierto que cuesta mucho cambiar o modificar las leyes existentes (como prueban las dificultades de los republicanos con el Obamacare), creo que le costaría todavía más arreglar un orden mundial hecho añicos. Y el presidente Trump está haciendo todo lo posible para debilitar el liderazgo de Estados Unidos en el mundo y despreciar a las instituciones que forman una red de naciones. Es una actitud que se aparta por completo de la ortodoxia republicana en política exterior, la que siguen políticos como Pence, que pueden caer ocasionalmente en el unilateralismo y que suelen despotricar contra las instituciones internacionales, pero que respaldan el orden mundial, un orden alimentado y sostenido tanto por los republicanos como por los demócratas, en colaboración con los dirigentes europeos.

A los analistas nos encanta adivinar la doctrina de política exterior de los presidentes norteamericanos. La confusa y surrealista presidencia de Trump dificulta enormemente la tarea, porque utilizamos unos términos y unas teorías normales para tratar de describir a un presidente volátil e imprevisible. Su reciente discurso ante la ONU es lo más parecido a una doctrina de política exterior que hemos visto hasta la fecha, y su mensaje fundamental se oyó alto y claro: el supuesto líder del mundo libre no está interesado en liderarlo. Se dedicó, fundamentalmente, a predicar la soberanía y el nacionalismo, y presentó una visión hiperrealista en la que cada país debe defender sus intereses en pugna con todos los demás. En otras palabras, el mundo de Trump es una jungla despiadada.

Al oír sus palabras, era inevitable preguntarse si el presidente acababa de descubrir la palabra “soberanía” y se había encandilado con ella, puesto que la repitió no menos de 21 veces. Da la impresión de que quería sustituir su famosa expresión populista y vulgar de “América primero” por un término más técnico. Pero al hacerlo mezcló las dos cosas, y alteró el concepto de soberanía hasta hacerlo irreconocible.

El significado de soberanía ha tenido matices a lo largo de la historia, pero esencialmente es “la autoridad suprema en un territorio”. Su origen se remonta al tratado de paz de Westfalia, firmado en 1648, que señaló el nacimiento del sistema de Estados soberanos. Es, en efecto, un concepto que requiere un amplio acuerdo entre Estados, y de ahí surgió el Estado-nación que conocemos hoy. Sin embargo, los horrores de la Alemania nazi hicieron que la soberanía pasara a ser, para muchos, un invento que había servido de excusa para que los gobernantes cometieran atrocidades contra sus propios conciudadanos. En esa situación, el surgimiento del orden internacional tras la Segunda Guerra Mundial —en particular la Unión Europea y el compromiso de la ONU con los derechos humanos— cambió forzosamente las opiniones al respecto.

Eso no quiere decir que la soberanía haya dejado de ser algo valorado y respetado. No hace falta que nadie defienda el concepto, y mucho menos alguien como Trump. Los países se integran en organizaciones internacionales como Naciones Unidas conscientes de que están entregando parte de su soberanía a cambio de la cooperación y la paz, dentro de un orden legal en el que se defienden las fronteras y los territorios.

De hecho, el espíritu globalizador nacido tras la guerra no estaba en contradicción con la soberanía nacional, sino que era el reconocimiento de que la democracia y la soberanía solo podían protegerse con la red de seguridad que proporcionaba un orden mundial interconectado. Es decir, no tiene nada que ver con la dicotomía que se establece actualmente entre globalismo y nacionalismo, que tanto gusta a los partidarios de Trump. Su lema de “América primero” representa la esencia del nacionalismo, que es quizá lo más parecido a una ideología que se le puede atribuir.

Podemos abordar el nacionalismo desde dos puntos de vista: el de la identidad y el de la autodeterminación. Es indudable que las proclamas de Trump sobre “América primero” y su forma de alimentar la ira, sobre todo la de los hombres blancos, se ajustan a la descripción. Pero además, de vez en cuando, Trump siente la necesidad de atacar el globalismo, como dijo en un discurso de abril de 2016: “No vamos a seguir poniendo este país ni a este pueblo a merced de los cantos de sirena del globalismo”. En un artículo reciente para Foreign Affairs, Or Rosenboim se lamenta de que “la idea de que el globalismo es radicalmente incompatible con la soberanía nacional es una visión falsa y engañosa”. En ese documento, explica que el globalismo ha hecho que “entidades políticas de todos los tamaños —naciones, imperios, uniones federales, comunidades no estatales y organizaciones internacionales— hayan tenido que adaptarse para encajar en la realidad de las nuevas interdependencias”.

Desde la Segunda Guerra Mundial, el debate sobre la soberanía se ha centrado en cómo mantener el equilibrio con la protección de los derechos humanos y preguntarse en qué momento debe intervenir el mundo en un país que está violando los derechos humanos de sus ciudadanos. Desde luego, Trump no tenía nada de eso en mente cuando escribió o aprobó su discurso de la ONU. No, él estaba pensando en el interés puro y duro.

Al mezclar su doctrina de “América primero” con la soberanía, Trump estaba reclamando a Estados Unidos y otros países que pensaran, ante todo, en sus propios intereses. Una de sus primeras frases fue: “Todos los líderes responsables tienen la obligación de servir a sus ciudadanos, y el Estado-nación sigue siendo el mejor instrumento para elevar la condición humana”.

No es la primera vez que lo dice. En un discurso sobre política exterior que pronunció durante su campaña, el 27 de abril de 2016, lo dejó muy claro: “El Estado-nación sigue siendo la verdadera base de la felicidad y la concordia”. En ese mismo discurso, si bien no usó la palabra soberanía, estableció de forma inequívoca su doctrina de “América primero”:

“El rumbo que voy a esbozar hoy nos devolverá a un principio eterno. Mi política exterior siempre pondrá los intereses del pueblo estadounidense y la seguridad de Estados Unidos por encima de todo lo demás. Tiene que ser lo primero. Tiene que serlo. Esa será la base de todas y cada una de las decisiones que tome”.

En la ONU, mientras Trump demostraba que no entiende el concepto de soberanía en un mundo interconectado, aprovechó para adentrarse también en el relativismo moral y la hipocresía, con sus palabras sobre los países que no le gustan. Si la soberanía es lo más importante, ¿por qué amenazó a Corea del Norte? “No tendremos más remedio que destruir por completo Corea del Norte”. ¿Por qué arremetió contra Irán? Dijo que el acuerdo nuclear con Irán era “una de las transacciones más horribles e injustas” y “una vergüenza”. Si Trump dice que para él la soberanía es lo más importante, entonces podríamos decirle que no es asunto suyo decirles a esos países que no pueden tener armas nucleares. Sin embargo, como ocurre con las cuestiones de derechos humanos, las amenazas contra la seguridad son una preocupación que puede ser más importante que la soberanía.

Un ejemplo todavía mejor y que nos toca más de cerca es cómo ha trastocado Trump la tradicional postura de Estados Unidos sobre la independencia de Cataluña. Muchos de los que llevamos décadas viviendo en España, cuando el exembajador James Costos dijo que las empresas estadounidenses se adaptarían en caso de que Cataluña obtuviera la independencia, pensamos que había cometido un error de novato. La respuesta habitual a esa pregunta ha sido siempre que esa es una decisión que corresponde a los españoles. ¿Por qué? Por la soberanía. Esa es la postura de Estados Unidos desde hace mucho tiempo, y así debe ser. Pero llega Trump y dice alegremente que la secesión sería “una estupidez” y que España “debe permanecer unida”. Es típico del carácter impulsivo del presidente, que es lo que hace que sea tan difícil atribuirle una doctrina o incluso esperar de él algún tipo de visión coherente. En realidad, él cree que la política exterior estadounidense debe ser imprevisible.

Es un problema importante, porque, volviendo a lo que decía al principio, a Estados Unidos y Europa les ha costado décadas construir el orden mundial liberal, que ha permitido alcanzar una paz y una prosperidad sin precedentes. Trump está esforzándose en derruirlo, no solo a base de desautorizar instituciones como la ONU y la OTAN, sino renunciando al liderazgo estadounidense en el mundo. La confianza en ese liderazgo ha tenido sus altibajos a lo largo de los años, pero Trump, con sus declaraciones y su carácter impredecible, está poniendo las cosas muy difíciles para que siga teniendo efecto cualquier poder blando que Estados Unidos pudo recuperar durante el mandato de Obama.

Todo esto nos lleva a una pregunta fundamental: ¿puede el orden mundial sobrevivir, e incluso prosperar, sin el liderazgo de Estados Unidos? Quizá cuatro u ocho años no sean suficientes para destruirlo, pero sí para que emprenda el declive. El próximo presidente estadounidense, ya sea demócrata o republicano, no podrá blandir una varita mágica para volver a unir a todas las naciones del mundo.

 

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia