Sarajevo (Michał Huniewicz/ flickr)
Sarajevo (Michał Huniewicz/ flickr)

Claves para entender las lecciones obtenidas por España en la guerra de Bosnia y Herzegovina. ¿Cómo afectan al presente? 

Para una sociedad tradicionalmente alejada del mundo como la española, el nombre de Bosnia y Herzegovina (BiH) suena, en nuestro imaginario colectivo, como algo sorprendentemente cercano. Y no es porque el español, en su versión sefardí, tuviera allí una presencia importante hasta la Segunda Guerra Mundial de la mano de las decenas de miles de judíos que, tras ser expulsados de la Península en 1492 y recalar en distintos lugares, acabaron estableciéndose en aquella zona.

Fue mucho más tarde. La fatídica guerra de Bosnia, en el escenario de la descomposición de la antigua Yugoslavia, supuso para España algo así como su mayoría de edad internacional. Su estallido, en abril de 1992, coincidió con el arranque de la Expo de Sevilla que, junto con los Juegos Olímpicos de Barcelona unos meses después, sirvieron de escaparate perfecto a un país que quería dejar definitivamente atrás décadas de aislamiento.

Esa voluntad de proyección exterior tuvo también su reflejo en los Balcanes. Desde el otoño del 92 España participó en las diferentes misiones militares de la ONU, la OTAN y la Unión Europea, respectivamente, que buscaron contribuir al mantenimiento de la paz, a la protección de la ayuda humanitaria y, más tarde, a la formación y entrenamiento de las fuerzas armadas de BiH. Después de la de Afganistán, la misión española en Bosnia ha sido la más duradera, 23 años; en ella han participado más de 46.000 militares, y han muerto 23 personas, incluido un intérprete. El paso español por aquellas tierras, tal vez de un modo un tanto romántico, se recuerda con cariño: por un lado, como un eficaz ejercicio de modernización de unas fuerzas armadas que dejaban atrás el peso del franquismo; por otro, por una forma muy particular de relacionarse con la población, más directa y comprometida que lo que suele suponer la presencia de tropas extranjeras en un determinado conflicto. La ausencia de un pasado común jugó tal vez a favor de una relación sin prejuicios ni condicionantes previos. Especialmente intensa fue su actuación en Móstar, la ciudad más importante de Herzegovina, donde sus habitantes decidieron rebautizar su plaza principal con el nombre de Plaza de España en reconocimiento a la tarea de los hombres y mujeres españoles que habían contribuido a devolver a la ciudad a su nueva normalidad.

Tras la guerra, en 1996, durante unos meses el español Ricard Pérez Casado fue el administrador de la Unión Europea en el país y algo más tarde, en 1997, el que había sido ministro de Asuntos Exteriores, Carlos Westendorp fue nombrado Alto Representante de la ONU para Bosnia y Herzegovina, con la misión, nada fácil, de implementar y desarrollar los Acuerdos de Dayton. Fruto de Westendorp es, entre otras cosas, la moneda y la actual bandera, un ejercicio en apariencia menor pero que, como todo en el país, requería de un auténtico equilibrismo para conjurar las múltiples ...