Ciudadanos y soldados de Zimbabue celebran la marcha de Robert Mugabe en las calles de Harare. Marco Longari/AFP/Getty Images

La alegría de la sociedad civil y de la comunidad internacional por la caída de Robert Mugabe puede tornarse en una enorme decepción al ver las caras del nuevo régimen.

Justificar un golpe de Estado hubiera sido demasiado traumático para explicar que después todo sería lo mismo. No hacerlo, en cambio, fue cómico, una especie de jugada a lo Monty Python en la que nada era lo que parecía, pero todo el mundo sabía lo que era. Porque superficialmente, o al menos así escomo está leyéndose en el ágora pública circense de las redes sociales, el alzamiento militar encabezado por Gen Constantine Chiwenga, jefe del Ejército de Zimbabue, parece ser un gran triunfo de la democracia frente a la terrible dictadura de uno de los sátrapas perennes del África Austral. Como prueba, tres horas después que Mugabe anunciara su dimisión, el hashtag de #ByeMugabe ya se había convertido en trending topic y el mundo parecía celebrar la caída del nonagenarioa bombo y platillo. Al mismo tiempo centenares de personas lo celebraban en las calles de Harare creyendo que el mañana sería diferente. Pero en el mañana de Zimbabue, para que algo cambie, todavía tienen que pasar muchas cosas. Porque esta vez, como tantas otras, los árboles no nos dejan ver el bosque: el nuevo Presidente, Emmerson Mnangagwa, es más de lo mismo o incluso peor.

 

Crónica de una muerte anunciada

Decía Cicerón que "no saber lo que ha sucedido en el pasado era como ser incesantemente niños", así que, para entender qué ha empujado a un presidente de 93 años a apartarse del poder, debemos mirar lo que pasó hace mucho tiempo.Para hacerlo, hay que navegar en dos aguas diferentes: el mar de la política interna zimbabuense y el de su principal afluente: las intrigas palaciegas en el seno del partido de gobierno, el ZANU PF. En el caso que nos ocupa, todo el pescado se ha cortado en el último: la dimisión de Mugabe no ha sido más que una representación de una élite que se niega a ceder un ápice en su esfera de poder y control sobre los instrumentos del Estado. Pero este cambio interno puede agitar también las aguas de la oposición y crear una ventana de oportunidad para volver a impulsar su voluntad de transformación hacia un régimen político multipartidista y democrático.

Si observamos la distribución de poderes que controlan las instituciones, formales e informales de Zimbabue y que las usan en su propio beneficio, veremos que su origen se remonta a los 70, cuando un grupo de jóvenes revolucionarios liderados por Mugabe y secundados por el hoy mediático Emmerson Mnangagwa, vicepresidente destituido hace una semana y recién nombrado Presidente, se hicieron con el control del país tras la independencia. Hasta 1990, según Teddy Brett, profesor de London School of Economics, Zimbabue “había sido uno de los países mejor gestionados de todo África”. No obstante, a partir de finales de los 90, estas reformas acabaron por transformarse en meros mecanismos para controlar el poder político y militar con el objetivo de dominar la economía nacional. Con un apoyo popular masivo durante los primeros años, el Gobierno emprendió un proceso localización de la economía. Lo que se presentó como un programa de justicia social (hacer Zimbabue de los Zimbabuenses) se convirtió en un proceso de cooptación a manos de la élite de los principales sectores económicos que, debido a factores múltiples y apuntalados en los últimos años por una serie de embargos internacionales, acabaron por desmantelar la economía nacional y entrar en una crisis permanente que ha ido poco a poco minando la popularidad del Gobierno hasta llegar a un punto de no retorno.

Cartel con la imagen de Robert Mugabe en la sede del partido ZANU-PF en Harare. Jekesai Njikizana/AFP/Getty Images

En base a un gobierno extremadamente patrimonial, centrado en la integración de las redes clientelares en los sistemas de gobierno, Zimbabue se ha convertido en un Estado económicamente inviable que ha visto como su moneda se ha convertido en papel de fumar y como su gente se veía obligada a exiliarse en lo que se ha considerado el éxodo constante más importante de la historia del África austral. Esta situación ha contribuido a que en los últimos años la coalición de actores en el poder se fuera erosionando paulatinamente debido a tres factores importantes socioeconómicos que se han sumado a la debacle económica. En primer lugar, la labor de la oposición política y los movimientos cívicos que durante años han ido cuestionando el mandato del presidente.Este frente, relativamente cohesionado, se ha alineado con la comunidad internacional occidental y tuvo como principal triunfo el resultado de las elecciones de 2008, en las que el Presidente se negó a aceptar el mandato de las urnas y acabó por proponer un Gobierno de Unidad Nacional del que no cedió ni un ápice de poder. Más tarde, ya en 2016, los movimientos ciudadanos emprendieron una revolución organizada a través de las redes sociales para cuestionar la autoridad de Mugabe e intentar un proceso de transición democrática. En segundo lugar, una nueva generación de líderes dentro del partido de Mugabe, reunidos en torno al denominado G-40, no han visto con buenos ojos el mantenimiento en el poder de la vieja guardia revolucionaria y han cuestionado su hegemonía. Finalmente, ha sido crucial la presencia de Grace Mugabe, la joven, ambiciosa y extravagante mujer del presidente, que ha sabido canalizar las ansias de poder del G-40 y que convenció a Mugabe para rebelarse contra sus antiguos aliados. La conjunción de estos factores han provocado que, lo que parecía un partido uniforme y monolítico, se fuera paulatinamente fragmentando mientras Mugabe se deshacía poco a poco de muchos de sus iniciales compañeros de viaje. Las fisuras iniciales en el partido se convirtieron en grietas estructurales cuando Chris Mutsvangwa, líder de los Veteranos de Guerra, emprendió desde 2016 una campaña contra el Presidente aprovechando el momentum de los movimientos de la sociedad civil en redes sociales en una alianza contra natura pero con un objetivo claro: acabar con Mugabe.

Como resultado, y tras el último movimiento del Presidente para colocar a su esposa como su sucesora, expulsando del gobierno a Mnangagwa, las facciones más reaccionarias del Ejército, apoyadas por un ambiente social más que propicio, acabaron por obligar a dimitir a Mugabe. En definitiva, el espectáculo que hemos vivido en los últimos días no ha sido más que la representación de un intento infructuoso de un cambio generacional de sátrapas que por el momento ha consolidado al ala dura del régimen.

 

Oportunidad o amenaza: la incertidumbre en las manos de “El Cocodrilo”

Sin embargo, el golpe de Estado ha sido recibido con un inmenso júbilo tanto por la población civil como por la oposición. Instantes después de la declaración de Mugabe, Harare se llenó de manifestantes que celebraron por todo lo alto la caída de una figura que parecía eterna. Frente a esta novedosa situación, se abren varios escenarios posibles cuyas consecuencias son imprevisibles. Por un lado, la vieja guardia va a intentar mantener el status quo para seguir controlando los mecanismos de poder y mantener su maquinaria clientelar. No obstante, se enfrentan a un pueblo que, no sólo está cansado de los excesos de su Gobierno, sino que ha recuperado la esperanza a través de la caída del Presidente. Esto podría reforzar al partido de Morgan Tsvangirai, líder de la oposición, para enfrentarse al nuevo-viejo régimen de cara a unas hipotéticas elecciones en 2018. Con el ZANU PF en plena lucha intestina entre los partidarios de Grace Mugabe y los golpistas, se podría presentar una oportunidad para una transición hacia un régimen más democrático y multipartidista que acabase con decenios de dictadura.

Un hombre lleva en la camiseta la imagen de Emmerson Mnangagwa, apodado "el cocodrilo". Marco Longari /AFP/Getty Images

Pero este escenario se verá sobrevolado por muchos halcones que no dejarán tan fácilmente que se escape su presa. El retorno de Mnangagwa al país como presidente, apodado por sus compañeros “El cocodrilo” por su voracidad en todo y frente a todo, esconde más sombras que claros. Él fue el encargado de supervisar la masacre de más de 20.000 civiles en 1980 y tanto él como el líder de los militares estuvieron detrás de la negativa de Mugabe a abandonar el poder tras las elecciones de 2008. Y, por si fuera poco, ambos son sospechosos de haber desviado miles de millones de dólares en beneficios provenientes de la explotación de diamantes. Los nuevos líderes de Zimbabue son la representación más oscura del régimen de Mugabe. Su corte militarista y dictatorial está fuera de cuestión y la excepcionalidad que vive el país en este momento podría permitirles justificar cualquier medida que les granjease el tiempo suficiente para limpiar la casa y tomar el control de la situación: y el primer golpe de mano sería cancelar o retrasar las elecciones previstas para 2018.

Todo apunta a que vienen tiempos difíciles en Zimbabue: la pugna entre la coalición de actores de la sociedad civil y la oposición democrática, frente al ala dura del ZANU PF  podría extenderse a las calles y provocar consecuencias desastrosas. Como comenta Stephen Chan, especialista en la región de la CNN, el gobierno militar intentará granjearse el apoyo de los actores internacionales a través de algún tipo de apertura democrática más de forma que de fondo, que puede no ser suficiente para una población cansada de ser vilipendiada por un grupo de viejas glorias cleptómanas con una agenda propia muy separada de los intereses de su pueblo. A fin de cuentas, la situación económica del país requiere una ingente cantidad de fondos externos que solo comenzarán a fluir si las potencias occidentales perciben en el nuevo gobierno un cambio sustancial respecto al anterior. Tod Moss, investigador del Center for Global Development, asegura que ante este escenario sería difícil que el país recibiera el apoyo de la comunidad internacional. La posición que adopte China será también determinante para reforzaral nuevo Ejecutivo. Después de haber sido el único apoyo externo al Gobierno de Mugabe, los militares podrían seguir usando al gigante asiático como salvavidas.

En este rompecabezas solo hay una cosa clara: la salida de Mugabe ha abierto una oportunidad de cambio, pero las estructuras creadas por él son todavía muy estables y sus herederos han sido quienes las han apuntalado. Por lo que parece improbable que renuncien fácilmente a los beneficios que estas les aportan. Porque al final esto no va de política, sino de cómo usar la política para jugar a la economía. Y de esto ellos saben mucho.