¿Qué significa ser uno de los intelectuales más influyentes del mundo? Uno de los 100 pensadores de la segunda lista de FP/Prospect escribe sobre las cargas y los placeres de ganarse la vida con las ideas.

Alguna vez se ha definido alguien a sí mismo como “intelectual”, o lo ha dado como respuesta cuando le preguntan “¿y usted a qué se dedica?”. La propia expresión “intelectual público” me recuerda a veces a la de “alimentos orgánicos”. Al fin y al cabo, no pueden ser inorgánicos, y es difícil pensar en un intelectual, al menos desde Immanuel Kant, cuya especialidad sea lo privado. No obstante, necesitamos un término que exprese una diferencia entre los verdaderos intelectuales y los que reciben las etiquetas de “creadores de opinión” o “expertos”, muy relacionados con el mundo de la televisión.

En una ocasión oí cómo el politólogo Alan Wolfe se presentaba como “un intelectual de Nueva York”, afiliándose a una tradición que se remonta a la fundación de Partisan Review. Si tomamos esta caracterización como la aportación más duradera de Estados Unidos al significado de la expresión “intelectual público”, podría decirse que es aplicable, sobre todo, a personas que trabajaban fuera de la universidad e incluso de las grandes editoriales y que iban por libre o dirigían revistas muy minoritarias. El sociólogo Daniel Bell, al final, entró en la universidad, pero sólo después de que le concedieran el doctorado necesario, un reconocimiento por los importantes libros que había escrito sin aspirar a ningún puesto. La difunta Susan Sontag también logró ganarse la vida sin ningún trabajo fijo ni ninguna fuente estable de ingresos. Gore Vidal nunca fue a la universidad (igual, al menos en este aspecto, que George Orwell, corresponsal de Partisan Review en Londres). El número de ejemplos en contra que podrían encontrarse –desde Noam Chomsky hasta Nathan Glazer, incluida la Escuela de Chicago, a la que se relaciona a veces con Leo Strauss– no quita fuerza a mi argumento. Ser un intelectual público es algo que uno es, no algo que uno hace. Muchos estudiosos son profesores muy inteligentes y prestigiosos, pero no son intelectuales públicos. De todos los que he mencionado, no puedo pensar en nadie –excepto Wolfe– que sea capaz de decir de sí mismo “soy un intelectual”. En cierto sentido, es un título que hay que adquirir a través de la opinión de otros. Recuerdo una obra de teatro poco conocida y ya olvidada que vi cuando tenía alrededor de quince años, y en la que se decía, a propósito de uno de los personajes: “Es un intelectual. Resuelve problemas con la mente”. Recuerdo que pensé, con cierto complejo, que me gustaría que algún día dijeran eso de mí. Hoy es muy probable que la blogosfera y el mundo de los expertos permitan que uno lo diga de sí mismo. La necesidad o, por lo menos, la exigencia de análisis inmediatos de la realidad contribuye a engrandecer a quienes no se avergüenzan por no tener, como solíamos decir, ...