Para Occidente, los ‘Estados Fallidos’ son un problema. Para china, una oportunidad.  

A estas alturas, ustedes ya sabrán que China, en su intento de garantizarse el acceso a la energía y a los recursos minerales de los rincones más remotos del planeta, está causando ardor de estómago a las legiones de bienintencionados que tratan de convertir los países más frágiles del mundo en Estados estables y prósperos. Todos, desde el presidente del Banco Mundial hasta Bono (vocalista de U2), han responsabilizado a las empresas y a las autoridades chinas de poner en peligro los avances que tanto le ha costado lograr a Occidente en el hemisferio sur, y advierten de las espantosas consecuencias que sufrirán los países beneficiarios de la generosidad china. Comentaristas como el economista zambio Bob Sichinga han llegado a acusar a Pekín de “violar” a África en su búsqueda de recursos naturales.

Yo lo llamo el efecto China, la inquietante idea de que las labores de desarrollo dirigidas por el mundo occidental pueden quedarse en nada, marginadas por el atractivo del dinero rápido y el progreso económico inmediato. Y es fácil ver su poder de seducción: mientras los expertos estadounidenses y europeos se dedican a dar lecciones a los autócratas del Tercer Mundo sobre buena gobernanza y transparencia, los ingenieros chinos están construyendo carreteras que conducen a las casas de fin de semana de esos dictadores.

Menos conocido es el papel fundamental que Estados como Brasil, Kazajistán, Nigeria, Suráfrica y Venezuela están desempeñando en el juego diplomático internacional de China. Durante los últimos 15 años, mientras Occidente prestaba poca atención, Pekín ha construido una coalición de países –muchos de ellos en África– con cuyo voto puede contar en la sopa de letras cada vez más abarrotada de los foros internacionales. Se trata de un bloque que recuerda al que reunió la Unión Soviética durante la guerra fría, salvo que, en vez de preocuparse por las cuestiones de seguridad, está centrado en los beneficios económicos y comerciales.

Hasta ahora, la estrategia de Pekín está funcionando, sobre todo con su campaña para quitar legitimidad a Taiwan como Estado independiente. Por ejemplo, en 2008, Malaui anunció que había cortado relaciones diplomáticas con la isla; Taipei no podía equiparar la oferta de 6.000 millones de dólares (unos 4.900 millones de euros) de ayuda de la China continental. Senegal hizo lo mismo en 2005 y firmó un acuerdo que, al parecer, incluía un volumen inicial de 600 millones en ayuda económica. Después fue Chad, tras una serie de reuniones secretas con funcionarios chinos y un volumen de ayuda no revelado. Hoy, sólo hay cuatro países africanos que todavía reconozcan a Taiwan como la auténtica China: Burkina Faso, Gambia, Santo Tomé y Príncipe y Suazilandia, frente a 13 en 1994; en todo el mundo, el número ha pasado de 68 Estados en 1971 a 23 en la actualidad. Incluso Panamá y Nicaragua, dos de los pocos Estados latino americanos que todavía lo reconocen oficialmente, se abstuvieron de votar en 2007 sobre su solicitud de incorporación a la Organización Mundial de la Salud. La lista de amigos de Taipei está aproximándose rápidamente a cero.

No sólo Pekín construye una cadena de alianzas en todo el mundo con países olvidados y a veces rechazados por Estados Unidos, sino que además pretende alterar, o al menos complicar, los vínculos de lealtad de quienes todavía están con Occidente. Para las autoridades estadounidenses, los nuevos aliados del gigante amarillo son, en su mayoría, países de tercera clase, preocupaciones marginales para el ala oeste de la Casa Blanca y el Departamento de Estado (por lo menos hasta que estalla una crisis). En cambio, para el Imperio del Centro son un arma diplomática cada vez más potente.

En Naciones Unidas, el apoyo a las posturas chinas en materia de derechos humanos pasó del 50% en 2000 al 74% en 2008, según el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores. Este organismo descubrió asimismo que 41 países aliados de Occidente a la hora de votar cuestiones de derechos humanos hace 10 años votan hoy con Pekín y Moscú. Entre ellos, una lista importante de socios comerciales de China en África y en Latinoamérica, algunos de los peores casos del Índice de Estados fallidos. Muchos de ellos se han apresurado a apoyar con energía la soberanía tradicional, un concepto muy importante para Pekín porque teme y rechaza la intromisión de los países occidentales en sus asuntos internos. El apoyo a China y a Rusia en este tema ha sido superior al 80% en los últimos años.

Pekín también ha desplegado esta fórmula, que tan buenos resultados le da, en la OMC. Dentro de la organización, ha reunido ya una coalición africana lo bastante amplia como para torpedear las normas concretas a las que se opone. Pero el premio estratégico que busca en Ginebra es su estatus oficial como economía de mercado, una valiosa designación legal y comercial que impide que otros países pongan en marcha querellas antidumping. Las empresas chinas pueden ganar miles de millones si los diplomáticos de Pekín consiguen ser más astutos que Estados Unidos y la Unión Europea, que acusan a China de competencia desleal y leyes de bancarrota y propiedad intelectual insuficientes. Egipto, Rusia, Suráfrica, Venezuela y docenas de países más se han mostrado encantados de aprobar bilateralmente esa designación para Pekín a cambio de su compromiso. Ahora, el objetivo de China es reunir en la OMC suficientes votos para que esa protección tenga alcance mundial, al tiempo que se alía con India para hundir la Ronda de Doha de las negociaciones comerciales, que amenaza con inundar a los agricultores chinos con una marea de productos importados baratos.

El Imperio del Centro también está haciendo grandes avances en multitud de pequeñas organizaciones multilaterales que no invitan a EE UU ni a la UE, órganos como la Cumbre del Este de Asia, el Foro para la Cooperación China-África y la Organización de Shanghai para la Cooperación. En esos foros, no duda en mezclar el poder blando con cierta presión. Los embajadores africanos y asiáticos han hecho declaraciones off the record en las que insinúan que China utiliza su ayuda y su comercio como armas. Si esos países no siguen las indicaciones de Pekín o no se abstienen cuando se les ordena, sus proyectos económicos pueden correr peligro.

El objetivo de China no es desafiar militarmente –ni siquiera económicamente– a Occidente en estos momentos. Al fin y al cabo, Estados Unidos y Europa son la savia que alimenta las exportaciones chinas. Pero no debemos quitar importancia a su labor como motor capitalista, y su modelo autoritario de mercado gana adeptos con gran rapidez en todo el mundo, mientras que margina los valores que han inspirado el progreso occidental desde hace 300 años.