No estamos ante una reverberación de la caída del muro de Berlín.

 

 

AHMAD GHARABLI/AFP/Getty Images

 

Tras casi veinte años de relación profesional con el mundo árabe, me viene a la cabeza aquello de que sólo sé que no sé nada. La primavera árabe se ha llevado por delante todas las certezas de los “expertos” occidentales y locales y cualquier pronóstico no pasa de ser un guesstimate, es decir, una mera especulación informada.

Sólo puedo ofrecer alguna certeza negativa. Los árabes no son tan primitivos, tribales y sumisos como parecían. El mundo árabe no existe: cada país es singular y más allá del efecto contagio, en cada uno de ellos el malestar popular tiene raíces diferentes, se articula de formas distintas y dará lugar a fenómenos político-sociales versátiles. No estamos ante una reverberación de la caída del muro de Berlín: las transformaciones políticas a las que estamos asistiendo van para largo y serán muy complejas y traumáticas como corresponde a décadas de alienación y subdesarrollo político, cívico, económico y educativo. Los positivos resultados electorales del islam político en Palestina, Líbano, Túnez, Marruecos, Egipto y cuantas primeras elecciones se celebren, no implican en absoluto que el mundo árabe vaya a convertirse en un nuevo califato. Al contrario, los islamistas tienen una fuerza política limitada, la que siempre han tenido, sólo que a partir de ahora, además de visible, sufrirá el desgaste propio de gobernar.

La incertidumbre genera temor pero la estabilidad previa, además de muy negativa, no era sostenible indefinidamente. Su estallido en forma de revoluciones populares es la mejor de las alternativas pese a las grandes turbulencias que seguiremos viendo durante los próximos años.

Diego de Ojeda, director para la Unión Europea y países árabes en la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI).