Miles de personas en una manifestación pacífica en frente de la Embajada de China en Londres en apoyo a las protestas prodemocráticas en Hong Kong, octubre de 2014. Danny Hong Kong/AFP/Getty Images
Miles de personas en una manifestación pacífica en frente de la Embajada de China en Londres en apoyo a las protestas prodemocráticas en Hong Kong, octubre de 2014. Danny Hong Kong/AFP/Getty Images

El uso de símbolos, la reivindicación de la soberanía popular, la postura no violenta y el contexto de desigualdad son algunas de las similitudes.

 

Los lectores y expertos casi siempre tienen razón cuando nos acusan a los periodistas de identificar movimientos o situaciones que se parecen sólo en la superficie. Sin embargo, una cosa es identificar y otra apreciar las semejanzas entre dos acontecimientos de enorme relevancia y las claves que pueden ofrecernos. Las espectaculares protestas de Hong Kong que estallaron hace pocos días y las no menos espectaculares acampadas del 15M comparten en este sentido cinco rasgos fundamentales.

Para empezar, los indignados hongkoneses asumen que ellos encarnan la soberanía popular mejor que sus líderes políticos y que poseen un derecho inalienable a exigir más y mejores libertades frente a un Ejecutivo manejado por grupos de interés, en este caso el Partido Comunista de China, sin el menor respaldo democrático. Ese sentimiento explica iniciativas como la convocatoria de un referéndum informal en junio en el que participaron 800.000 votantes, situaciones como el asedio que han sufrido desde el 27 de septiembre los principales edificios oficiales o la forma en la que el número de manifestantes se multiplicó en vez de reducirse con las primeras cargas de la policía.

En el caso de la huestes del 15M, resulta difícil olvidar el “que no, que no nos representan” como una de sus grandes ideas-fuerza, la configuración de las acampadas como si fueran asambleas constituyentes, la hostilidad hacia los representantes políticos que más tarde muchos de ellos considerarían “casta” o la posterior decisión en septiembre de 2012 de rodear el Congreso de los Diputados del mismo modo que en junio de 2011 asediaron el parlamento catalán. En su caso también se multiplicó el apoyo de la gente después de las dos primeras intervenciones policiales (las del 16 y el 17 de mayo) y del dictamen de la Junta Electoral de Madrid exigiendo el desalojo durante la jornada de reflexión. Por si esto fuera poco, ellos también creyeron que los grupos de interés (los acreedores internacionales, la banca y la troika sobre todo) habían secuestrado a su Gobierno y que de ninguna manera podían imponer sus ambiciones a la soberanía popular que ellos representaban.

En segundo lugar, merece la pena recordar qué hicieron cientos de indignados españoles cuando concluyeron que los políticos los estaban ninguneando en 2011. Recurrieron a los escraches, es decir, se presentaron delante de ellos, de sus domicilios o de la puerta de las instituciones a las que iban a trabajar para mostrarles su desprecio, cuestionar su legitimidad y contagiarles la falta de libertad que ellos sentían al ver las decisiones que se estaban tomando en contra de lo que ellos creían que era la mayoría de la población. Precisamente, eso es lo que intentaron hacer los jóvenes en Hong Kong el miércoles uno de octubre mientras su principal líder político, Leung Chun-ying, aprovechaba el Día Nacional de China para dar un discurso frente a dignatarios nacionales e internacionales. Aunque las fuerzas de seguridad los contuvieron tras las barricadas, un parlamentario regional que formaba parte de la comitiva fue desalojado por la policía después de exigir a gritos la dimisión de Leung y un concejal optó por llevar un paraguas amarillo, el gran símbolo de las revueltas que ni siquiera los sacos de arena parecían capaces de silenciar.

La tercera semejanza tiene que ver con la enorme importancia que los manifestantes reconocen precisamente a los símbolos y a una comunicación de los acontecimientos en la que esperan imponer su propia narrativa. No es extraño que imágenes como la de un hombre que intenta combatir el gas lacrimógeno con un simple paraguas cobren significados nuevos: ahí está el ciudadano común frente a la violencia gratuita de un poder político ilegítimo y ahí tenemos un paraguas convertido en el gran icono de la resistencia pacífica. Los lazos amarillos, que resuenan en Occidente porque son los que se han utilizado para exigir el sufragio femenino desde 1867, quieren expresar que este movimiento es en realidad una batalla por la democracia y el progreso. Por supuesto, esas imágenes difícilmente hubieran impuesto en la agenda de la prensa internacional sin la comunicación masiva y en vivo de los más de 15.000 seguidores que posee Occupy Central en Twitter, sin el impacto de las fotografías y vídeos de los propios manifestantes y sin las herramientas que, por ejemplo, les permitieron celebrar el referéndum en junio a través de Internet. Su revolución está siendo televisada… Por ellos mismos.

Efectivamente, no fue casualidad que el amarillo de Democracia Real Ya o Juventud Sin Futuro terminara envolviendo el 15M, sus pancartas o su logo. El dominio de la comunicación mediante las nuevas tecnologías puso en jaque a todos los grandes medios, que se vieron totalmente superados por la información y la propaganda que llegaban directamente desde las acampadas de Sol o Barcelona. Al igual que en Hong Kong, marcaron el paso de las cabeceras nacionales y extranjeras, impusieron en gran medida su versión de los hechos y lograron que muchos españoles (más del 65%, según dos sondeos de Metroscopia, publicados en junio y octubre de 2011) los vieran con simpatía.

Los elementos audiovisuales tuvieron igualmente un peso fundamental, de hecho se crearon dos productoras nuevas (Vúdeo y Sol TV), las impactantes fotografías con móviles se volvían virales constantemente y llegaron a diseñar un software específico (que luego apenas se utilizó) llamado Tweetometro para votar mediante la red de micro-blogging en las asambleas. Otro ejemplo, quizá más anecdótico, de los paralelismos entre los símbolos de unos y otros es que los hongkoneses han llamado a su movilización #926, que tiene mucho que ver con la denominación 15M si se aprecia que la almohadilla subraya la influencia de Twitter (en algunas ocasiones también se incluyó en el logo de las acampadas españolas como se aprecia en la portada de uno de los libros que firmaron algunos de sus representantes) y que el nueve y el 26 no son más que el mes y el día en el que arrancaron las primeras movilizaciones: el 26 de septiembre.

El cuarto rasgo que comparten es el intento de seducir a gran parte de la población adoptando una postura no violenta, evitando causar suciedad innecesaria o destrozos significativos en el mobiliario urbano, reprimiendo en la medida de lo posible comportamientos indeseables dentro de sus filas y pidiendo disculpas a los pequeños comercios por las molestias que ocasionan. La consecuencia, al igual que en España, es una lluvia de donativos por parte de los vecinos que van desde alimentos de primera necesidad hasta el préstamo del siempre socorrido enchufe para recargar la batería de los móviles y los ordenadores portátiles. Por el momento, es muy pronto para conocer el nivel de adhesión que suscitan su acciones y sus demandas (la convocatoria de unas elecciones libres en 2017 donde los partidos que se opongan a Pekín también puedan participar), pero todo parece indicar que reflejan el sentir mayoritario de una región en la que los movimientos demócratas ya representaban, según los sondeos de la época, al 60% de la población en 1987.

El 15M y los indignados del #926 también tienen en común un contexto previo de vertiginoso aumento de la desigualdad y su reflejo en el mercado inmobiliario. Como recuerda un experto de la Universidad de la Ciudad de Hong Kong, casi el 20% de la población (1,3 millones de personas) vivían bajo el umbral de la pobreza el año pasado y el coeficiente de Gini, que mide entre otras cosas la concentración de riqueza, se encontraba entre los más preocupantes de los países desarrollados en 2011 tras  experimentar una espectacular escalada durante las dos décadas anteriores. Todo esto significa que decenas de miles de personas se ven obligadas a vivir ilegalmente en viejos almacenes o en pisos claustrofóbicos, porque no pueden permitirse otra cosa después de que los precios se hayan catapultado, desde diciembre de 2008 hasta diciembre de 2013, más de un 130%. Según un sondeo que se llevó a cabo en septiembre, las condiciones son tan duras que una quinta parte de la población se plantea emigrar. Naturalmente y al igual que aquí, los jóvenes y los trabajadores poco cualificados absorben buena parte del golpe que representa este deterioro en el nivel de vida. Las distancias entre China y España son enormes. También lo son entre Madrid, Barcelona y Hong Kong. Por eso no es necesario exagerarlas.