Los gobiernos progresistas en el continente, dentro de sus particularidades, se enfrentan a retos similares como son la recomposición del contrato social y la contribución a la transición democrática en Venezuela y Nicaragua, entre otros asuntos.

Se ha iniciado un nuevo ciclo de izquierda política en América Latina. Junto al triunfo de Gabriel Boric en Chile, que dio continuidad a Perú y a Bolivia, pueden sumarse este año Colombia y Brasil. Salvo Ecuador, todo el sur del continente puede estar en manos de las izquierdas políticas. Cada cual a su manera de ser izquierda.

Juzgar bajo un mismo signo ideológico expresiones políticas tan diferentes como el peronismo argentino y el Partido de los Trabajadores de Lula da Silva, puede inducirnos a errores de diagnóstico en la estrategia de cada uno de los partidos en sus respectivos Estados. Pasa igual cuando generalizamos América Latina, olvidando que cada país es diferente. Como suele decirse en México, es imposible entender un solo México. Pero hay algunas convergencias ideológicas para el conjunto de la región que pueden producir beneficios para los pueblos de estas naciones. Veamos.

Chile_Boric
El presidente chileno Gabriel Boric saluda a la gente en Santiago de Chile. Jonnathan Oyarzun/Getty Images

Una primera es la apuesta por una mayor integración regional en un subcontinente en el que casi todas las experiencias anteriores han fracasado. No es un secreto decir que América Latina está más dividida que nunca y que las fracturas políticas surgidas en la última década están todavía muy presentes. Basta recordar la creación del grupo de Lima en la estrategia de presión a Nicolás Maduro (Venezuela) y las divisiones de votos en el seno de la Organización de Estados Americanos. Las divisiones afectaron tan seriamente a la CELAC que tuvo que suspender las cumbres con la Unión Europea en 2016 y así seguimos hasta el presente, poniendo en serios apuros la alianza birregional nacida en Río 20 atrás. Para colmo Brasil abandonó CELAC hace dos años.

Otras alianzas regionales, la del Pacífico (Chile, Perú, Colombia y México), Unasur, Mercosur, etcétera, no han producido avances en la integración de sus mercados interiores. Esta es una de las graves consecuencias de las fracturas nacionales en América Latina. Su nivel de intercambio comercial no pasa del 15%, mientras que un mercado único integrado, como el que disfruta la Unión Europea, permite a sus países alcanzar cifras superiores al 50% de comercio interior.

Pues bien, la aproximación ideológica de los nuevos gobiernos en el sur de América podría permitir abordar con más realismo y menos tensiones nacionales su integración regional y dar pasos así en favor de armonizar sus ordenamientos jurídicos para hacer posible la libre competencia de sus servicios, para atraer inversiones y para desarrollar grandes infraestructuras físicas y tecnológicas comunes.

Este es el camino de la modernización y el progreso de estos países. Las sinergias que pueden producirse, las formidables ventajas de la osmosis de buenas prácticas y políticas de éxito entre Estados y el abordaje conjunto de proyectos transnacionales, aconsejan avanzar sin complejos en esta materia. Lejos deben quedar retóricas apelaciones a la soberanía nacional y a proteccionismos anacrónicos y comparativos.

En este mismo plano cabe destacar la conveniencia de que tres gobiernos con etiqueta progresista, México, Brasil y Argentina podrían coordinar sus estrategias en el G20 y en los organismos financieros internacionales con objeto de hacer fuertes sus demandas en los dos temas más urgentes del momento: el reparto de las vacunas (incluida la liberación de las patentes) y la ayuda financiera internacional que la mayoría de los países latinoamericanos necesitan en estos momentos.

En segundo lugar, los gobiernos de una izquierda moderna tienen que afrontar la recomposición del contrato social en esos países. Cada uno con sus características y circunstancias. En Chile, Colombia, Perú y Brasil hay problemáticas y demandas diferentes, pero en todos ellos sus democracias y sus instituciones reclaman un esfuerzo de consolidación de los pilares del bienestar: salud, educación y protección social. Son servicios públicos con enormes lagunas en sus prestaciones, como se ha puesto de manifiesto durante la pandemia. La izquierda de verdad, no la de retóricas revolucionarias, tiene que fortalecer el Estado y sus niveles de protección social, y eso empieza por apostar por el crecimiento de la economía y aumentar el ingreso fiscal, lo que a su vez, exige combatir la informalidad en la economía y hacer eficaz el aparato de recaudación (la agenda tributaria, si ustedes quieren llamarla así).

En la primera década de este siglo, muchas de las políticas de izquierda fueron redistributivas sobre la base de ingresos especiales de una economía extractiva, favorecida por los altos precios de las materias primas. Hoy, la izquierda moderna, combate la desigualdad también desde políticas predistributivas: salarios mínimos, educación universal, formación profesional, movilidad, la lucha contra las brechas digitales, etcétera. Eso es lo que estamos escuchando en Chile y nos permite abrigar esperanzas socialdemócratas en esta nueva etapa. La revolución pendiente en gran parte de los países de América Latina es la revolución socialdemócrata, que basándose en la libertad y en la democracia, construye Estados de Derecho fuertes, aumenta la recaudación fiscal año a año y edifica la seguridad y la protección social sobre robustos servicios públicos de educación, sanidad y pensiones. Esa es la única forma de reestablecer y renovar el contrato social de la ciudadanía con sus instituciones y ese es el camino de empezar a recuperar la confianza en los partidos políticos, no se olvide, fundamentales en el sistema democrático.

Hay una tercera causa que también concierne a la izquierda Latinoamericana es su contribución a la transición democrática de Venezuela y Nicaragua. Es la izquierda democrática la que tiene que encabezar la denuncia contra la izquierda totalitaria. No hay socialismo posible sin libertad. La democracia no es una herramienta que pueda despreciarse por causa de la justicia social, porque no hay justicia sin libertad. La democracia no es forma, es fondo.

Por coherencia con esos principios y porque la connotación negativa de esos modelos les perjudica en su imagen y en sus expectativas políticas, los gobiernos de izquierda deben articular la presión política adecuada sobre esos regímenes, para que sendos procesos de negociación abran paso a las transiciones democráticas necesarias, es decir, a elecciones libres, de plena igualdad, en las que el pueblo elija presidente, gobierno y cámaras legislativas en pleno respeto a sus respectivas constituciones.

 

 

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura