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Acercarse a Fidel Castro es como adentrarse por la selva amazónica sin baquiano ni brújula. Se escribirán biografías por docenas, exégesis y testimonios de dudoso y no dudoso valor y aparecerá el castrólogo como especialista de ese singular personaje, admirado y rechazado por millones de personas. Yo, en esta breve nota, sólo aspiro a dejar constancia de algunas vivencias, a través de relámpagos de mis recuerdos, de esa figura mítica que conocí y traté en años anteriores al Moncada y, al triunfar la revolución, en el Banco Nacional, donde me desempeñaba como miembro del Comité de Crédito, presidido por Ernesto Guevara. La brevedad del espacio me obliga a ofrecer lacónicos testimonios, relámpagos, que tienen el valor de lo auténtico, sin venenos ni añadidos.
Primer relámpago: Fidel visitaba nuestra casa, en el Vedado, con Mirta Díaz Balart, su esposa y su hijito recién nacido, Fidelito. Era muy amigo de mi hermano Fernando y dialogaba con pasión con mi padre, exiliado de la Guerra Civil, sobre esa catástrofe. Había hecho el bachillerato en Belén, horno jesuita, forjador de líderes políticos. Se sabía de memoria los discursos de José Antonio y expresaba ideas de redención para una Cuba que no había encontrado su camino en 47 años de independencia. Un día, mi madre, que lo admiraba por su gallarda figura y su verbo elocuente, le dijo: "Fidel, tienes una bella esposa y un hijo maravilloso, ¿no crees que lo mejor para ti y para ellos es que te dediques a tu profesión y a tu familia y abandones esas quimeras románticas?". Textualmente, Fidel le contestó: "No, doña Adela, no puedo, alguien tiene que ocuparse de guiar a este sufrido pueblo hacia mejores destinos".
Segundo relámpago: Cuando Fidel estaba preso en Isla de Pinos le prohibió a Mirta que aceptara un solo centavo de su familia, los Díaz Balart, batistianos de tronío. Mirta tuvo que trabajar como empleada de Cubana de Aviación y sus amigos, nosotros entre otros, tratábamos de hacer aportes que mejoraran sus magros ingresos.
Tercer relámpago: En nuestra finquita de Rancho Boyeros, algunas noches, venía a dormir. Era lugar seguro, cerca de La Habana. Se hacía acompañar de Abel Santamaría y Miguelito el Niño. Fidel y Abel se parecían en su físico y en su discurso político. Estaban tramando el ataque a un cuartel. Pensaron en Columbia, en La Habana, el más importante de Cuba. El dueño de Columbia es el dueño de Cuba. Pero, como luego vimos, se decidieron por Santiago, cuna de héroes y matriz de la guerra de independencia. Abel, protomártir, murió en el Moncada.
Cuarto relámpago: Al triunfar la revolución, Fidel asistía a las reuniones del Consejo de Dirección del Banco Nacional, presidido por Felipe Pazos. Intuía que una gran porción del poder estaba allí. Oía con ánimo de neófito las explicaciones de los doctos especialistas que aportaban la información necesaria para tomar decisiones. Estaba yo en el baño cuando llegó Fidel y me ...
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