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¿Qué podemos esperar en la relación entre Brasilia y Washington tras las elecciones presidenciales del próximo octubre en el país latinoamericano?

El gobierno de Estados Unidos ha gestionado mal la relación con Brasil durante el mandato del presidente Jair Bolsonaro. Lo máximo a lo que podemos aspirar después de las elecciones presidenciales de octubre es una coexistencia gélida, bien con Bolsonaro reelegido, bien con el expresidente Lula de regreso en el poder. Bolsonaro, envalentonado, proseguiría con su campaña para erosionar los controles democráticos e intensificaría el desarrollo económico de la Amazonia. Lula tendría una actitud pragmática pero cautelosa hacia EE UU, al que culpa de haber pasado 538 días en prisión, pero presumiría de su independencia respecto a la política exterior estadounidense y haría de ello una virtud política. En cualquier caso, incluso aunque el ganador obtenga una victoria contundente, la diplomacia estadounidense tendrá que ser mucho más hábil que hasta la fecha. Además, hay muchas más probabilidades de que en octubre el resultado sea peor: que Bolsonaro se niegue a aceptar la derrota y se produzca en Brasil una réplica de los sucesos y la insurrección del 6 de enero de 2021 en Washington. El silencio y la pasividad de Washington durante los últimos cuatro años, mientras Bolsonaro socavaba las instituciones y los valores democráticos del país, y su falta de interés por cuidar a la izquierda brasileña en todo ese tiempo hacen que la política exterior de EE UU en América Latina corra peligro de sufrir un enorme fracaso, con consecuencias para la diplomacia en toda la región.

Una de las tendencias más preocupantes en todo el mundo, que también se refleja en el Brasil de Bolsonaro, es que muchas democracias empiezan a transformarse en dictaduras o regímenes populistas autoritarios mediante el vaciado de las instituciones independientes y la consolidación del poder en manos de un líder. Hay numerosos estudios que describen la forma de actuar de los populistas, cómo desmantelan metódicamente los centros independientes de poder. En general, empiezan por atacar a la sociedad civil, diciendo que las organizaciones civiles son “agentes extranjeros” para restringir las fuentes de financiación externas. Luego acusan a los periodistas de ser desleales y de estar aliados con un enemigo interior imaginario. Poco después tachan a los tribunales de partidistas y empiezan a destituir jueces. Por último, controlan las cámaras legislativas para manipular las elecciones. En poco tiempo, el populista ha cambiado las reglas del juego. Aunque lo hayan elegido democráticamente, el populista autoritario tarda poco en socavar la legitimidad democrática.

Bolsonaro ha gobernado guiándose por el manual del populista autoritario durante estos cuatro años, sin que hubiera casi ninguna reacción pública ni privada de EE UU. Ha tachado a los jueces de partidistas y ha dicho que no se puede confiar en ellos, ha criticado el excelente sistema de votación electrónica de Brasil (que, según él, la izquierda se dispone a manipular), ha fustigado a los medios de comunicación acusándolos de difundir bulos y ha arremetido contra la sociedad civil (a la que suele acusar de estar a sueldo de intereses extranjeros decididos a sabotear la soberanía brasileña sobre el Amazonas). Ha dicho que solo el fraude o Dios lo destituirán. Se ha asegurado de que haya más armas en manos de ciudadanos privados. Y todavía más espeluznantes son las declaraciones de su hijo Eduardo, senador, cuando aseguró que bastaría un solo cabo para cerrar el Tribunal Supremo y que los insurrectos del 6 de enero en Washington, D.C. estaban mal organizados y dirigidos y deberían haber tenido un plan más elaborado. En marzo, su hijo Carlos, que lleva las redes sociales, viajó a Rusia con el presidente para reunirse con Vladímir Putin y su equipo. Las últimas declaraciones que ha hecho Bolsonaro sostienen que el ejército o una empresa privada contratada por él deberían hacer un recuento paralelo de los votos en las elecciones a la presidencia. Estas cosas, tomadas una por una, no corresponden al comportamiento normal de un político y sus familiares dentro de una sociedad democrática. Todas juntas deberían hacer saltar las alarmas en Washington.

Merece la pena una reflexión sobre las dos etapas que ha habido en la política estadounidense respecto a Brasil durante el gobierno de Bolsonaro, dos ejemplos perfectos de las desafortunadas tendencias en las que incurre la diplomacia estadounidense en Latinoamérica. El periodo correspondiente a la presidencia de Donald Trump es un ejemplo de la tendencia estadounidense a personalizar la política. Durante esos años, los responsables de la diplomacia estadounidense apostaron fuerte por Bolsonaro y prestaron a la izquierda brasileña menos atención de la normal. Trump veía que Bolsonaro era un populista de derechas, su reflejo latinoamericano, y eso le resultó gratificante. Por consiguiente, los estrategas políticos del gobierno de Estados Unidos aceptaron, en general, que se personalizara la relación con Brasil, a cambio de conseguir pequeños objetivos como acuerdos bilaterales provisionales para facilitar el comercio o la formalización de los acuerdos de cooperación en materia de seguridad que ya existían. La personalización de la política no suele ser conveniente y se corre el riesgo de que en las embajadas estadounidenses se construya el análisis político en función de lo que los diplomáticos creen que Washington quiere oír. En mi opinión, eso es lo que ocurrió con Brasil.

El presidente Joe Biden habla con el presidente Jair Bolsonaro de Brasil después de una foto grupal con los líderes de la IX Cumbre de las Américas. (Anna Moneymaker/Getty Images)

Muchos observadores esperaban que el presidente Biden cambiara esta dinámica. Pero da la impresión de que, por el contrario, se ha dedicado a ejercer una diplomacia transaccional en Brasil: ha callado ante los graves retrocesos democráticos de Bolsonaro a cambio de su apoyo a importantes compromisos medioambientales relacionados con el proceso de la COP26 (que nadie en Brasil cree que se vayan a cumplir). El silencio más inquietante de EE UU es el que ha mostrado frente a una de las políticas más perversas de Bolsonaro, su obstinado empeño en volver a politizar el Ejército brasileño. Si los militares gozan hoy de buena reputación en Brasil es gracias a los pacientes esfuerzos llevados a cabo durante más de una generación para reconstruir su credibilidad tras la dictadura de 1964-1985. Las fuerzas de pacificación brasileñas se convirtieron en un elemento imprescindible para Naciones Unidas en más de 50 misiones de paz en todo el mundo. Sin embargo, recientemente, se han visto los primeros frutos de la labor de Bolsonaro, cuando el jefe de la Armada apoyó las críticas infundadas del presidente al sistema de votación.

Muchos predicen que el presidente brasileño fracasará en su intento de reelección este año, y hay serias dudas sobre cómo reaccionaría ante una derrota electoral. Lula, actual favorito en las encuestas, es un pragmático y mantuvo una colaboración constructiva con Washington durante sus dos mandatos, de 2003 a 2010. Podría volver a hacerlo si es elegido en noviembre, pero sus declaraciones públicas obligan a preguntarse qué opina de EE UU tras su encarcelamiento, un largo paréntesis en el diálogo sustancial que este país ha mantenido siempre con la izquierda brasileña y lo que se considera el silencio cómplice de Estados Unidos ante los excesos de Bolsonaro. En la izquierda brasileña, muchos creen que el vecino del norte tuvo que ver con la condena y el encarcelamiento de Lula. En caso de que este gane, es indudable que Rusia y China le insistirán sobre estos aspectos para adquirir más influencia.

Le habría costado muy poco a EE UU mantener unas conversaciones más intensas y de alto nivel con la izquierda brasileña durante los últimos dos años. Es verdad que Lula y su partido han estado implicados en graves escándalos de corrupción, como lo ha estado la mayor parte de la élite política brasileña, y el propio Lula estuvo en la cárcel, acusado de corrupción, hasta su salida en noviembre de 2019. Pero las investigaciones sobre Bolsonaro y su familia por asuntos de integridad pública no le impidieron reunirse en múltiples ocasiones con el presidente Trump. Es difícil comprender de qué ha servido esta postura tan corta de miras, aparte de conseguir que la campaña electoral brasileña de 2022 esté más llena de tensiones y, seguramente, que la relación con algunos de los líderes nacionales más influyentes de Brasil sea más complicada. Tampoco sobre este aspecto ha dicho gran cosa el gobierno de Biden. Si Estados Unidos carece de influencia en un Brasil presidido de nuevo por el presidente Lula, será por todo lo que se está sembrando ahora.

Lo mejor que le puede pasar a EE UU es que quien gane en octubre consiga una victoria limpia, con unos 10 puntos de ventaja. Probablemente, eso evitaría la crisis diplomática que se avecina, relacionada con los preparativos de Bolsonaro para impugnar los resultados si pierde. Sin embargo, incluso una clara victoria dejaría a Washington al descubierto en Brasil. Un Bolsonaro reelegido y envalentonado aceleraría su proyecto político autoritario y el desarrollo del Amazonas. Representa a un poderoso grupo de empresas agrarias que consideran que el desarrollo económico de la Amazonia es el equivalente a cuando Estados Unidos desarrolló el Lejano Oeste. En cuanto a una victoria clara de Lula, sería menos cómoda para el Gobierno estadounidense de lo que muchos suponen. Las autoridades del país no dan la importancia que merece al resentimiento de la izquierda brasileña hacia EE UU.

Lula Da Silva lanza su fórmula para desafiar a Bolsonaro en las elecciones presidenciales de octubre. (Buda Mendes/Getty Images)

Lo peor sería que se produjera una versión brasileña de la insurrección del 6 de enero en Washington, D.C. y que Bolsonaro intentara aferrarse al poder de manera fraudulenta después de una derrota electoral. Este resultado sería trágico para los brasileños y socavaría aún más la influencia de Estados Unidos en Latinoamérica. Y en términos más generales, que Brasil se replegara sobre sí mismo tras unos comicios caóticos sería una mala noticia para toda la región.

Brasil tiene en Latinoamérica unas relaciones diplomáticas que podrían impulsar sustancialmente los avances en las cuestiones más difíciles. Por ejemplo, ha llegado el momento de adoptar una estrategia constructiva respecto a la situación en Venezuela. Señalar a los culpables es menos importante que encontrar soluciones para curar las heridas enconadas de este conflicto. EE UU no tiene fácil desempeñar ese papel, porque se ha identificado con un bando. Quizá  sea el momento de formar un gobierno de unidad nacional que gobierne, por lo menos, durante todo un mandato. Las carteras del gabinete se podrían repartir con los partidos de la oposición. Un “grupo de amigos” pequeño y de confianza podría desempeñar para Venezuela una función como la que los garantes, incluido Brasil, desempeñaron en la resolución del conflicto fronterizo entre Ecuador y Perú en 1995. La solución del problema podría tener varias etapas, con el objetivo final de unas elecciones nacionales con presencia de observadores internacionales. Perú es otro país al que no le vendría mal una estrecha coordinación y una diplomacia tranquila en los próximos meses, ya que es una sociedad profundamente dividida que busca una vía hacia delante. Su incapacidad histórica de resolver dificultades ha creado terribles problemas de terrorismo y unas disputas políticas que ahora parecen imposibles de solucionar. El Triángulo Norte de Centroamérica es una zona de gran interés para EE UU por la migración derivada de la quiebra de los Estados, pero también aquí hay margen para que Brasil pueda tener una intervención diplomática constructiva. Este país tiene una experiencia extraordinaria en establecer las instituciones independientes que permiten que la democracia funcione y en aislarlas de la manipulación política. La labor diplomática brasileña en esos países, así como en otros de mayor peso como México, podría contribuir de manera sustancial a transformar todas esas sociedades. Y, por supuesto, están Cuba y Nicaragua, dos países con los que Estados Unidos no tiene ninguna relación constructiva y que muestran tendencias negativas. ¿Qué país de la región tiene más posibilidades que Brasil de poder llevarlos en una dirección más positiva? La eficacia consiste en hacer progresos graduales, no necesariamente en vencer al adversario.

La importancia de Brasil como peso pesado democrático y sus posibilidades como líder diplomático hacen que la pasividad de EE UU durante el gobierno de Bolsonaro resulte aún más difícil de entender, especialmente en el periodo correspondiente al gobierno de Biden. Lo mínimo esperable, hoy, por parte de la diplomacia estadounidense en Brasil deberían ser visitas públicas a las autoridades judiciales y electorales y declaraciones que reflejen plena confianza en su independencia y profesionalidad. Además debería haber mensajes privados a los altos jefes militares para advertirles que sigan siendo una fuerza disciplinada y apolítica en caso de disputas electorales. Y deberían incluir mensajes privados a Bolsonaro y sus partidarios más destacados que influyan en el análisis de costes y beneficios que haga cuando piense en qué decisiones tomar durante el periodo electoral. Todavía hay tiempo para cambiar las cosas, pero se está acabando rápidamente.

La versión original en inglés se ha publicado con anterioridad en Global Americans. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia