Primero empiezan a actuar como países reales, luego esperan convertirse en uno de ellos.
En mi última visita a la República de Abjasia, un país que no existe, entrevisté al viceministro de Relaciones Exteriores, Maxim Gundjia, sobre el comercio exterior que su país no tiene con los países reales que lo rodean, en el Mar Negro. Casi al final de nuestra charla hizo una pausa, miró mi pierna y me preguntó por qué estaba sangrando sobre su suelo. Le dije que había resbalado pocas horas antes y me había hecho un corte en la espinilla del tamaño de una moneda de un rublo, que llegaba hasta la tibia. La sangre había empapado la gasa que cubría la herida y necesitaba puntos. “Puede ir a nuestro hospital, pero se quedará impactado por su estado”, dijo Gundjia. Me señaló el edificio contiguo, donde 20 minutos después, con la pierna sobre un escritorio de madera oscura, me retorcía de escozor por las friegas con alcohol que me aplicaba el propio ministro de Sanidad.
![]() |
Popular destino turístico en la época soviética, la costa de Abjasia se encuentra salpicada ahora de embarcaciones corroídas y de chatarra. |
Yo no estaba acostumbrado a recibir un servicio tan personalizado por parte de un Gobierno. Los países inexistentes tienen que esforzarse más, pensé, y me planteé si sería tentar a la suerte pedirle al ministro de Hacienda que me devolviera en persona mi IVA y al ministro de Transporte que confirmara mi billete de autobús de vuelta a Georgia, o sea, a la realidad. Abjasia, junto con una docena de otros cuasipaíses, está a punto de obtener un Estado propio. Está en el área prenatal de la comunidad internacional. Si el presente y el pasado son indicativos del futuro, la mayoría de esos países embrionarios nacerán muertos, aunque no será por no intentarlo.
Los símbolos propios de un Estado están presentes en estos aspirantes: oficinas llenas de funcionarios encorbatados, banderas en miniatura sobre el escritorio, papelería con el logo nacional y, por supuesto, montones de papeleo burocrático –para convencer a los extranjeros como yo de que merecen el reconocimiento internacional y de que éste es inevitable–. Alto Karabaj, el enclave separatista armenio de Azerbaiyán, emite visados con hologramas de lujo difíciles de falsificar. Somaliland, la (en comparación) serena república segregada de una Somalia destrozada por la guerra, imprime su propia moneda, el chelín de Somaliland, de aspecto oficial y cuya unidad más pequeña vale tan poco que las oficinas de cambio tienen que emplear animales de carga para transportar el dinero en efectivo y reponer sus cajas de seguridad.
Estos cuasiestados –entre los que hay desde territorios que llevan décadas irradiando tensiones internacionales (como Palestina, el norte de Chipre y Taiwán) hasta zonas más opacas (como los enclaves de Transdniéster, Sáhara Occidental, Puntland, el Kurdistán iraquí y Osetia del Sur)– controlan su propio territorio y tienen gobiernos ...
Artículo
para suscriptores
Para disfrutar de todos nuestros contenidos suscríbete hoy:
Plan mensual
3,70€/mes
- Asiste a eventos en exclusiva
- Recibe la Newsletter mensual ‘Cambio de foco’ con contenidos de actualidad
- Participa activamente en la elección de los contenidos de esglobal
- Accede a todos los contenidos semanales
- Accede al archivo de artículos desde 2007
- Descarga todos los artículos en PDF
Plan anual
37€/mes
- Asiste a eventos en exclusiva
- Recibe la Newsletter mensual ‘Cambio de foco’ con contenidos de actualidad
- Participa activamente en la elección de los contenidos de esglobal
- Accede a todos los contenidos semanales
- Accede al archivo de artículos desde 2007
- Descarga todos los artículos en PDF