Primero empiezan a actuar como países reales, luego esperan convertirse en uno de ellos.

 

En mi última visita a la República de Abjasia, un país que no existe, entrevisté al viceministro de Relaciones Exteriores, Maxim Gundjia, sobre el comercio exterior que su país no tiene con los países reales que lo rodean, en el Mar Negro. Casi al final de nuestra charla hizo una pausa, miró mi pierna y me preguntó por qué estaba sangrando sobre su suelo. Le dije que había resbalado pocas horas antes y me había hecho un corte en la espinilla del tamaño de una moneda de un rublo, que llegaba hasta la tibia. La sangre había empapado la gasa que cubría la herida y necesitaba puntos. “Puede ir a nuestro hospital, pero se quedará impactado por su estado”, dijo Gundjia. Me señaló el edificio contiguo, donde 20 minutos después, con la pierna sobre un escritorio de madera oscura, me retorcía de escozor por las friegas con alcohol que me aplicaba el propio ministro de Sanidad.

 

Popular destino turístico en la época soviética, la costa de Abjasia se encuentra salpicada ahora de embarcaciones corroídas y de chatarra.

 

Yo no estaba acostumbrado a recibir un servicio tan personalizado por parte de un Gobierno. Los países inexistentes tienen que esforzarse más, pensé, y me planteé si sería tentar a la suerte pedirle al ministro de Hacienda que me devolviera en persona mi IVA y al ministro de Transporte que confirmara mi billete de autobús de vuelta a Georgia, o sea, a la realidad. Abjasia, junto con una docena de otros cuasipaíses, está a punto de obtener un Estado propio. Está en el área prenatal de la comunidad internacional. Si el presente y el pasado son indicativos del futuro, la mayoría de esos países embrionarios nacerán muertos, aunque no será por no intentarlo.

Los símbolos propios de un Estado están presentes en estos aspirantes: oficinas llenas de funcionarios encorbatados, banderas en miniatura sobre el escritorio, papelería con el logo nacional y, por supuesto, montones de papeleo burocrático –para convencer a los extranjeros como yo de que merecen el reconocimiento internacional y de que éste es inevitable–. Alto Karabaj, el enclave separatista armenio de Azerbaiyán, emite visados con hologramas de lujo difíciles de falsificar. Somaliland, la (en comparación) serena república segregada de una Somalia destrozada por la guerra, imprime su propia moneda, el chelín de Somaliland, de aspecto oficial y cuya unidad más pequeña vale tan poco que las oficinas de cambio tienen que emplear animales de carga para transportar el dinero en efectivo y reponer sus cajas de seguridad.

Estos cuasiestados –entre los que hay desde territorios que llevan décadas irradiando tensiones internacionales (como Palestina, el norte de Chipre y Taiwán) hasta zonas más opacas (como los enclaves de Transdniéster, Sáhara Occidental, Puntland, el Kurdistán iraquí y Osetia del Sur)– controlan su propio territorio y tienen gobiernos semifuncionales, pero carecen aún de un reconocimiento significativo. Son una especie de Estados en el limbo. Empiezan actuando como Estados reales, y luego esperan convertirse en uno de ellos.

En otras épocas, este tipo de cuasiestados separatistas solían lograr la independencia con rapidez o reintegrarse en sus Estados pocos años más tarde (generalmente después de sangrientas guerras civiles, como Biafra en Nigeria). Pero, en la actualidad, permanecen en el purgatorio político durante más tiempo (los que se mencionan en este artículo llevan una media de 15 años atravesando un desierto legal), planteando un nuevo y peligroso fenómeno internacional: el Estado de segunda clase por tiempo indefinido.

Este caos se veía venir. La primera inquietud que genera es que la continuada existencia de estos cuasiestados, y su ocasional triunfo, alienta a otros secesionistas. Imagine un mundo en el que todos los movimientos independentistas con un montón de Kalashnikov crean que pueden convertirse en un nuevo Kurdistán sólo con contratar a los lobbies adecuados en Washington y abrir un Ministerio de Asuntos Exteriores realista en su improvisada capital. La segunda preocupación consiste en que estos aspirantes a Estados no tienen ninguno de los derechos y obligaciones de los verdaderos Estados, sólo un estatus ambiguo y armas sin leyes. Naciones Unidas es, a fin de cuentas, binaria: estás dentro o fuera, y, si estás fuera, tu bandera no puede estar en Turtle Bay (el barrio de Nueva York donde se encuentra la sede de la ONU).

Un bloque de apartamentos abandonados en Dranda (Abjasia).

Mis viajes por los países del limbo durante los últimos años me han llevado por todo el espectro de estos enclaves, desde la desesperada palabrería de un virtual Jalistán, posible denominación del Punjab indio una vez independizado como un Estado separatista sij que juega a lo grande y tiene un presidente en el exilio, pero que no posee ni un centímetro cuadrado de tierra; pasando por la seria anomalía que supone Somaliland; hasta el que con optimismo podemos llamar el casi petroestado de Kurdistán, que va como la seda. Cada uno de estos aspirantes a Estados es, a su manera, un ejemplo práctico de lo que hay a las puertas de los Estados reconocidos.

Son también fantasmas de la guerra venidos del pasado y del futuro: la mayoría tiene enemigos que desean el regreso de la región separatista. Representan las guerras olvidadas por el tiempo, congeladas como crisis sin resolver, bien porque es muy conveniente mantenerlas así, o bien porque resulta demasiado complicado para los países del mundo real que los rodean llegar a una solución más duradera. El limbo parece útil porque permite a los países reconocidos castigarse unos a otros a través de intermediarios y exigir lealtad y pleitesía a los cuasiestados que patrocinan. Si este limbo no existiera, alguien lo inventaría.

Por desgracia para estos Estados, para constar en los mapas y entrar en la Asamblea General de la ONU hay que hacer mucho más que contratar una imprenta profesional que empiece a producir pasaportes. Sustraer territorio de otros Estados implica casi siempre derramamiento de sangre y, en la mayoría de los casos, las fronteras siguen sangrando décadas después. Somaliland y Abjasia existen desde hace casi 20 años, y hay pocos indicios de que el reconocimiento general vaya a llegar de forma inminente. En realidad, los pocos que han pasado últimamente de ser un enclave problemático a una nación independiente se han saltado la fase del limbo por completo. Es el caso de Timor Oriental y de Kosovo, que pasaron de una brutal ocupación a la independencia –previa administración transitoria de la ONU–, convirtiéndose en dos de los primeros nuevos Estados de la pasada década. Los países suelen entrar en el limbo con violencia y quedarse estancados en el siguiente paso: un camino interminable que no parece conducir a ninguna parte.

El caso de Abjasia es típico. Con una población de 190.000 habitantes, ocupa una región de la costa georgiana del Mar Negro cuyas playas, pinares, montañas y lagos atrajeron en su momento a líderes soviéticos como Stalin, Kruschev y Breznev para pasar sus vacaciones. A principios de los 90, una guerra desgajó Abjasia de Georgia, y se cobró las vidas de miles de personas de cada bando en los primeros 13 meses, además de obligar a huir de sus hogares en Abjasia a 100.000 habitantes de etnia georgiana y mingreliana.

La comadrona de la rebelión abjasia fue Rusia, su aliada y garante. Georgia era una de las ex repúblicas soviéticas que más deseaba explorar alianzas con Occidente, y Abjasia fue el medio que utilizó Rusia para castigar a Tbilisi por su infidelidad. Moscú envió apoyo a Abjasia, abrió la frontera al comercio y dio pasos graduales hacia una especie de anexión. En 2006, dio pasaportes rusos a todos los abjasios, y por último fue el primer país en reconocer su independencia. Según los abjasios, Georgia planeaba la invasión para el verano de 2008, y sólo el torrente de tropas rusas que entraron en Abjasia en el último minuto llevó a Tbilisi a intentar recuperar por la fuerza Osetia del Sur, otro Estado clientelar de Rusia dentro de Georgia (aunque fracasó, debido a la inesperada fuerza de la respuesta rusa). Las tablas con las que terminó el conflicto impidieron que Rusia se anexionara formalmente Abjasia y, a cambio, los abjasios se aseguraron de que los rusos nunca necesitaran anexionarse la región, porque hacen lo que quiere Rusia de todos modos. Esta garantía ha dado alas a los abjasios, que hostigan al Ejército georgiano del otro lado de la línea de control. “El primer soldado georgiano que cruce el río Inguri recibirá un disparo”, aseguró Gundjia cuando fui a verle en otoño.

Mientras el ministro de Sanidad, un dermatólogo retirado llamado Zurab Marshaniya, limpiaba la sangre coagulada de mi pierna, suspiró con frustración por la difícil situación en la que se encontraba su Gobierno. Le comenté lo impresionado que estaba por el ritmo con el que Abjasia estaba recuperando la condición de ciudad de vacaciones que tenía en los tiempos soviéticos. La última vez que estuve en Sujumi, la capital abjasia, en 2006, la antigua joya del paseo marítimo, el Hotel Abjasia, sufrió un ataque con bomba y acabó colonizado por la maleza. Ahora estaba a medio reparar, y su rival, el Hotel Ritsa, había abierto sus suites a los más ricos entre el millón de visitantes anuales del cuasiestado, casi todos ellos rusos –la habitación 208 del Ritsa (desde cuyo balcón León Trotsky, que estaba allí de vacaciones, se dirigió a la multitud cuando murió Lenin) cuesta unos 100 euros la noche–. Marshaniya no paraba de encogerse de hombros y dijo que, mientras Georgia aún tuviera intención de entrar de nuevo en Sujumi, los avances serían muy frágiles.

Un pastor atiende a su rebaño en el Kurdistán iraquí. Pocos países en proceso de serlo han alcanzado un estadio de mayor felicidad que esta región, que mantiene una relativa estabilidad.

Mientras tanto, la política exterior de Abjasia se basa en cortejar a cualquiera que pueda reconocer su soberanía. El Gobierno nicaragüense de Daniel Ortega la complació en 2008, probablemente influido por los antiguos lazos soviéticos; y el presidente venezolano, Hugo Chávez, también reconoció formalmente a Abjasia, en 2009. Sin embargo, con excepción de Rusia, Abjasia no tiene relaciones formales con ningún Estado, y sus diplomáticos tienen muchas limitaciones para viajar. EE UU, un fiel aliado del Gobierno georgiano de Mijaíl Saakashvili, deniega el visado a los funcionarios del Gobierno abjasio; y a otros Estados, como India, les han convencido de que hagan lo mismo.

Eso deja a Abjasia representada por extraños voluntarios, como George Hewitt, catedrático de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres, que se ha especializado en la cultura abjasia y en su lengua, el abjasio, un circo lingüístico con 67 consonantes y una sola vocal. Hewitt conoce el abjasio tan bien como puede hacerlo un no abjasio, y escribe apasionados y documentados informes sobre la cuestión abjasia. Pero es un universitario, no un estratega político. Le hice una visita antes de mi primer viaje al cuasiestado en 2006 y le pregunté si necesitaba algo de Georgia, donde es persona non grata. Pensé que podía querer un libro o una postal. Dijo que le habían calumniado en los periódicos en lengua mingreliana y me pidió que investigara. Por desgracia, yo no podía hacerlo.

Al fomentar el florecimiento y la proliferación de casos como el de Abjasia se ha creado un nuevo tipo de Estados, de segunda clase, con derechos y responsabilidades poco claros en el sistema internacional, exactamente lo que la diplomacia había intentado evitar durante los últimos siglos. La Paz de Westfalia fijó un orden mundial con fronteras definidas en 1648 que no incluía estipulaciones sobre la existencia de enclaves que funcionaran de forma independiente en Brandenburgo-Prusia, por ejemplo, que Francia pudiera emplear para hacer presión. El objetivo era llegar a una conclusión final sobre lo que era territorio soberano y erradicar la guerra y la ambigüedad. Y ello era, en parte, por el bien de los propios enclaves, para que no permanecieran atrapados en la incertidumbre ni fueran utilizados como intermediarios –o peor, como neocolonias– por los Estados de primera clase. Pero ahora los países en el limbo sufren exactamente ese destino.

Etiopía, a la que aún le escuece la pérdida de su colonia Eritrea, hace dos décadas, ha adoptado otra de manera no oficial en el norte de Somalia, llamada Somaliland, que fue una de las áreas somalíes más rebeldes y ruidosas bajo la dictadura de Muhammad Siad Barré. A finales de los 80, Siad Barré asesinó a cientos de miles de personas en bombardeos contra su principal ciudad, Hargeisa, y en el campo. Cuando Siad Barré cayó, Somaliland se consolidó con rapidez como un Estado independiente, y lleva casi 20 años de paz relativa. En la práctica, Etiopía ha recuperado, con Somaliland, la costa que perdió con Eritrea, con el puerto de Berbera convertido en una válvula clave para el comercio en el golfo de Adén. El apoyo etíope a Somaliland también representa una afrenta perpetua para los somalíes de Mogadiscio. Mientras éstos continúan luchando entre sí desde hace casi dos décadas, la mayoría de las facciones consideran que Etiopía es una amenaza externa letal, sobre todo porque invadió la propia Somalia en 2006.

Al igual que los abjasios, los habitantes de Somaliland son tan útiles como desgraciados; lo descubrí desde el momento en el que pisé su pequeña representación oficial en la capital etíope, Addis Abeba. En la mayoría de las embajadas africanas, los diplomáticos consideran a quienes solicitan un visado como fuentes cautivas de ingresos. Pero en la oficina de Somaliland, en lugar de un somnoliento cleptócrata, me encontré con un hombre joven, vital y delgado, con un cautivador entusiasmo por alardear de su país. Vino a sellar mi pasaporte y se sentó a mi lado para esbozar un mapa del complicado viaje por tierra entre Addis y Hargeisa. “Ahí cultivan el mejor qat”, dijo en referencia a la popular planta de suave efecto narcótico que mascan en la región. Su dedo índice trazó un pequeño pero altivo círculo en un área justo en el lado etíope de la frontera. Por 14 euros, plantó en mi pasaporte un visado del tamaño de una página, que parecía tan oficial como cualquier otro en África.

En el viaje que me describió había una patente falta de oficialidad, una estudiada actitud por parte de Etiopía que negaba que existiera una frontera. A diez horas de Dais, en Jijiga, la última gran localidad antes de cruzar al inexistente país de Somaliland, tuve que buscar a un policía que anotara en mi pasaporte que había salido de Etiopía legalmente. Había frontera, pero existía sólo para quien la pedía.

Una vez en Somaliland, tardé unas dos horas en coche por caminos de tierra –pasando por colinas de maleza rala y pastores arrodillados en chozas hechas con sacos de harina desechados de USAID y de la ONU– en llegar a algo remotamente parecido a una señal de que hubiera un Gobierno. A las afueras de Hargeisa, una ciudad empinada cuyas luces fueron mi único referente en el horizonte mientras conducía, dos hombres con metralletas detuvieron mi coche para pedirme la documentación. Pensé que era el momento de hacer lo que se hace en tantas fronteras africanas, guiñar un ojo y ofrecer cigarrillos y un pequeño soborno a cambio de que me dejaran pasar con seguridad. Pero antes de que lo intentara encontraron el sello de tinta azul de mi pasaporte y me dejaron pasar, pidiéndome únicamente que me registrara en el Ministerio de Asuntos Exteriores al día siguiente.

A diferencia de Abjasia, Somaliland no me gustó tanto como para considerarlo un país tan bonito que mereciera morir por él. Tal vez fuera el sofocante calor –más de 38ºC sin nada que beber, debido al estricto cumplimiento del ayuno del Ramadán–, o puede que fueran los ojos desorbitados y los dientes manchados de verde de los mascadores de qat. El menú habitual, espaguetis y carne de camello picada comidos con las manos, me aclararon por qué nunca había estado en un restaurante somalí fuera de Somalia.

Los habitantes de Somaliland, por supuesto, ya habían hecho bastante de eso que llamo morir por su tierra y por sus espaguetis, y no perdían una oportunidad para hablarme del cinismo y la crueldad de la comunidad internacional al no querer reconocer su Estado. En la oficina satélite del Ministerio de Exteriores montada para sellar el pasaporte de los escasísimos turistas, dos somalilandeses muy excitables señalaron que su país tenía elecciones con múltiples partidos, una prensa libre y una política antiterrorista que el Gobierno aplicaba con diligencia. Había logrado todo esto sin haber obtenido el reconocimiento ni la ayuda del Banco Mundial, el FMI ni ninguna otra agencia que requiriera un sello internacional para operar. Si esto era la ilegalidad, otros gobiernos africanos deberían probarlo.

Y en todo caso, ¿cuál era la alternativa? Reunificar Somalia requeriría reconectar Somaliland al que puede ser el Estado fallido más espectacular del mundo. Donde Somaliland tiene una guardia costera, Somalia tiene prósperos piratas, y donde Hargeisa tiene una especie de democracia, Mogadiscio tiene una ruidosa anarquía con vetas de sharia.

Con todo, ésa es la alternativa que pide todo el mundo en la región. Los Estados árabes se resisten a ver Somalia, compañera de la Liga Árabe, partida y entregada a Etiopía, un país de mayoría cristiana. A la Unión Africana le preocupa que el ejemplo de Somaliland convenza a los movimientos separatistas de que si luchan con suficiente empeño acabarán por conseguir asientos en la ONU. Somaliland, por supuesto, contesta que Somalia está siendo utilizada por otros Estados tanto como Somaliland por Etiopía. Además, pregunta si una democracia pacífica y responsable no es algo que hay que incentivar, con independencia de que esa democracia pacífica y responsable la hagan funcionar unos separatistas. Por ahora, ni siquiera Etiopía, su aliado más entusiasta, ha reconocido a Somaliland, y no hay signos de que vaya a hacerlo.

Sus detractores acusan a los países del limbo de hacer retroceder el mundo, incluso de practicar una especie de cargocultismo (repetición de una determinada práctica tras ver que se ha usado con éxito por otros, pero sin entender la lógica del proceso). Los cuasipaíses construyen toscos Ministerios de Asuntos Exteriores con la vana esperanza de atraer a embajadores con credenciales de Londres, París y Washington. Afirman que se está engañando a los países que están en el limbo sobre cómo se supone que funciona la independencia: el reconocimiento precede a la creación de un Estado de verdad, y no al revés. La lista de ex miembros del limbo –países que obtuvieron la independencia actuando como Estados independientes antes de que éste fuera reconocido– es pequeña, y los pocos ejemplos de éxito parcial (Kosovo se ha estancado con 63 reconocimientos, Taiwán con 23) indican que el limbo es un estado permanente, si no letal.

Agente de circulación mantiene el orden en las ocupadas calles de Hargeisa, la capital de Somaliland

En efecto, cuando los países del limbo alcanzan un determinado nivel de desarrollo, muchos de ellos empiezan a considerar la posibilidad de que la independencia no sea la oportunidad de oro que les pareció en su momento. Puede que Abjasia haya entrado en esa fase. Después de que Georgia sufriera una vergonzosa derrota intentando reclamar Osetia del Sur (el otro cuasiestado dentro de sus fronteras) en 2008, Abjasia se envalentonó y desarrolló su comercio y sus infraestructuras de forma notable con el apoyo de Rusia. Incrementó su comercio marítimo, a pesar del bloqueo impuesto, aplicado con empeño por la Marina georgiana (sólo algunos buques mercantes turcos rompen el bloqueo de vez en cuando navegando hasta el puerto ruso de Sochi y luego orillando la costa hasta llegar a Sujumi).

Ningún cuasiestado ha llegado nunca a un limbo más feliz que el del Kurdistán iraquí. En los 90, estuvo dividido internamente, y a veces sus líderes mayores se observaban entre sí como monstruos más peligrosos que Sadam Husein. En 1996, el Partido Democrático de Kurdistán llegó a aliarse con Husein contra la Unión Patriótica del Kurdistán (UPK) e invitó a sus fuerzas a entrar en Irbil para expulsar al UPK. Las facciones enfrentadas acordaron una fría tregua en 2002, con el compromiso de colaborar para deponer a Husein y lograr la independencia final.

En teoría, la independencia es aún el objetivo. De hecho, las sospechas de que los políticos del Kurdistán iraquí han descartado este objetivo han hecho mucho para alejarlos de su pueblo. Pero desde mi primera visita, en 2003, los fundamentos que sostienen esa independencia han perdido claridad, a medida que el aparato del Estado kurdo se ha hecho más impermeable y sofisticado. En aquella primera visita, el Gobierno del Kurdistán se reafirmaba sobre todo mediante los bruscos registros de su milicia peshmerga, que cada día desbarataba mi equipaje y lo revolvía con implacable precisión.

En unos pocos años, los peshmergas se han calmado, y el Gobierno se siente más cómodo con su suerte. Barham Salih, el representante del UPK en Washington, dirigió la acertada presión de los kurdos para lograr que EE UU desalojara a Husein del poder. Después de la guerra, se convirtió en viceprimer ministro de Irak, y el jefe del UPK, Yalal Talabani, en presidente. En Washington, siguieron contratando a Barbour Griffith & Rogers, lobby cercano a los republicanos, y su presentación al mundo exterior se hizo más prudente, reduciendo el empleo de palabras como “autonomía”, que podían asustar a sus vecinos turcos.

Crucé al Kurdistán iraquí desde Turquía, a pie, a media noche, y me pusieron un sello que decía “República de Irak – región del Kurdistán”. En ambos lados de la frontera había inmensas filas de camiones cargados de mercancías y listos para pagar una fuerte suma en impuestos –dinero que no estaba destinado a Bagdad, sino a la capital kurda, Irbil–. Turquía colaboraba con este saqueo de las rutas de transporte, deseosa de ver cómo se enriquecían los líderes kurdos iraquíes, siempre y cuando dejaran de pedirle al mundo que considerara reales sus fronteras.

La oficina de pasaportes en el Ministerio de Inmigración de Somaliland

 

Cuando salí del sur del Kurdistán y comenzaron a aparecer los iraquíes árabes, la única indicación del cambio de Administración fue que el color de los uniformes de los policías árabes era azul claro, en lugar del camuflaje desértico de los peshmergas. En los años posteriores a la caída de Sadam, la frontera era un puesto de control plagado de policía, que separaba el Kurdistán de su vecino con claridad. Ahora, los kurdos señalaban con menos celo la línea, como si dijeran: “Siente el miedo al dejar la seguridad de nuestro territorio y entra en las tierras de Arabia y de los coches bomba. Nosotros no necesitamos marcar nuestra frontera en el mapa porque el escalofrío que recorre tu espalda la marca por nosotros”.

En 2006, la palabra “independencia” se susurraba por todas partes, pero no se decía en voz alta. En cambio, los funcionarios kurdos me llevaron a comer al bufé del nuevo hotel, al que llamaban el Sheraton (que no era en realidad un Sheraton, como tampoco éste era un país de verdad); a inhalar los vapores de la pintura reciente de su limpio y ordenado aeropuerto internacional; a mirar con asombro los terrenos donde una empresa turca construía apartamentos de lujo. Insistir en la independencia hubiera sido una torpeza, siendo tan rentable el limbo.

En todos mis viajes por esos territorios, la conversación nos llevaba a menudo a Uruguay, donde se selló un acuerdo en 1993 que aún hoy es un artículo de fe para los habitantes del limbo. La Convención de Montevideo estableció una teoría del Estado que consideraba que los países eran como las estrellas de mar, capaces de sobrevivir después de perder sus extremidades, y de generar nuevos Estados independientes a partir de los miembros perdidos. Se conoce como la teoría declarativa del Estado: la idea de que un Estado es toda entidad con territorio y población fijos y con un Gobierno que pueda entablar relaciones con otros Estados. Sobra decir que si la letra de esta convención, de la que EE UU es signataria, se siguiera, casi todos los países del limbo se convertirían inmediatamente en Estados de pleno derecho, y todos los grupos rebeldes del mundo estarían peleándose por imprimir tarjetas de visita de su cuerpo diplomático, creado a toda prisa. Como muchas declaraciones de política exterior de gran alcance, la Convención de Montevideo ha sido víctima de una sabia inobservancia casi desde su firma. Sin embargo, el extremo opuesto de las relaciones internacionales –otorgar a los países existentes un veto sobre cada movimiento de autodeterminación– es poco recomendable, y el punto medio que pueda existir entre ambos aún no se ha encontrado.

Algunos habitantes del limbo están temporalmente satisfechos con su ambigüedad. En su oficina de Sujumi, Maxim Gundjia señaló que ser un peón de Rusia no era menos embarazoso que ser un peón de EE UU, como Saakashvili. Y, en cualquier caso, el reconocimiento está sobrevalorado mientras la economía del cuasiestado sea pobre. “¿De qué vale ser reconocido como Afganistán?”, preguntó. “Son la primera bandera de la plaza de Naciones Unidas, pero ¿quién quiere vivir allí?”.

Aquella noche, cuando caminaba cojeando por el paseo marítimo del Mar Negro (con mucho cuidado, para que mi pierna no se volviera a desgarrar), me fue fácil darle la razón. En realidad, no estaba claro por qué Abjasia buscaba con tanto fervor el reconocimiento cuando incluso si lograba la legitimidad tendría que apoyarse en Rusia para casi todo. Porque ahora, sólo con un vistazo a la costa, podía percibirse que Abjasia tenía más que la mayoría de los países reales: la belleza de un mar bañado por la luna, y una incipiente prosperidad derivada del flujo de turistas encantados de desprenderse de sus rublos a cambio de elegantes habitaciones de hotel, vino barato y ricos pasteles caucásicos. Los veraneantes rusos que pasaban a mi lado me recordaban de forma constante que el deseo de una verdadera independencia, de Georgia y de Rusia, no era realista, al margen de cuánto trabajaran los abjasios para hacerla realidad. Pero, mientras miraba la escena, los rayos de la luna alcanzaron a un barco a lo lejos, y la incertidumbre sobre si ese barco llevaría una bandera georgiana me hizo entender, por un segundo, lo que les hace seguir intentándolo.