Un hombre egipcio con su nieta delante de una tienda de campaña en Dwek’aa, donde viven muchas personas sin hogar. Egipto, 4 de noviembre de 2010. (Foto de Lynsey Addario/Getty Images Reportage)

Las recientes políticas de desarrollo urbanístico y de infraestructuras del Gobierno egipcio podrían acentuar el ya grave problema del sinhogarismo en el país, que afecta de manera específica a mujeres y niñas.

Tiene la piel oscura, los ojos grandes, el pelo hecho una maraña blanca. Los vaqueros no le llegan al cuerpo. Como la camisa, blanca con rayas azules, que lleva caída hacia atrás, al menos dos o tres tallas más de las que necesitaría. Sus ojos grandes resaltan en una cara morena, muy oscura, sin afeitar en la que se perciben la calle y las noches al raso. Deambula y de vez en cuando para a un transeúnte, que rehúye el olor acre que desprende. Se lleva la mano a la boca en un gesto inconfundible que la mayoría ignora pero que a veces le granjea un billete o unas monedas sueltas.

Hace calor estos días, pero las noches aún son frescas. En el centro de El Cairo ya no quedan muchos lugares donde tumbarse al abrigo de los perros callejeros y de la policía. Quizá alguno de los bancos de la plaza junto al museo de antigüedades donde ahora paran muchos de los minibuses limousine que conectan con ciudades remotas del país en la Costa Norte o en el Mar Rojo. Por allí suele quedarse cuando la temperatura sube y una brisa leve, cualquier brisa, alivia de las nubes de mosquitos. Si tiene suerte alguien abandona un bocadillo o una colilla o deja una lata atrás en su partida. La coge, la bebe, la deja donde estaba ya vacía. En Egipto viven sin hogar al menos 12 millones de personas de sus más de 100 millones de habitantes. O al menos eso dicen algunas estadísticas. Es difícil saberlo con certeza, los números bailan entre los miles y los millones. Un ejemplo de ello es el volumen de niños sin hogar. En 2015 el Gobierno egipcio publicó un informe en el que hablaba de 16.000. Siete años antes Unicef calculaba en torno al millón.

Una mujer en su casa construida dentro de una tumba en el barrio de la "Ciudad de los Muertos" el 14 de diciembre de 2016 en El Cairo, Egipto. (Foto de Chris McGrath/Getty Images)

Una de las razones para esa disparidad es que la definición de sin hogar es casi tan amplia como el volumen de quienes carecen de un techo. Los que duermen en lo que Naciones Unidas denomina “construcciones informales”, un eufemismo para referirse a barriadas de chabolas, caen en el saco de los sin hogar. La vivienda marginal comprende chozas, chabolas, tiendas y tumbas en el cementerio. La Ciudad de los Muertos, un enorme camposanto que alberga mausoleos y mezquitas de la antigüedad en la capital egipcia es el hogar de unas 400.000 personas. Con alrededor de 12 kilómetros cuadrados y situada cerca de El Cairo fatimí, la mezquita Al Azhar, la de Al Hussein o el Bazar de Khan al Khalili, la Ciudad de los Muertos contiene decenas de miles de tumbas de algunas de las figuras más importantes de la historia de Egipto. Con el paso del tiempo muchos de los mausoleos fueron ocupados por familias enteras que hicieron de las moradas de los muertos una ciudad para los vivos. Pero la Ciudad de los Muertos está en un enclave privilegiado de la ciudad, suspendida entre dos mundos: el de la bulliciosa ciudad de El Cairo y los nuevos barrios y ciudades dormitorio del extrarradio que se extienden al sur de la capital. Y ahora sus habitantes podrían ver ese techo desaparecer gracias a las recientes políticas de desarrollo urbanístico y de infraestructuras del Gobierno del presidente Abdel Fatah el Sisi. La construcción de una carretera de 7 km que la atravesaría, según ha informado la prensa local en las últimas semanas, propiciaría que familias enteras acaben desplazadas y en riesgo de sinhogarismo. Una advertencia que la ONG Amnistía Internacional hacía en su informe We are not dirt: Forced evictions in Egypt’s informal settlements (2011).

Amnistía Internacional es solamente uno de los muchos organismos no gubernamentales que ha denunciado cómo los planes de desarrollo que está acometiendo el Gobierno de Sisi dejan a los desfavorecidos en situaciones de mayor vulnerabilidad, hasta el punto de comprometer la posibilidad de que tengan un hogar, aunque sea precario. Human Rights Watch, por ejemplo, ha publicado entre 2018 y 2021 varios informes en los que denuncia la destrucción sistemática de viviendas en el Sinaí por parte del Ejército egipcio y cómo esas prácticas podrían suponer “crímenes contra la humanidad”.

Como en la Península del Sinaí, o como podría suceder en la Ciudad de los Muertos, muchas de las barriadas informales de El Cairo están siendo demolidas para ampliar carreteras o reestructurar la ciudad. Algunas de las zonas a desarrollar tienen un alto valor económico. Según el Plan Cairo 2050, se espera que las personas de los sectores más pobres de la sociedad se muden fuera de El Cairo y Giza, dejando la capital para residentes en mejor situación económica y proyectos de desarrollo turístico, según Amnistía Internacional. Un ejemplo de ello es el planeado desalojo de los habitantes del barrio de Nazlet el Seman, en la meseta de Giza, junto a las pirámides, donde viven al menos 50.000 personas que trabajan en el sector turístico y dependen de su ubicación para ganar un sustento, pero van a ser trasladados a otras partes de la ciudad.

Los desalojados no solo favorecen que se pierda el arraigo con el barrio en el que llevan décadas formando una comunidad sólida e imprescindible para su supervivencia, sino que pierden la conexión que a veces puede mantenerles a flote en sus negocios. Además, no siempre los sistemas de realojo (cuando los hay) funcionan, por la corrupción en la asignación de las viviendas "debido a conexiones personales y sobornos", como subraya un informe de UN-Habitat de 2018.

Una mujer sin hogar recibe una mascarilla quirúrgica y guantes. El Cairo, Egipto, el 21 de marzo de 2020. (Foto de Ziad Ahmed/NurPhoto vía Getty Images)

Y entre los sin hogar de Egipto, entre los que viven en riesgo de sinhogarismo, las más desfavorecidas son las mujeres. La ley egipcia discrimina en contra de viudas o divorciadas y las mujeres afrontan muchos problemas para justificar la propiedad de una vivienda, o que son cabeza de familia. Cuando los desalojos se hacen efectivos, a menudo acaban sin tener la posibilidad de acceder a una nueva vivienda. Y esa es solo una de las muchas razones por las que ellas son más vulnerables a acabar en la calle. Las mujeres, pero sobre todo las niñas, abandonan sus casas y familias tras sufrir abusos físicos y sexuales, según los testimonios que recogen en organizaciones como Banati, un centro de acogida para niñas sin hogar. Allí hablan de lo que denominan el “sinhogarismo heredado”. Abuelas y madres que conciben, en muchos casos tras haber sido violadas, y crían en la calle a sus hijas que tampoco tendrán una habitación propia y que en cuanto alcanzan la madurez sexual tendrán hijas que seguirán viviendo en la calle.

En romper ese círculo trabajan en Banati dando educación, formación en oficios y también una familia en la que las puertas están siempre abiertas. Se valen de psicólogos y trabajadores sociales para ayudarlas a recuperar una vida que les ha sido hurtada. Son incapaces de calcular el número de niñas que acaban sin hogar, pero sí están convencidos de que cada vez son más jóvenes, de hasta cuatro o cinco años. La respuesta de la organización siempre es la misma: “violencia y abuso en el círculo familiar” propician que las niñas escapen. Solo para caer en la violencia que se perpetúa en la calle.

Al menos dos tercios de la población egipcia vive por debajo del umbral de la pobreza. Muchos se mantienen a flote con el pan subvencionado por el Gobierno, que lleva años intentando acabar con un sistema que considera gravoso para sus finanzas. La reciente invasión de Ucrania está teniendo un impacto también en la economía egipcia y eso se siente en el número de personas que deambulan por las calles de El Cairo sin rumbo aparente, o en los que dormitan aquí o allá en la Corniche del Nilo o junto al museo de Antigüedades, en ese vórtice en el que confluyen autobuses y se superponen carreteras a distinto nivel hacia los cuatro puntos cardinales.

El hombre de piel oscura y edad indeterminada se tumba allí con las manos tras la cabeza. Mira al cielo, mira a su alrededor. Junto a él un grupo de chiquillos, niños y niñas, algunos sin zapatillas, otros con chanclas a punto de romperse, van y vienen disputándole la atención de las pocas personas que caminan por la ciudad a estas horas. Unos pañuelos, o el mismo gesto hacia la boca pidiendo algo que comer. Al contrario que en otros lugares estarán encantados de acompañar a cualquiera hasta uno de los restaurantes de comida rápida que sirven shawarma o pizza si se le ofrece en lugar de dinero. Tampoco ellos tienen donde dormir. Tampoco ellos tienen un techo o una habitación propia. Tras el scalextric de carreteras se perfilan las enormes grúas que trabajan en erigir los edificios del nuevo barrio de Maspero donde antes había una enorme barriada informal… Cemento y acero se apilan y dan forma a un nuevo espacio en el que no hay cabida para ellos.

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura