No es el aroma del café el secreto del éxito de Starbucks,
sino toda una simbología basada en intangibles como la modernidad, el cosmopolitismo
y el exceso. Orgullosos de su tradición cafetera, muchos españoles presumen
de no frecuentar la cadena americana, pero, de forma inesperada, los locales
se han cuadriplicado en los últimos cuatro años. ¿Por qué un frappuccino a precio
de lujo es sinónimo de triunfo social en el país del cortado y del bar de la
esquina?

Llevaba un año estudiando Starbucks, pasando el rato en sus establecimientos
decorados en tonos tierra, tratando de entender qué hacía allí la gente y por
qué pagaba más de lo normal por un café, cuando decidí viajar a España en 2005.
Cuatro años antes, esta cadena con sede en Seattle (EE UU) había abierto su
primer local en el continente europeo, en Zúrich (Suiza). Cuando saqué mi billete
de avión, en las ciudades de Madrid, Barcelona y Sevilla había unos cuantos
Starbucks y la empresa llevaba funcionando en España tres años.

Pregunté a mis amigos españoles en Estados Unidos su opinión sobre este establecimiento.
Casi al unísono y con el mismo desdén, estos licenciados y profesores menores
de 40 años afirmaban: “Los españoles no van a ir a Starbucks. Es un sitio para
turistas”, comentaba uno. Otro, en tono de burla, aseguraba: “¿Por qué pagar
tanto? Además la repostería y el café españoles son mucho mejores”. Escuché
los mismos comentarios en el avión de camino a Madrid. El tipo que iba sentado
a mi lado se crió en esta ciudad y trabajaba como ingeniero para una multinacional
estadounidense. “No”, pronosticaba convencido, “no te encontrarás a ningún español
en Starbucks”. Un estudiante de la Universidad de Pennsylvania (una de las ocho
más prestigiosas de EE UU, lo que allí se conoce como Ivy League) que pasaba
un semestre en Valencia nos oyó hablar y se metió en la conversación asegurando:
“Sólo se ven norteamericanos en Starbucks”.

Al principio, ambos parecían tener razón. Cuando me bajé del avión, cogí el
AVE hacia Sevilla. Desde mi hotel, fui directamente a la cafetería de la calle
San Fernando. En ese momento eran las tres de la tarde, la hora de la siesta,
y la ciudad se achicharraba bajo el sol veraniego. No era precisamente el clima
ideal para tomarse un café. Pese a todo, este establecimiento con aire acondicionado,
cercano a la universidad y al centro de la ciudad, estaba medio lleno, sobre
todo de turistas. Una pareja estadounidense tomaba a sorbos dos cafés helados
y escudriñaba su guía turística. Un trío de chicos y chicas, también norteamericanos,
entró para pedir unos frappuccinos y se marchó con ellos. Dos o tres personas
más entraron y salieron. Sentada en el medio, una pareja británica de aspecto
cansado se quejaba del calor. En otra esquina había media docena de turistas
japoneses, una estampa habitual en España, en Nueva York y en Londres.

Desde su inauguración en el País del Sol naciente en 1996, Starbucks ha cautivado
a los nipones. Ahora Tokio, con alrededor de doscientos establecimientos, presume
de ser una de las ciudades con la mayor concentración de estos locales del mundo,
aunque es Las Vegas la que cuenta con el número más elevado –la cafeína y los
casinos, claramente,van bien juntos–. Tan habitual se ha hecho para los japoneses
el símbolo verde de la sirena que, según la prensa, un boy scout japonés no
se podía creer que hubiera Starbucks en Chicago, ya que pensaba que era una
empresa nipona. Ahora, cuando los turistas de ese país viajan al extranjero,
suelen hacer una paradita en este lugar tan familiar y previsible, y se sientan
al lado de británicos (la empresa tiene 528 establecimientos en el Reino Unido),
alemanes (hay 75 en Alemania) y, por supuesto, norteamericanos (9.401 locales
abiertos en EE UU).

¿Desayuno o
merienda?:
los estadounidenses suelen
acudir a Starbucks por la mañana, los españoles por la tarde,
y los turistas, a todas horas.

Anna García nunca había estado fuera de Estados Unidos. En Atlanta, donde vivía,
iba aStarbucks un par de veces a la semana. En enero de 2006 empezó un programa
de estudios de un semestre de duración en España. Cuando aterrizó en su hotel
de la Gran Vía madrileña se sintió perdida, sola y desorientada; no entendía
el idioma tan bien como creía. Ya echaba de menos su casa. No sabía si aguantaría
hasta mayo. Pero entonces, miró por la ventana y allí estaba Starbucks, justo
al otro lado de la amplia avenida. “Entré corriendo y me pedí un frappuccino
de moca”, me contó sonriendo, “inmediatamente me sentí mejor”.

Después de una hora en el Starbucks de la calle San Fernando, en Sevilla, caminé
cinco o seis manzanas hacia el primer establecimiento abierto en la capital
hispalense, situado junto a la catedral gótica. Una vez más, los turistas –parejas
de estadounidenses, grupos de japoneses y una pandilla de alemanes– llenaban
el local. Entre ellos se mezclaban unos cuantos griegos, colombianos y franceses.
Pero, de nuevo, los visitantes procedentes de EE UU eran mayoría. Su comportamiento
en el Starbucks de Sevilla era el mismo que en el de su país de origen. Dos
mujeres de veintitantos años pedían un café en un inglés nasal con acento de
la región central de Estados Unidos. “We’ll have two iced grande”,
pronunciado “Grand DAY”, “vanilla nonfat lattes with an extra pump,
por favor (tomaremos dos lattes –leche cremosa y espresso
grandes de vainilla, con hielo, bajos en calorías y extra de sirope, por favor)”.
“Oh, make that to go”(para llevar). Al parecer, en España, salvo los estadounidenses,
nadie pedía café para llevar.

Tampoco nadie más se ponía a trabajar con su ordenador portátil en Starbucks,
excepto, de nuevo, los jóvenes norteamericanos. Michelle, sentada en la esquina
de este local, no paraba de teclear delante de un Apple Powerbook G4 de titanio.
Alta, bonita y rubia, con dientes tan blancos como la nieve, parecía una estadounidense
sacada de Central Casting, una empresa californiana especializada en selección
de extras y dobles.

“No voy a Starbucks en EE UU”, me comentó.
“¿Por qué no?”.
“No me gusta el café. Además, no me gusta que Starbucks, McDonald’s y Wal-Mart
estén cambiando el mundo”.
“¿Por qué vienes aquí?”, pregunté después de enterarme de que estaba pasando
el semestre en Sevilla para aprender español de negocios.
“Bueno, es cómodo. Algunas veces siento que necesito un poquito de aquello,
un poquito de mi casa. El Wi-Fi es caro, pero funciona. Y la música es mejor
que en la mayoría de los sitios aquí en España”. Justo en ese momento, sonaba
Every People, de Sly and the Family Stone, otro vagón en el constante tren
de las almas del funk y del rhythm and blues clásicos que esta multinacional
estadounidense pincha en sus locales europeos.

Finalmente, pregunté a Michelle qué opinión le merecía Starbucks en España.
“La verdad es que todavía no se ha puesto de moda”, comentó. “A la gente de
aquí”, añadió, “simplemente no le gusta pedirse un café para llevar”. “La mayoría
de las veces que vengo lo que más oigo hablar es inglés”. Al día siguiente estaba
sentada delante de su portátil casi en el mismo sitio. Volví al hotel para compartir
mis primeras conclusiones con mi amigo Diego del Pozo, nacido y criado en Valladolid,
pero que se mudó a EE UU para hacer el doctorado en Literatura Latinoamericana.
Él fue una de las personas que me dijo:

“Los españoles no irán a Starbucks”.
“¿Por qué no?”, le había preguntado.
“Es un local totalmente americano”.
“¿Qué lo hace americano?”
“Es tan brillante, tan moderno y tan racional como McDonald’s”.

Los españoles, me explicó, mantienen sus casas limpias con productos de olor
a limón, pero en los lugares públicos toleran un poco de suciedad, polvo e improvisación.
“Los norteamericanos”, apuntó, “son lo opuesto. La verdad es que no limpian
las casas, pero quieren que sus restaurantes estén limpios como la patena”.
“Y la comida”, comentó, “nosotros no comemos ni cookies (galletitas)
ni scones (bollitos redondos). Y, ¿te has fijado en el tamaño de los
cafés? Son demasiado grandes”.

Diego accedió a acompañarme hasta el Starbucks anexo al local de VIPS del enorme
centro comercial de la ciudad –el mexicano Grupo VIPS es socio empresarial de
la cafetería estadounidense en España–. Lo primero que nos sorprendió fue el
chorro de aire acondicionado que caía como una ráfaga de viento glaciar. Después,
nos dimos cuenta de que el local estaba lleno. Todos los sitios, ocupados. A
diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, nadie estaba sentado solo tecleando
delante de su portátil o cotorreando por el móvil. Ninguna persona
se pedía nada para llevar. Starbucks era un destino en sí mismo. La gente iba
con sus hijos y cónyuges, con sus novios y novias, compañeros de colegio y vecinos.
Llegaban para sentarse, pasar el rato, escapar del calor y tomarse un respiro
después de un agotador día de compras. Y nadie hablaba inglés, francés o japonés.
Esas personas, me dijo Diego con la boca medio abierta, eran españolas.

Casi la mitad de los hombres que estaban en el local llevaban polos Lacoste
de color rosa fosforito, blanco o amarillo canario.

“¿Quiénes son todas estas personas que llevan camisetas con el cocodrilo?”,
pregunté.
“Son pijos”, contestó Diego.

A diferencia de lo que ocurre en EE UU, Starbucks en España es un local donde
presumir de tener suficiente dinero para gastar o, mejor dicho, despilfarrar
en cosas inútiles aunque supuestamente de excelente calidad. En España, la multinacional
estadounidense cobra 1,95 euros por su café más barato, y los frappuccinos pueden
llegar a costar 4,05 euros. En la cafetería de la esquina, un café vale algo
más de un euro. Por lo tanto, el precio convierte a Starbucks en una especie
de escenario, un lugar donde alardear del éxito personal o, al menos, hacer
gala de la aspiración de éxito. Los pijos de veintitantos y los aspirantes a
pijos toman café en estos locales para distinguirse de sus frugales padres,
imaginando ser uno de los personajes urbanos, (un tanto) ingeniosos y (de alguna
manera) a la moda de su importación estadounidense favorita, la serie Friends.

Danny Rey-Russ, de Valencia, me comentó que le gustaban los lattes
con vainilla de Starbucks, pero también la americanidad de la empresa.
Para este chico de aspecto impecable, de 24 años y habla inglesa, esa marca
de identidad nacional se traducía en “limpieza y orden” públicos. Isabella,
una camarera del Starbucks de Sevilla, apuntó otro significado para americanidad.
Para ella, actuar como un estadounidense significaba “gastar mucho dinero, comer
en exceso y comprarse todo lo que uno quiera”. Estos establecimientos, dio a
entender, ofrecían la posibilidad de interpretar ese papel. No mucho antes de
que yo llegara a España, el documental guerrillero de Morgan Spurlock, titulado
Super Size Me (algo así como superengórdame), se proyectó
en cines y salió en DVD. Siempre que preguntaba sobre Starbucks a sociólogos,
productores de televisión y bebedores de café, lo mencionaban. “Es que fíjate
en esas muffins (magdalenas)”, me comentaba una profesora universitaria,
“son tan grandes como mi cabeza”.

Tiene razón. Starbucks vende unos bollos gigantescos. Los scones son
del tamaño de un disco compacto, y las cookies, tan enormes como pizzas
individuales. Y la comida no es lo único que es grande. Los sillones, con ese
tapizado tan grueso, no cabrían a través de la mayoría de las puertas. Un frappuccino
con crema batida tiene tantas calorías como una de las hamburguesas Big Mac
que Spurlock engullía mientras rodaba su documental. Y el café más grande de
la compañía es el equivalente al Big Gulp del Seven Eleven (algo así
como trago gigante, un refresco gaseoso de más de medio litro). Incluso el café
es exagerado. Según un estudio de The Wall Street Journal, el de Starbucks
tiene más cafeína que los de la competencia. Consumir Starbucks es una forma
de consumir exceso.

Café
para dos:
las parejas españolas
se citan en Starbucks para compartir un postre y miradas.

Para algunas personas de fuera de Estados Unidos, exceso es sinónimo de Norteamérica,
y no en un sentido del todo negativo. Al preguntar en España, entre otras, a
la gerente de una cafetería de moda en el barrio madrileño de Fuencarral sobre
qué opinaba de Starbucks, me contestó: “Es tan americano… Todo es grande, exactamente
igual que en Estados Unidos. Coches grandes, banderas grandes, barrigas grandes,
todo grande”. El exceso, por tanto, se ha convertido en un modo de consumir
EE UU como un estadounidense.

Los críticos miran a Starbucks y ven el imperialismo cultural. Aunque no suelen
expresarlo así, parecen prever un vínculo casi perfecto entre el consumo y la
política. Así es como funciona: compra una hamburguesa o una bebida y estarás
adhiriéndote a las políticas y las actitudes del país anfitrión, sobre todo
si es EE UU. Sin embargo, las cosas no son tan nítidas y claras sobre el terreno.
El simbolismo nunca lo es. En lugar de ello, consumir lattes –realmente
un exceso– se convierte más a menudo en una demostración pública en Madrid,
Sevilla o Barcelona. Los consumidores esperan que los viandantes –los hombres
y las mujeres que pasan por lacalle y miran a las ventanas de un Starbucks–
piensen que sólo gente con dinero puede permitirse el lujo de despilfarrar.Esta
forma notoria de adquirir cosas representa el bienestar económico en la sociedad
de consumo que algunos ven tan imposible de distinguir de Estados Unidos y su
promesa de abundancia. Así que cuando los clientes piden los gigantescos cafés
y dulces, demuestran que pueden beber como un estadounidense y que tienen dinero
–de nuevo como los norteamericanos que están en su imaginación– para consumir
demasiado de algo inútil.

Como mínimo, los precios altos de Starbucks lo transforman en un capricho para
la mayoría de los españoles, en un lujo, no en algo cotidiano, como es en Estados
Unidos. Esto me quedó incluso más claro cuando comencé a comparar la utilización
que hacen de los establecimientos los norteamericanos y los españoles. Una mañana
me senté durante una hora en un Starbucks –en uno de los cerca de veinte que
hay– en el centro de Seattle. Entre las ocho y las nueve de la mañana, los camareros
sirvieron a 243 clientes. Secretarias con la vista borrosa seguidas de abogados
estresados se acercaban a por su dosis de cafeína. En Madrid, en el de la céntrica
calle de Alcalá, hombres con abrigos Burberry y mujeres con trajeselegantes
pasaban a toda prisa sin pararse. Sólo unos cuantos turistas, en su mayoría
de habla inglesa, despeinados y con aire de perdidos, entraron esa mañana.


En el Starbucks del centro de Seattle, la gente desaparecía tras el descanso
para el café de la tarde. A las cinco, cerraba sus puertas. Sin embargo, ésa
era la hora en que el local de Madrid empezaba a llenarse. Y a él acudían todavía
más personas cuando oscurecía. Los clientes abarrotaban estos establecimientos
durante el fin de semana. Y eran todos españoles. Algunos llevaban puestos sus
polos. Otros iban con sus teléfonos móviles como si fueran insignias. Pero no
venían solos, la mayoría iban en pareja. En España, Starbucks no es únicamente
un lugar de destino sino también un sitio para quedar.

Los comentaristas afirman entre risas que, en Estados Unidos, Starbucks es
como una segunda oficina para los nómadas del portátil, los vendedores díscolos
y los contables desplazados. No es el caso de España, donde estos establecimientos
funcionan como una segunda y, tal vez, incluso como una primera sala de estar
para las parejas de clase media y para los aspirantes a pijo. ¿Adónde van a
ir? Muchos de estos veinteañeros y treintañeros enamorados siguen viviendo con
sus padres. De ahí que tener un lugar para verse sea algo muy cotizado. Las
parejas (las heterosexuales y las homosexuales) van al Starbucks e intercambian
su dinero por un poco de espacio, un lugar donde lanzarse miraditas, entrelazar
sus pies y robarse besos en los sofás sin que sus padres y hermanos pequeños
les molesten.

Las parejas se miman en Starbucks, que en España se asemeja a una heladería-cafetería.
La mayoría de ellas se compra un frappuccino, un brebaje espumoso, cargado de
calorías, que es una mezcla de leche, azúcar, sirope y un poco de café espresso,
coronado con crema batida. Normalmente, se piden un dulce para tomarlo con las
bebidas. En Sevilla y Madrid, me fijé en cómo las parejas entraban y elegían
un sitio para sentarse. Entonces, el hombre se levantaba y se dirigía al mostrador,
volviendo la cabeza para robarle una mirada a su pareja mientras hacía la cola.
De cinco a siete minutos más tarde –a juzgar por el tiempo que se tarda en pedir,
aunque en estos casos no se trataba de una consumición funcional, con la finalidad
de cargarse de cafeína–, el hombre volvía con dos bebidas y dos postres. El
total de la cuenta ascendía a 14,50 euros. Las parejas con un presupuesto reducido
ahorraban pidiéndose una bebida y un dulce. Compartían el frappuccino en un
mismo vaso con dos pajitas y repartían la galletita con un cuchillo y un tenedor.
Sentados, sin hacer nada o charlando, se abandonaban a otro lujo en el ocupado
mundo metropolitano: perder el tiempo.

Lo que piden estas personas que se dan cita en un Starbucks explica más o menos
cómo la empresa puede hacer negocio en España y en otros lugares de Europa.
Su práctica habitual en todas partes es alquilar locales en inmuebles estratégicos
(por ejemplo, en Madrid, enfrente del Museo del Prado o con vistas a la Plaza
de España y la Gran Vía). Sin embargo, esos establecimientos en las ciudades
españolas no se acercan ni por asomo a la caja que hacen los ubicados en Reino
Unido o en Estados Unidos. Ninguno de los locales que visité en España atendió
a 243 clientes en una hora, aunque la media es mucho más elevada. Lo más importante,
incluso desde el punto de vista empresarial, es que la mayoría de los españoles
pedían frappuccinos, que aportan tantas ganancias como calorías [aunque la política
de la multinacional estadounidense es no facilitar cifras de negocio de sus
respectivos mercados locales].

Estas preferencias también revelan algo más. Starbucks no compite con los cafés
tradicionales, ya que los españoles no van a estos establecimientos a por su
dosis diaria de estimulante o para oír los cotilleos del vecindario. Acuden
a la cadena estadounidense en ocasiones especiales (aunque no en eventos señalados
o familiares), como parte de un día de compras, para darse un capricho de viernes
noche (tanto en términos económicos como calóricos). Y lo que piden son frappuccinos
de vainilla y galletitas con trocitos de chocolate, productos que el café de
su calle no ofrece.

Pese a todo, muchos españoles insisten en que sus compatriotas no entran en
Starbucks. Tal vez estén ciegos. En los cuatro últimos años, el número de ellos
en España se ha cuadruplicado y, hasta mayo de 2007, se habían abierto 64 establecimientos,
y pretenden inaugurar algunos más. O tal vez estos hombres y mujeres estén hablando
de que son ellos quienes no van a ir. Temen perder una parte de sí mismos, e
incluso una parte de España acudiendo a Starbucks. Estos urbanitas veinteañeros,
verdes, de izquierdas y con formación universitaria se mantienen lejos de las
cafeterías gestionadas por empresas estadounidenses. Los tradicionalistas, los
españoles de mayor edad, tampoco se acercan, ya que no se ve mucha gente de
más de 40 años, al menos sin trajes italianos y móviles ultrafinos. No se gastarán
tanto dinero y no les gusta el reluciente aire extranjero de los locales. Pero
eso es lo gracioso de la globalización, la americanización del comercio,
que ha creado unas alianzas peculiares. Desde Hong Kong hasta Vancouver, izquierda
y derecha, jóvenes y viejos se unen en su oposición a Starbucks, a McDonald’s,
a Burger King y a Pizza Hut. Temen el efecto apisonador de las cadenas, la extinción
de la diferencia que traen consigo las multinacionales y la identidad global.

Al final, los que van son los del medio. Vestidos con sus polos de cocodrilo
acuden a Starbucks. Tomando sus frappuccinos, se imaginan a sí mismos como miembros
modernos de una élite de consumidores bien informada, global y cosmopolita,
pero a medida que los establecimientos se multiplican, también se insertan cómodamente
dentro de la mayoría. Ésa es la magia de la marca, la magia del consumo, que
te deja ser quien quieras ser.

 

¿Algo más?
Para saber más sobre el meteórico
ascenso de Starbucks consulte el libro Pour Your Heart
into It: How
Starbucks Built a Company One Cup at a Time
(Hyperion,
Nueva York, 1999), de Howard Schultz,
presidente de la compañía y arquitecto de su gran
crecimiento, y también The Starbucks Experience:
5 Principles for Turning Ordinary into Extraordinary

(McGraw-Hill, Columbus, Ohio, EE UU,
2006), donde Joseph Michelli desvela los secretos del éxito
de esta empresa. En Grande Expectations:
A Year in the Life of Starbucks’ Stock
(Crown Business,
Nueva York, 2007), la periodista de The Wall
Street Journa
l Karen Blumenthal explora el crecimiento
y la sostenibilidad de la cadena estadounidense.
Además, el autor de este artículo, Bryant Simon, publicará
Consuming Starbucks en 2008, fruto de
la investigación realizada en 400 Starbucks en ocho países
diferentes, entre ellos España.

Uno de los trabajos más interesantes acerca de los efectos,
desde el punto de vista de la antropología
cultural, de las grandes compañías en el mundo es
Golden Arches East: McDonald’s in
East Asia
(Stanford University Press, Stanford, EE
UU, 2006), de James Watson. Una postura más
crítica con el papel de las empresas que poseen fuertes marcas,
como Starbucks, en la economía
global se puede hallar en No Logo (Paidós,
Barcelona, 2002), de la activista Naomi Klein. En la
misma línea, el documental Black Gold
(www.blackgoldmovie.com)
denuncia cómo las multinacionales
dominan el mercado del café.