El órdago soberanista del Gobierno Regional Kurdo replantea el mapa de alianzas en Oriente Medio ante el avance del Estado Islámico en Irak y Siria.

 

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Un miembro de los peshmerga en un puesto de vigilancia en el pueblo de Bashir, junio 2014. AFP/Getty Images

Irak se ha difuminado hasta casi desvanecerse en apenas un mes. La ofensiva yihadista que ha colocado a los combatientes del renombrado Estado Islámico (antes ISIS, Estado Islámico de Irak y el Levante, por sus siglas en inglés) a las puertas de Bagdad, después de hacerse con el control de la segunda ciudad tras la capital, Mosul, ha obligado a las potencias con intereses en el país a devanarse los sesos para intentar mantener unido, al menos con imperdibles, un mapa que, de deshacerse, corre el riesgo de empantanar toda la región.

Descartada la acción militar directa, la respuesta de Estados Unidos a la coyuntura de “amenaza existencial”, en palabras del secretario de Estado estadounidense, John Kerry, ha sido proponer un nuevo Gobierno de “salvación nacional” que el primer ministro iraquí, Nuri al Maliki, llamado a asumir un tercer mandato como vencedor de las elecciones de abril, ha calificado de “intento de acabar con un joven proceso democrático”, después de intuir que las maniobras diplomáticas se encaminan a quitarlo de en medio para poder ganar el apoyo de los grupos moderados suníes en el Parlamento y, sobre todo, de los kurdos, que han aprovechado para lanzar un órdago soberanista sin precedentes.

No se lo podía haber dicho más claro el presidente del Gobierno Regional Kurdo, Masud Barzani, al mismo Kerry. “Nos enfrentamos a una nueva realidad y a un nuevo Irak”, le espetó durante su encuentro en Erbil, la capital del Kurdistán iraquí. Una “nueva realidad” en la que se ha borrado la presencia del Gobierno central en las áreas disputadas (incluyendo Kirkuk y sus yacimientos petrolíferos, entre los mayores del país) y un “nuevo Irak” en el que el Kurdistán cuenta con 100 kilómetros de frontera con el Califato declarado a finales de junio por la escisión de Al Qaeda que se ha impuesto “desde Alepo a Diyala”.

Efectivamente, la ofensiva yihadista en Irak ha desgajado el país en dos (si no en tres) y ha creado, de facto, un Estado kurdo en el norte que controla ahora un 40% más del territorio reconocido por la Constitución a la región federal, merced a la espantada del Ejército nacional, que ha sido sustituido por los peshmerga, las tropas kurdas nacidas de la guerrilla nacionalista tras el desmoronamiento del imperio otomano. A estas alturas, tanto Bagdad (y Teherán) como Washington son conscientes de que se trata de tierra perdida. Lo que no está tan claro es cómo se resolverá el envite.

“Pese a las circunstancias, el Gobierno Regional Kurdo se lo pensará dos veces antes de declarar la independencia, los riesgos son muy altos”, admite Sirwan Kajjo, analista kurdo con residencia en Washington y colaborador del Carnegie Endowment for Peace, “el Kurdistán necesita asegurar sus recursos financieros antes incluso de pensar en la independencia”. Esos riesgos son, a juicio de Wladimir van Wilgenburg, experto de la Fundación Jamestown en política kurda y columnista de Al Monitor, la falta de reconocimiento y, sobre todo, la soberanía económica, en la que Turquía, y el petróleo, tienen la última palabra.

Erbil carece de apoyos diplomáticos que respalden una supuesta declaración de independencia. Solo Turquía, más interesada en la estabilidad de sus fronteras, las posibilidades de inversión en el Kurdistán y, sobre todo, el acuerdo firmado con el Gobierno regional para exportar crudo kurdo a través del puerto de Ceyhan, parece dispuesta a tolerar la creación de una entidad kurda al margen de Bagdad, mientras que el espaldarazo tímido de Israel, espejo en el que se miran buena parte de los nacionalistas kurdos (“Deberíamos apoyar las aspiraciones independentistas kurdas, una nación de combatientes que han probado su compromiso político y merecen la independencia”, ha dicho recientemente el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu), añade un ingrediente más de fricción con los vecinos árabes en uno de los momentos más tensos en las relaciones entre Tel Aviv y Washington.

“Turquía es irónicamente el único aliado del Gobierno Regional Kurdo, esto podría cambiar conforme las cosas empeoren en el norte y el oeste de Irak”, apunta Kajjo. Si Bagdad, que depende en buena parte de las milicias chiíes voluntarias llamadas a apoyar el mermado Ejército iraquí, no logra contener la amenaza que plantean los grupos radicales que han avanzado hasta Tikrit, la balanza puede inclinarse definitivamente del lado kurdo.

Sin embargo, es en su patio trasero donde la entidad que preside Barzani debería poner el ojo. En Siria, donde los kurdos han proclamado de forma unilateral la autonomía de la región nororiental, una alianza que rompa con décadas de desencuentro entre el Partido de Unión Democrática sirio (PYD, en kurdo, brazo sirio del Partido de los Trabajadores del Kurdistán, PKK) y el Partido Democrático del Kurdistán (el PDK de Barzani) podría constituir la mejor baza para presentar ante la comunidad internacional un frente estable contra el avance de los radicales del Estado Islámico.

Los logros de las Brigadas de Protección Popular (YPG, en kurdo; la milicia del PYD) en la intraguerra que mantienen con los grupos islamistas que luchan en Siria les han colocado a la defensa de dos pasos fronterizos que unen ya ambos territorios kurdos. Desde allí, han anunciado que están preparados para negociar con Erbil una estrategia común para la protección conjunta del Kurdistán sirio y el iraquí que, de momento, se antoja poco probable, pero no imposible. La clave, de nuevo, la tiene Ankara, desde donde el Partido Justicia y Desarrollo (AKP, en turco) del primer ministro, Recep Tayip Erdogan, parece avanzar en su proceso de paz con el PKK.

“El PKK/PYD es un factor de indudable importancia en los cálculos de Turquía, pero conforme avancen las conversaciones de paz, las reservas se irán desvaneciendo”, considera Kajjo, “en consecuencia, el PYD, como filial del PKK, dejará de ser una amenaza en la frontera sur”. Por el momento, Turquía mantiene cerrados a cal y canto los pasos fronterizos con el Kurdistán sirio en Ras el Ain y Qamishli, a diferencia de Azzaz, Jarablus o Tel Abyad, en el área controlada por los rebeldes árabes y donde se han hecho fuertes los combatientes del Estado Islámico, enfrentados también a otros grupos islamistas, entre ellos la marca oficial de Al Qaeda en Siria, Jabhat al Nusra, recién incluido en la lista de organizaciones terroristas turca. Si el proceso de paz con el PKK se consolida, se abriría la puerta a negociar con el PYD en Siria, lo que daría un plus de estabilidad en la frontera.

La oferta, sin embargo, tiene fecha. “Actualmente, el incentivo más poderoso para la política regional (turca), tanto en Irak como en Siria, son las elecciones presidenciales (…) y por tanto fluctúa en línea con las cambiantes necesidades que dicta la política interior”, advierte Haldun Solmaztürk, general de brigada retirado en 2005 y analista político, en referencia a los vaivenes en las conversaciones con el PKK y al apoyo del Ejecutivo de Erdogan a los rebeldes sirios. La seguridad es una buena baza a jugar de cara a los comicios de agosto, en los que un primer ministro dañado por la represión de las protestas en Gezi y los escándalos de corrupción que han salpicado a su Gobierno busca ocupar el cargo de presidente ante la imposibilidad de aspirar a un cuarto mandato como primer ministro.

En este mapa, Damasco sigue siendo la piedra más gorda en el zapato. La proclamación del Califato en Siria y en Irak, donde las políticas sectarias del chií Maliki han sido en buena parte responsables de la aceptación del Estado Islámico entre la población suní, tal como corroboran los testimonios de desplazados árabes huidos de Mosul y refugiados en el Kurdistán, ha colocado a Estados Unidos del mismo lado que el régimen de Bachar el Asad. Ambos se encuentran ahora ante el mismo enemigo. Que el Gobierno de Maliki aplauda los bombardeos del régimen sirio en su frontera al tiempo que recibe drones estadounidenses y la ayuda de al menos 300 asesores militares no contribuye a hilvanar una estrategia coherente. Especialmente  en un momento en que Washington parece dispuesto por fin a meter mano en Siria con un apoyo de 500 millones de dólares para armamento a los grupos rebeldes moderados alzados en armas contra el régimen baazista (además de un programa de entrenamiento en Jordania y la sospechosa entrega de misiles estadounidenses vía Arabia Saudí). A ello se suma la amenaza que empieza a percibir Occidente ante el reguero de americanos y europeos que se han sumado a la yihad en Siria y de los que se teme que puedan regresar a sus países de origen comomuyahidines protagonistas de una nueva campaña de terror como la que culminó con el 11-S.

En este contexto no sería descabellado considerar que la percepción simplista de un Oriente Medio enfrentado entre musulmanes suníes y chiíes ha caducado. Ese juego ha cambiado en Irak, donde es impensable desmontar la estructura de poder chií creada por Estados Unidos y respaldada por Irán, para empoderar a una oposición suní moderada que haga de parapeto entre la población y los combatientes radicales. Lo pertinente es tirar de los intereses mundanos, y no divinos, del mosaico confesional que es la región. En ese sentido, Washington podría buscar en los kurdos un aliado mucho más valioso de lo que cree en una parte del mundo donde las líneas de demarcación desaparecen.