Military Inc.: Inside Pakistan’s Military Economy
(Ejército, SA: la economía
del Ejército de Pakistán)

Ayesha Siddiqa
304 págs., Pluto Press, 2007
Londres (Reino Unido)


En 2002, visité Okara (Pakistán) para cubrir una protesta campesina. Los agricultores, muchas de cuyas familias habían trabajado duro allí como aparceros durante generaciones, desconfiaban de un nuevo contrato de titularidad de la tierra, que el Ejército, su propietario y gestor, les estaba imponiendo. Para asegurarse de que lo firmaban, cientos de rangers (soldados de las fuerzas de choque paquistaníes) sitiaron los 22 pueblos que les desafiaban. La violencia se cobró ocho vidas. Cuando llegué, un teniente coronel y varios de sus hombres montaban guardia, mientras un grupo de campesinos, en su mayoría analfabetos, estampaban sus huellas y equis en los documentos. “Nos están obligando a firmar”, se atrevió a decir uno de ellos.

¿Qué tendría que ganar el poderoso Ejército paquistaní, poseedor de armas nucleares, con una granja de cerca de 6.470 hectáreas que produce leche, carne y grano, situada en el corazón de la fértil llanura de Punjab? Está protegiendo celosamente su creciente imperio económico. Las tierras de Okara son poca cosa si las comparamos con las otras inversiones de las Fuerzas Armadas, entre las que se incluyen el urbanismo descontrolado, los molinos de arroz y las centrales azucareras, las cementeras y las fábricas de fertilizantes, la banca, los seguros, los cerea­les para el desayuno y la construcción de carreteras y puentes, por citar sólo algunas. Dos instituciones de “asistencia social” para militares, la Fundación Fauji y el Fondo de Asistencia Social del Ejército, son los conglomerados empresariales más grandes del país. Sin embargo, el Ejército se aferra a Okara como si fuera la joya de su corona económica. Da la sensación de que ninguna porción de sus negocios es tan pequeña como para no merecer protección. El presidente, Pervez Mus­harraf, puede lamentar la difícil situación de los 30 millones de campesinos sin tierra de su país, pero no habla de reforma agraria en Okara.

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Bajo el mandato del general Musharraf, los militares han acumulado más poder que nunca. Y, con su influencia política, aumentan las ventajas, privilegios y beneficios económicos para los 650.000 miembros de las Fuerzas Armadas. “Todos los países tienen Ejércitos, pero en Pakistán las cosas son al revés”, afirma el físico nuclear paquistaní Pervez Hoodbhoy. “Aquí, es el Ejército el que posee un país”.

Como ocurre con el programa de armas nucleares, el poder económico de las Fuerzas Armadas ha sido un secreto muy bien guardado. Pero con la publicación en mayo de Ejército, SA, de la analista paquistaní de cuestiones de defensa Ayesha Siddiqa, el mundo está haciéndose una idea de sus enormes posesiones empresariales. Estudiando con detenimiento nuevos documentos públicos, entrevistando a responsables de las industrias del Ejército –generales jubilados de alto rango– y encontrando a unos cuantos soplones con agallas, ha realizado un trabajo ad­mirable –y valiente– hurgando en este asunto, en gran medida, tabú.

Para ser una lectura árida, académica y, hasta cierto punto, repetitiva, se está vendiendo muy bien en las librerías de todo el país, precisamente porque los paquistaníes quieren saber si los servicios armados tienen un tamaño tan desmesurado y disfrutan de tantos privilegios como sospechan. Y así es. Como indica Siddiqa, el presupuesto de Defensa, que supera los 4.600 millones de dólares (unos 3.500 millones de euros), es lo suficientemente alucinante, sobre todo teniendo en cuenta que no se debate en el Parlamento y que los legisladores simplemente dan el visto bueno a lo que propone un Gobierno controlado por el Ejército. Pero lo que en realidad diferencia a los militares son sus prerrogativas económicas, que no dejan de multiplicarse y que han convertido a las Fuerzas Armadas, especialmente a sus oficiales, en una élite dirigente independiente desde el punto de vista financiero, con beneficios que van mucho más allá de las habituales ventajas extras de vivienda, atención sanitaria o educación.

La tierra es su mayor negocio y su privilegio más generoso. Siddiqa revela cómo las apropiaciones de terrenos por parte del Ejército lo han convertido en el mayor promotor inmobiliario del país y en uno de sus más importantes terratenientes. Este libro también ha desvelado por primera vez lo profundos que son los tentáculos del Ejército en el sector privado. Sus cuatro fundaciones tienen participaciones en más de 700 empresas. Sumando sus enormes negocios inmobiliarios, posee el 10% de los activos del sector privado, así como una influencia económica significativa.

Musharraf y otros generales siempre han proclamado que la iniciativa empresarial de las Fuerzas Armadas es un plus para la economía. Siddiqa demuestra lo contrario. Los oficiales jubilados que dirigen sus negocios son, en gran medida, los responsables de la mala gestión y de las incorrectas estrategias de inversión. El Ejército se obstina en defender sus empresas, afirmando que garantizan el bienestar de 9,1 millones de personas, entre las que se incluyen soldados jubilados y sus familiares dependientes, que lo pasarían muy mal para llegar a fin de mes con sus modestas pensiones. Es posible, pero la verdadera filosofía de las inversiones de las Fuerzas Armadas, que crecen descontroladamente, se basa no tanto en la preocupación por el bienestar de los soldados, sostiene la autora, sino más bien en la misma arrogancia que se utiliza para justificar los golpes: que sólo los militares poseen la disciplina, la formación y la eficacia para dirigir un Estado y una empresa, o incluso la Adminis­tración pública o una universidad. Un Ejército cada vez más petulante, afirma la analista paquistaní, considera estos privilegios económicos como un tributo bien merecido por defender el país. Por supuesto, esta actitud depredadora sólo amplía la enorme división entre los uniformados y la población civil.

Y lo que es aún peor, los enormes derechos adquiridos por las Fuerzas Armadas en la economía están sosteniendo y ampliando su influencia política, lo que disminuye –si no anula– la posibilidad de que los generales vuelvan algún día a sus barracones y permitan a las instituciones democráticas crecer y prosperar. Como concluye –y con toda la razón– Ayesha Siddiqa, ése es el precio más caro que los paquistaníes están pagando por su Ejército, SA.