• Media, Culture and Society, Vol. 26,
    nº 5,
    septiembre 2004, Londres

 

No es fácil ser Rupert Murdoch. El magnate británico se ha convertido
en símbolo de los males de la concentración mediática.
Con cada nueva adquisición, sus críticos hacen más bulto
y más ruido, y censuran que una sola persona tenga tanta influencia
sobre tanta gente. Pero él es sólo uno más en la larga
historia de barones del cable. Aunque hace un siglo los dirigentes de la industria
mediática gobernaban un reino muy distinto, en la imaginería
popular comparten perfil con los de hoy: el oligarca que secuestra la información.

Las compañías de cable de mediados del siglo xix –las
del telégrafo– estaban "interconectadas en una compleja
serie de monopolios y de acuerdos de cartel" con base en Londres. Los
directivos de unas sociedades tenían acciones –y se sentaban en
los consejos de dirección– de las otras, acumulando recursos y
aplastando a la competencia. Este cartel era un instrumento del poder y la
influencia del Imperio Británico. En la década de 1850, Gran
Bretaña fundó compañías de cable para asegurar
que los mensajes del Gobierno recibían prioridad, y a partir de 1870
subvencionó la construcción de telégrafos en las áreas
estratégicas del mundo. La propiedad de los cables de telégrafo,
como la de las ondas ahora, es poder. Los carteles británicos cobraban
precios astronómicos a los servicios de noticias como Associated Press,
mientras la agencia británica Reuters podía utilizar el sistema
de cableado imperial con mejores condiciones. Así se convirtió en
el portal de todas las noticias extranjeras. Incluso en territorios de EE UU,
como Filipinas, las noticias estadounidenses tenían que pasar por Reuters.

El ascenso de estos sindicatos británicos hizo surgir el primer movimiento
de reforma de los medios en EE UU, que presionó para que el Estado se
convirtiera en propietario a mayor escala y para que se regularan las tasas.
El presidente Woodrow Wilson se dio cuenta de la magnitud del problema cuando
una agencia de noticias europea estropeó la traducción de uno
de sus discursos. En 1917 creó el Comité de Información
Pública para distribuir noticias elaboradas en EE UU, colocó a
la cabeza de la agencia a Walter Rogers, quien, como los idealistas antimedios
de su época, creía que el cable barato ampliaría el acceso
de la gente a la información y mejoraría el comportamiento de
los Estados. Pero el mundo no funciona así.

La información es poder: Murdoch no fue el primero en secuestrarla.
La información
es poder:
Murdoch
no fue el primero en secuestrarla.

Los académicos de Canadá Robert Pike y Dwauyne Winseck, en un
artículo aparecido recientemente en la revista británica Media,
Culture & Society
, ofrecen un recorrido histórico de este primer
momento de la concentración mediática. Concluyen que reformadores
potenciales como Rogers –o los críticos actuales de los conglomerados– no
terminan de entender "que el poder corporativo, aliado con el Estado,
ha convertido en una broma la perspectiva de un sistema mediático global
democrático". Para los autores, la concentración de medios
no es otro producto maléfico de la globalización. La industria
radiofónica de Estados Unidos siguió un patrón similar
en los años 20. Lo de ahora –y entonces– no son más
que los altibajos de los mercados, afirman.

Pike y Winseck, en realidad, nos dicen menos sobre la concentración
mediática global actual que sobre la ansiedad popular que suscita. Identifican
los problemas de propiedad y control, coste y afianzamiento tecnológico
como las "piedras de toque" de lo que se convertiría en
un debate prolongado sobre la política global de medios. La proliferación
de fuentes de noticias a través de Internet o la televisión por
cable ha neutralizado en parte los miedos de los reformadores en cuanto a la
tecnología y, hasta cierto punto, el coste. Pero las reticencias sobre
la propiedad permanecen en los reformistas actuales.

Los autores podrían argumentar que esta ansiedad pierde sentido frente
a los estudios que muestran que la porción de medios globales que controlan
las multinacionales es aún relativamente pequeña. Pero los críticos
modernos tienen razón en algo: los magnates de la comunicación
del siglo xix gozaban de poder político porque controlaban los medios
para distribuir la información, y nada más. Los de hoy controlan
la distribución y el contenido como sus predecesores no habrían
imaginado. Wilson supo prever estas tensiones. Pike y Winseck señalan
que su Administración comprendió que el impulso de las tecnologías
de la información podría servir para "fines nacionales
puramente egoístas" o para "beneficiar por igual a todas
las naciones y pueblos". Sustituyendo la palabra "nacional" por "corporativo",
esas frases podrían aparecer hoy en cualquier texto crítico con
los medios y sugerir que a Wilson tampoco le habría gustado Rupert Murdoch.

ENSAYOS, ARGUMENTOS Y OPINIONES DE TODO EL PLANETA

Laura Peterson

Media, Culture and Society, Vol. 26,
nº 5,
septiembre 2004, Londres

No es fácil ser Rupert Murdoch. El magnate británico se ha convertido
en símbolo de los males de la concentración mediática.
Con cada nueva adquisición, sus críticos hacen más bulto
y más ruido, y censuran que una sola persona tenga tanta influencia
sobre tanta gente. Pero él es sólo uno más en la larga
historia de barones del cable. Aunque hace un siglo los dirigentes de la industria
mediática gobernaban un reino muy distinto, en la imaginería
popular comparten perfil con los de hoy: el oligarca que secuestra la información.

Las compañías de cable de mediados del siglo xix –las
del telégrafo– estaban "interconectadas en una compleja
serie de monopolios y de acuerdos de cartel" con base en Londres. Los
directivos de unas sociedades tenían acciones –y se sentaban en
los consejos de dirección– de las otras, acumulando recursos y
aplastando a la competencia. Este cartel era un instrumento del poder y la
influencia del Imperio Británico. En la década de 1850, Gran
Bretaña fundó compañías de cable para asegurar
que los mensajes del Gobierno recibían prioridad, y a partir de 1870
subvencionó la construcción de telégrafos en las áreas
estratégicas del mundo. La propiedad de los cables de telégrafo,
como la de las ondas ahora, es poder. Los carteles británicos cobraban
precios astronómicos a los servicios de noticias como Associated Press,
mientras la agencia británica Reuters podía utilizar el sistema
de cableado imperial con mejores condiciones. Así se convirtió en
el portal de todas las noticias extranjeras. Incluso en territorios de EE UU,
como Filipinas, las noticias estadounidenses tenían que pasar por Reuters.

El ascenso de estos sindicatos británicos hizo surgir el primer movimiento
de reforma de los medios en EE UU, que presionó para que el Estado se
convirtiera en propietario a mayor escala y para que se regularan las tasas.
El presidente Woodrow Wilson se dio cuenta de la magnitud del problema cuando
una agencia de noticias europea estropeó la traducción de uno
de sus discursos. En 1917 creó el Comité de Información
Pública para distribuir noticias elaboradas en EE UU, colocó a
la cabeza de la agencia a Walter Rogers, quien, como los idealistas antimedios
de su época, creía que el cable barato ampliaría el acceso
de la gente a la información y mejoraría el comportamiento de
los Estados. Pero el mundo no funciona así.

La información es poder: Murdoch no fue el primero en secuestrarla.
La información
es poder:
Murdoch
no fue el primero en secuestrarla.

Los académicos de Canadá Robert Pike y Dwauyne Winseck, en un
artículo aparecido recientemente en la revista británica Media,
Culture & Society
, ofrecen un recorrido histórico de este primer
momento de la concentración mediática. Concluyen que reformadores
potenciales como Rogers –o los críticos actuales de los conglomerados– no
terminan de entender "que el poder corporativo, aliado con el Estado,
ha convertido en una broma la perspectiva de un sistema mediático global
democrático". Para los autores, la concentración de medios
no es otro producto maléfico de la globalización. La industria
radiofónica de Estados Unidos siguió un patrón similar
en los años 20. Lo de ahora –y entonces– no son más
que los altibajos de los mercados, afirman.

Pike y Winseck, en realidad, nos dicen menos sobre la concentración
mediática global actual que sobre la ansiedad popular que suscita. Identifican
los problemas de propiedad y control, coste y afianzamiento tecnológico
como las "piedras de toque" de lo que se convertiría en
un debate prolongado sobre la política global de medios. La proliferación
de fuentes de noticias a través de Internet o la televisión por
cable ha neutralizado en parte los miedos de los reformadores en cuanto a la
tecnología y, hasta cierto punto, el coste. Pero las reticencias sobre
la propiedad permanecen en los reformistas actuales.

Los autores podrían argumentar que esta ansiedad pierde sentido frente
a los estudios que muestran que la porción de medios globales que controlan
las multinacionales es aún relativamente pequeña. Pero los críticos
modernos tienen razón en algo: los magnates de la comunicación
del siglo xix gozaban de poder político porque controlaban los medios
para distribuir la información, y nada más. Los de hoy controlan
la distribución y el contenido como sus predecesores no habrían
imaginado. Wilson supo prever estas tensiones. Pike y Winseck señalan
que su Administración comprendió que el impulso de las tecnologías
de la información podría servir para "fines nacionales
puramente egoístas" o para "beneficiar por igual a todas
las naciones y pueblos". Sustituyendo la palabra "nacional" por "corporativo",
esas frases podrían aparecer hoy en cualquier texto crítico con
los medios y sugerir que a Wilson tampoco le habría gustado Rupert Murdoch.

Laura Peterson es redactora de la edición
estadounidense de FP.