Desde su creación, el Estado de Israel mantiene las puertas abiertas a la inmigración judía en base a la Ley del Retorno. Sin embargo, a pesar de las cuantiosas ayudas que reciben los nuevos inmigrantes –los olim– algunos hablan de racismo por parte de las instituciones, ya sea por su origen o el color de su piel.

 

AFP/Getty Images

 

El ministerio de Asuntos Exteriores israelí ha puesto recientemente en marcha una campaña internacional bajo el nombre de “Yo también soy refugiado” para recordar a los judíos procedentes de los países árabes que abandonaron sus lugares de residencia tras la fundación del Estado de Israel en 1948. Entre esa fecha y 1970, unos 900.000 judíos procedentes de Marruecos, Túnez, Egipto, Libia, Irak y Yemen se vieron obligados a emigrar ante el aumento del sentimiento antisemita en el seno de sus respectivos países. De ellos, según datos de la Agencia Judía, unos 600.000 se asentaron en Israel, mientras que el resto buscaba mejor suerte en Estados Unidos y Europa.

Entre las aliyás u olas migratorias de los Mizrajim o judíos orientales, hay que destacar las de los judíos yemenitas –que se desplazaron casi en su totalidad (unos 50.000) a Israel entre 1949 y 1950 en virtud de la operación “Alfombra Mágica”– y la de los judíos iraquíes –que en 1951 superaron la cifra de 100.000 traslados, gracias a las operaciones “Ezra” y “Nehemías” –. Igualmente la de los marroquíes, más prolongada en el tiempo que la de yemenitas e iraquíes y mayor en número al superar los 250.000.

Desde que hicieran su correspondiente aliyá, los diferentes Mizrajim han ido progresando gradualmente dentro del escalafón social y cultural israelí. Quizá no tan bien acogidos como fueron luego los olim procedentes de Rusia y las repúblicas ex soviéticas, pero sin duda mejor que cómo han sido integrados los Falashas o judíos etíopes. Reflejo de esto ha sido el ascenso en el espectro político de numerosos judíos de origen oriental, como por ejemplo el del ex presidente Moshe Katsav, el ex ministro de Defensa y el actual líder del partido Kadima, Saúl Mofaz, y el también ex ministro de Defensa y ex secretario general del Partido Laborista, Benjamín Ben Eliezer.

 

La comunidad judía iraní

Los dos primeros, Katsav y Mofaz, son los máximos exponentes de un grupo a su vez especial dentro del conjunto de los Mizrajim, como es la comunidad judía iraní. Llegados a Israel tras la revolución islámica de 1979 pero, incluso más, fruto de la crisis económica que provocó la guerra con Irak entre 1980 y 1988, los judíos persas (unos 250.000 de origen iraní residentes en Israel) han encontrado su espacio dentro de la sociedad.

Mientras que los judíos de origen árabe observan desde la distancia y con cierto alivio las llamadas “primaveras” o revueltas que tienen lugar en sus países de origen (donde siempre han sido considerados como minorías), la comunidad judía iraní vive hoy con angustia el constante redoblar de tambores de guerra con su país de origen. Pues a diferencia de los mizrajim árabes, que tienden a renegar de su pasado e ignorar el idioma de sus antecesores, los de origen persa mantienen el farsi en el ámbito familiar, si bien no pueden viajar a la República islámica una vez nacionalizados como israelíes, aunque sí puedan recibir visitas limitadas y esporádicas de sus parientes de Irán.

Y aunque pudiera parecer lo contrario, los israelíes de origen persa pueden llamar por teléfono a sus parientes y amigos en Irán, mientras que los judíos iraníes no pueden hacerlo a la inversa, pues el régimen de los ayatolás bloquea el código de país 972 que corresponde a Israel. No obstante, estos últimos siempre pueden recurrir a programas de telefonía por Internet, como Skype, para comunicarse. De hecho, el ciberespacio constituye la principal plataforma de comunicación entre ambos países, como puso de manifiesto la campaña lanzada en Facebook por el diseñador gráfico de Tel Aviv Ronny Edri y su mujer, Mijal Tamir, bajo el lema de “Israel loves Iran” (http://www.israelovesiran.com/), a partir de la cual se han contabilizado cientos de respuestas de apoyo tanto desde el lado iraní como del israelí.

 

Política de puertas abiertas

Israel practica una política de puertas abiertas hacia las comunidades judías de la diáspora, pues por el mero hecho de ser judíos ya obtienen automáticamente el derecho de residencia y la posibilidad de obtener la ciudadanía, si así lo desean. En aplicación de la Ley del Retorno la Agencia Judía les proporciona alojamiento, educación gratuita para los hijos, atención médica y todo aquello que necesiten para integrarse en la sociedad israelí.

En teoría, esto es así también para los judíos de Etiopía –los Falashas–, pero en la práctica esta comunidad se queja de sufrir discriminación por parte de las instituciones israelíes por ser africanos y tener un color de piel distinto. Aunque la mayoría pasan por centros de acogida, acuden al Ulpan (clases de hebreo) y engrosan las filas del Ejército israelí, muchos denuncian que el sistema educativo israelí les discrimina –en cuanto que aseguran que su historia no es recogida por los libros de texto–, así como el mercado laboral, dado que no pueden acceder a determinados empleos públicos.

Aún así, cabe reconocer que Israel realizó un esfuerzo titánico para absorber, a mediados de los 80, a unos 8.000 judíos etíopes y en 1991 a otros 15.000, mediante las operaciones “Moisés” y “Salomón”, respectivamente. Desde entonces los judíos etíopes han continuado emigrando a Israel aunque en mucho menor número, dadas las restricciones impuestas por la Agencia Judía que ha limitado su llegada drásticamente.

Mejor suerte han corrido otros olim de última generación, como los argentinos y otros grupos procedentes de las comunidades judías latinoamericanas que hicieron la aliyá entre 1999 y 2002 ante la crisis financiera que entonces sufrió parte del continente. El mayor número procede de Argentina (más de 10.000), aunque también llegaron otros grupos menores de Uruguay, México y Brasil y, posteriormente, de Venezuela. En este caso se han concentrado en ciudades del centro de Israel como Kfar Sava, Raanana o Rehovot, donde es frecuente escuchar el castellano.

También están los judíos rusos y de otras repúblicas ex soviéticas, que llegaron en varias olas migratorias marcadas por las guerras de los Seis Días en 1967 (en que la URSS rompió relaciones diplomáticas con Israel) y del Yom Kipur en 1973. No obstante, la mayor aliyá comenzó en 1989, cuando Mijaíl Gorbachov levantó las restricciones a la emigración judía en concordancia con el espíritu de la Perestrioka y de la Glasnost. De esta forma tuvo lugar quizás la ola migratoria más importante recibida por Israel durante las últimas décadas, al superar el millón de nuevos ciudadanos. Altamente cualificados, los olim rusos se han ubicado en barrios importantes de Tel Aviv en los cuales es habitual ver caracteres cirílicos en los letreros de las tiendas y en las vallas publicitarias.

 

La inmigración no judía

En contraste con esta generosidad migratoria, el ministro del Interior, Eli Yishai, ya advirtió antes de la celebración de la tradicional secuencia de fiestas judías de los meses de septiembre y octubre (Rosh Hashaná, Yom Kipur y Sukot) que los inmigrantes no judíos llegados a Israel desde países como Sudán y Eritrea disponían hasta el pasado día 15 de octubre para abandonar voluntariamente el país –e incluso recibir una ayuda económica por ello– o, de no hacerlo por su propio pie, ser susceptibles de ser detenidos por la policía y expulsados de forma forzosa.

La operación “Vuelta a casa” comenzó el pasado verano con la concentración de estos inmigrantes ilegales en campos de refugiados que están siendo instalados en el desierto del Neguev, desde los que son extraditados a sus respectivos lugares de origen. Tras un dictamen del Tribunal Supremo del pasado mes de junio y, sobre todo, después de la aprobación en la Knesset (Parlamento) de la nueva legislación impulsada por Yishai –quien paradójicamente lidera un partido de inmigrantes, como es el ultraortodoxo sefardí Shas– el proceso de deportación ha comenzado inexorablemente.

A pesar de las protestas de algunos intelectuales, que piensan que los fundamentos humanitarios de la filosofía y religión judías deben sobreponerse a la lógica demográfica y económica, el Gobierno ha comenzado a construir las infraestructuras en el desierto del Neguev del que en breve podría convertirse en uno de los centros de detención más grandes del mundo.

 

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