Senegalmani
Simpatizantes de Patriotas de Senegal por la Ética, el Trabajo y la Fraternidad, líder del partido político Ousmane Sonko, organizan una manifestación para pedir la liberación de los seguidores de Sonko que están detenidos desde marzo de 2021 en Dakar, Senegal. (Fatma Esma Arslan/Anadolu Agency via Getty Images)

En la última década las calles de las principales ciudades palpitan por las quejas suscitadas por el deterioro de la democracia y la reclamación de mejores condiciones de vida.

La última década ha estado marcada en África subsahariana por la contestación ciudadana y la conflictividad social. En los últimos diez años, las plazas se han llenado en Dakar, en Uagadugú o en Jartum, para exigir respeto a la democracia y denunciar las derivas autoritarias; las calles se han desbordado en Kampala, Lagos o Ciudad del Cabo para reclamar medidas económicas que no castigasen a las clases más populares. El observatorio de conflictos ACLED ha documentado desde 2011 hasta 2021 casi 26.000 episodios de lo que clasifica como “disturbios” y “protestas”. Lo que supone un amplio abanico de incidentes en la región subsahariana de África. Más allá de explosiones de ira espontáneas o de las reivindicaciones extremadamente localizadas, muchas de estas protestas han estado lideradas por movimiento ciudadanos. En ocasiones, de manera inesperada, estos han ocupado las primeras filas de las movilizaciones, involucrando a colectivos que ni la política institucional ni la sociedad civil convencional habían conseguido seducir.

“Cuando en 2011 llegó Y’en a Marre, recogió todas las frustraciones de la juventud”, explica Denise Sow, una de las fundadoras del movimiento senegalés. Salvando las particularidades de las experiencias en cada país, la mayor parte de los movimientos ciudadanos han respondido a la misma necesidad: ofrecer una salida a las quejas y a las inquietudes de los colectivos menos escuchados y, especialmente, los y las jóvenes. Esto explica la amplitud y la diversidad de las agendas. Sin embargo, la resistencia a que los presidentes se perpetúen en sus cargos ha sido una constante. Por eso, en muchos de estos episodios, se reproduce el esquema de la movilización para evitar lo que se conoce como la tentación o el síndrome del tercer mandato. Las pretensiones de los dirigentes de permanecer en el poder más allá de las limitaciones que establecen las constituciones. Fue el escenario de la puesta de largo de Y’en a Marre en Senegal en 2011 y 2012, ante las pretensiones de Abdoulaye Wade de cambiar la Carta Magna. La misma intención tenía Blaise Compaoré en Burkina Faso en 2014, cuando la escalada del movimiento liderado por Balai Citoyen, le hizo dimitir y huir apresuradamente. Idéntica intención de agarrarse al sillón presidencial propició la organización del Frente Nacional de Defensa de la Constitución, en 2019 en Guinea, aunque en este caso Alpha Condé consiguió imponer su reforma legal y volver a presentarse a las elecciones.

En otros casos, las amenazas económicas han servido de desencadenante de las protestas. Como en el caso, de Occupy Nigeria en 2012, que fue una respuesta al anuncio del gobierno nigeriano de Goodluck Jonathan de suprimir el subsidio sobre los combustibles. O las protestas de “walk to work” (‘caminando a trabajar’) en Uganda en 2010, que focalizaban el aumento del precio de algunos productos básicos en el coste desorbitado de los carburantes. O las revueltas del pan de Sudán, apoyadas por una confederación de sindicatos poco convencional, la Sudanese Professionals Association, que tras una larga e icónica protesta en Jartum acabó con la caída de Omar al-Bashir en 2019.

Las chispas que han hecho saltar la movilización en cada caso han sido diferentes. Pero las evoluciones de las protestas han demostrado que después de largas décadas de silencio, los agravios de la ciudadanía que se revela son múltiples. Si la actividad de Y’en a Marre se precipitó ante las maniobras por manipular las normas de la democracia, el movimiento ha liderado después protestas contra la corrupción, por el alto precio de la vida o por la inacción del gobierno que obliga a miles de jóvenes cada año a jugarse la vida en peligrosos viajes hacia Europa. En el este de la República Democrática del Congo, el movimiento Lucha empezó reclamando los derechos de los parados, en 2012, o la garantía del servicio de agua corriente para los vecinos de la ciudad de Goma. Cuatro años después se había convertido en la piedra en el zapato de Joseph Kabila en su intento por mantener su puesto de presidente a pesar de la prohibición legal. De la misma manera, el movimiento sudafricano #FeesMustFall empezó reclamando la reducción de las tasas universitarias, pero no se olvidó de cuestionar los símbolos de la colonización e incluso, los rescoldos de un sistema que seguía discriminando a los negros y a los pobres en la universidad, como representación de otros ámbitos de la sociedad.

Las características y las experiencias de todos estos movimientos son una muestra de la diversidad del continente. Las apuestas por fórmulas de organización, las alianzas, los combates escogidos dentro de sus reivindicaciones e, incluso, los resultados obtenidos son diferentes según el caso y el país en el que se hayan desarrollado. Pero en general, comparten un escenario en el que se han desencadenado. Uno que se ha construido a partir de todos esos agravios acumulados y diversos. De hecho, algunas de las encuestas del observatorio continental Afrobarometer ayudan a comprender esas amplias cargas de reivindicaciones que combinan las quejas por el deterioro de la democracia, la exigencia de respeto a las libertades fundamentales y la reclamación de la mejora de las condiciones materiales de vida. Un primer ingrediente podría ser la sensación de la falta de compromiso de los gobiernos con el futuro de los jóvenes: más de la mitad de los africanos consideran que no se está haciendo lo suficiente en la creación de empleo para la juventud. En general, ha aumentado la sensación de pobreza y son muchos los que consideran que las mejoras en su calidad de vida obtenidas entre 2005 y 2015 se han detenido y han empezado a retroceder. Otra de las encuestas de la misma fuente señala que más de la mitad de los africanos dicen que sus gobiernos les están fallando cuando se trata de una de sus principales prioridades: la provisión de agua potable y servicios de saneamiento. Probablemente, estas percepciones y experiencias no se pueden separa del aumento de la desconfianza en el pago de los impuestos.

En paralelo a estas penurias económicas, se despliegan las disfunciones de los gobiernos. Otra encuesta de Afrobarometer señala que la mayoría de los ciudadanos dice que la corrupción está aumentando en su país, que la policía es el peor delincuente, que su gobierno está haciendo muy poco para combatir esa corrupción y que “consideran que corren el riesgo de sufrir represalias si denuncian casos de corrupción a las autoridades”. Los resultados de una serie de preguntas específicas sobre la percepción de la policía en las encuestas lleva al observatorio a advertir que se “pueden identificar patrones de desconfianza y altos niveles de corrupción policial percibida en muchos países. Estas percepciones están moldeadas por experiencias personales que, con demasiada frecuencia, implican encuentros no deseados con la policía, mal servicio al público y frecuentes demandas de sobornos”. De una manera más general otro análisis de Afrobarometer señala que “los ciudadanos generalmente reconocen que el espacio cívico y político se está cerrando a medida que disminuyen las garantías de libertad que ofrecen los gobiernos”, y asegura que se ha detectado “una disminución en la demanda popular de la libertad”, es decir, una mayor “disposición entre los ciudadanos a aceptar la imposición gubernamental de restricciones a las libertades individuales en nombre de la protección de la seguridad pública”. Toda esta combinación de factores ha hecho que se debilite el apoyo a la democracia, o más concretamente, la confianza en las elecciones, una que tradicionalmente había sido más alta que en otras regiones del mundo.

Ahora mismo la que se conoce como la última monarquía absoluta de África, Esuatini (la antigua Suazilandia), se tambalea como consecuencia de las protestas ciudadanas marcadas por un acusado carácter prodemocrático que han cristalizado como consecuencia de una compleja combinación de factores. Las movilizaciones comenzaron en mayo ante la muerte de un estudiante, Thabani Nkomonye, en circunstancia que las autoridades no han ayudado a aclarar, por lo que se ha percibido como un episodio de brutalidad policial. Con los ánimos caldeados, el Gobierno bloqueó una reforma democrática y el incendio, textualmente, se descontroló. Se inició un ciclo de detenciones de activistas y manifestantes que desembocó en enfrentamientos violentos a finales del mes de junio. Se llegó a informar de que el rey Mswati III había abandonado el país. Los manifestantes comenzaron a atacar las empresas vinculadas a una familia real, que monopoliza una buena parte de los sectores estratégicos y más lucrativos del país y que se ha destacado por hacer ostentación de su riqueza y del despotismo mientras la ciudadanía sufre cada vez más penurias. El rey desplegó al Ejército e intensificó una represión brutal para sofocar la revuelta. Los analistas consideran que la monarquía ha quedado tocada. La movilización reúne a estructuras políticas (los partidos están prohibidos), organizaciones de la sociedad civil y movimientos como la sección de Esuatini de los Economics Freedom Fighters que nacieron en la vecina Sudáfrica. Entre las reivindicaciones son las mejoras sociales y económicas, acceso a derechos políticos y la aprobación de una Constitución que reconozca libertades fundamentales.

sudafricamani
Miembros del movimiento #FeesMustFall bailan durante una manifestación en Pietermaritzburg, Sudáfrica. (Darren Stewart/Gallo Images via Getty Images)

A pesar de que las protestas masivas, las multitudes ocupando las calles, las barricadas o los enfrentamientos entre policía y manifestantes sean la parte más impactante y vistosa de este fenómeno, no es su única dimensión. Algunos de estos movimientos han tenido existencias más o menos efímeras y se han disuelto entre la represión o el agotamiento de la protesta, como ocurrió con #ThisFlag que en 2016 exigía la renovación del Zimbabue de Mugabe o con el Togo Debout, que en 2017 denunciaba que una misma familia copara el poder en el país desde hacía medio siglo. Tras cerca de un año de resistencia perdió seguimiento y protagonismo. Pero otros, como el senegalés Y’en a Marre o el nigeriano Enough is Enough han cumplido una década este año, el congoleño Lucha va por el mismo camino y también el burkinés Balai Citoyen. La estabilidad de estos colectivos se debe a que su principal actividad se ha desarrollado más allá de las manifestaciones mediáticas, en el trabajo del día a día en los barrios o en las pequeñas comunidades, a partir de sus organizaciones flexibles, dispersas y que han capitalizado la sociedad. Mediante los pequeños proyectos de educación cívica y de cohesión social, en conciertos, cineforums, talleres y acciones de sensibilización.

Precisamente, la amenaza global que ha desencadenado la pandemia de Covid-19 ha dibujado con más firmeza los contornos de este fenómeno. Por un lado, los agravios que han marcado la aparición de los movimientos ciudadanos se han profundizado, en cuando al empeoramiento de las condiciones de vida de los grupos más vulnerables y de las personas trabajadoras más precarias y de la percepción de abusos y mala gestión por parte del Estado. En todo caso, los movimientos con una base más sólida se movilizaron de manera inmediata, como respuesta a la idea de emergencia nacional. Se dirigieron a sus seguidores con campañas de sensibilización, sobre las medidas de prevención, como la amplia campaña de Y’en a Marre en Senegal, a través del hiphop y de los vídeos de Youtube; o los recorridos de militantes de Filimbi, en la República Democrática del Congo, por los mercados de Kinshasa. Pero también activaron sus recursos, por ejemplo, para producir gel hidroalcohólico en los momentos de escasez, como hizo Balai Citoyen en Burkina Faso. Al mismo tiempo, se han mantenido vigilantes exigiendo transparencia en los fondos especiales y en la gestión, en general. Como se sabe la incidencia de los contagios en África ha sido hasta el momento más baja, pero es cierto que algunos gobiernos parecen haber aprovechado para reducir los espacios de la contestación como pasó Guinea en el marco de las elecciones.

Más allá de los logros parciales, en algunos casos han sido considerablemente importante, su principal virtud ha sido llegar a los más jóvenes y a las esferas de la sociedad a las que la política institucional no ha prestado atención. Lo han hecho desmarcándose de los centros de poder convencionales; cambiando el contenido del discurso. También en la forma de transmitirlo; usando el hiphop y las redes sociales para hacer oír su voz. Han rechazado los prejuicios y los complejos respecto a la idea de hacer política desde abajo y han reformado la forma de organizarse de los colectivos. Una buena parte de estos movimientos han optado además por una estrategia de alianzas transnacionales y han formado la plataforma Afrikki como un referente para todos ellos, una manera de unir fuerzas y de superar barreras. El objetivo que todos ellos manifiestan es un cambio profundo de las conciencias, por ello, su trabajo se plantea como una carrera de fondo, en la que solo la flexibilidad que ya han mostrado les permitirá adaptarse a los nuevos obstáculos que les van poniendo los poderes.