Cómo se adaptan a los tiempos los partidarios más extremistas del islam radical.

 

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El tradicional debate sobre la posibilidad de coexistencia del islam y la democracia ha alcanzado un punto de inflexión extraordinario. Desde el comienzo de las revueltas árabes, a finales de 2010, el islam político y la democracia son cada vez más interdependientes. La polémica de si son compatibles ha quedado ya prácticamente obsoleta. Ninguno de los dos puede sobrevivir sin el otro.

En los países de Oriente Medio que se encuentran en plena transición, la única forma de que los islamistas conserven su legitimidad es la celebración de elecciones. Quizá su cultura política no es aún democrática, pero lo que los define hoy es el nuevo panorama político, que les obliga a redefinirse a sí mismos, igual que la Iglesia Católica tuvo que acabar aceptando las instituciones democráticas pese a que su propio funcionamiento siguió siendo oligárquico.

Por otra parte, la democracia no puede arraigar en los países árabes que viven esas transiciones sin incluir a los principales grupos islamistas, como los Hermanos Musulmanes en Egipto, Ennahda en Túnez o Islah en Yemen. La llamada Primavera Árabe dio luz verde a los islamistas. Y, aunque muchos de ellos no comparten la cultura democrática de los que se manifestaron, no tienen más remedio que tener en cuenta la nueva situación que esas manifestaciones han creado.

El debate sobre el islam y la democracia siempre ha sido como el del huevo y la gallina: ¿Quién llegó primero? Sin duda, la democracia no ha ocupado el centro de la ideología islamista. En Egipto, históricamente, los Hermanos Musulmanes siempre han estado muy centralizados y siempre han obedecido a un jefe supremo vitalicio. Y, desde luego, al promover la democracia de tipo laico no se ha tenido en cuenta el islam. Es más, durante mucho tiempo, los escépticos afirmaron que las dos fuerzas eran anatema una para otra.

Pero el mundo exterior supuso, sin razón, que el islam tendría que llevar a cabo una reforma religiosa antes de que sus seguidores pudieran incorporarse a la democratización política, igual que la experiencia cristiana, cuando la reforma protestante engendró la Ilustración y después la democracia moderna. Sin embargo, los intelectuales musulmanes liberales tuvieron escasa influencia a la hora de inspirar o dirigir las revueltas árabes. Los manifestantes originales de la Plaza Tahrir de El Cairo se referían siempre a la democracia como concepto universal, no una democracia islámica.

Ahora da la impresión de que el islam político y la democracia están evolucionando de la mano, aunque no a la misma velocidad. El nuevo escenario político está transformando a los islamistas tanto como los islamistas están transformando el escenario político.

Hoy, la cuestión de la compatibilidad del islam con la democracia no se centra en aspectos teológicos, sino en la forma concreta que tengan los creyentes de ver su fe en un entorno político que está experimentando rápidas transformaciones. Sean liberales o fundamentalistas, las nuevas formas de religiosidad son individuales y más acordes con el espíritu democrático.

 

La evolución

Cuando el islamismo empezó a ganar terreno durante los años 70 y 80, al principio, estaba dominado por movimientos revolucionarios y tácticas radicales. Sin embargo, a lo largo de los 30 años posteriores, el renacimiento religioso en las sociedades árabes se diversificó y los cambios sociales contuvieron el radicalismo. Las muertes y la destrucción que dejaba a su paso el islamismo radical también disminuyeron el interés por convertirse en militantes.

La propia proliferación de medios de comunicación libres de un exceso de control estatal tuvo un papel importante. A mitad de los 90, Al Yazira fue la primera cadena independiente de televisión por satélite en el mundo árabe. Una generación después, había más de 500 canales. Muchos ofrecían una amplia variedad de programas religiosos -desde jeques tradicionales hasta pensadores musulmanes liberales-, que, a su vez introdujeron la idea de diversidad. De pronto, dejó de haber una verdad única en una religión que lleva 14 siglos predicando una sola vía hacia Dios.

Los islamistas también cambiaron a base de victorias y derrotas, o una mezcla de ambas. Los islamistas chiíes obtuvieron una victoria política en la revolución de 1979 en Irán, que culminó con la ascensión del ayatolá Ruhollah Jomeini al poder. Sin embargo, tres décadas después, la única teocracia moderna del mundo estaba cada vez más aislada, por lo que muchos islamistas empezaron a preguntarse: ¿Dónde nos equivocamos?

En Argelia, los islamistas suníes se vieron apartados por un golpe militar en vísperas de una victoria electoral en 1992. Prohibieron el partido y encarcelaron a sus dirigentes. Una facción más combatiente se enfrentó al Ejército, y comenzó una guerra civil de 10 años en la que murieron más de 100.000 personas. El sangriento periodo posterior a las primeras elecciones democráticas del mundo árabe tuvo un efecto de onda expansiva en los cálculos de los grupos islamistas de toda la región.

Una generación de activistas islámicos exiliados desempeñó también un papel importante en la reorientación de sus movimientos

Como consecuencia de haber experimentado el poder de la represión del Gobierno, los islamistas se mostraron cada vez más dispuestos a hacer concesiones para entrar o permanecer en el juego político. En Egipto, los hermanos Musulmanes se presentaban al Parlamento siempre que se lo permitían, a menudo haciendo alianzas tácticas con partidos laicos. En Kuwait y Marruecos, los islamistas respetaban las reglas políticas cada vez que se presentaban, incluso cuando eso significaba aceptar sus respectivas monarquías. El Partido Justicia y Desarrollo de Marruecos reconoció la dimensión sagrada del rey con el fin de poder participar en las comicios, y, en Jordania, los Hermanos Musulmanes otorgaron su respaldo público al rey pese al descontento creciente entre las tribus de beduinos.

Una generación de activistas islámicos exiliados desempeñó también un papel importante en la reorientación de sus movimientos. Casi todos ellos, miembros de base o dirigentes, acabaron pasando más tiempo en Occidente que en países islámicos, y entraron en contacto con otros disidentes laicos y liberales, además de organizaciones no gubernamentales como Human Rights Watch, Amnistía Internacional y Freedom House. Estas nuevas relaciones facilitaron el intercambio de ideas y la evolución de sus respectivos movimientos.

En los 90, los activistas exiliados asociaron cada vez más sus agendas a la democracia y los derechos humanos. Reconocían que eslóganes simplistas como “El islam es la solución” no bastaban para construir programas ni coaliciones capaces de derrocar dictadores. Rachid Ghannouchi, cofundador del Partido Ennahda de Túnez, llegó a la conclusión, casi 20 años antes de las revueltas árabes, de que la democracia era un instrumento mejor que el llamamiento a la yihad o la sharia para combatir las dictaduras.

 

La revolución social

Los islamistas han cambiado porque la sociedad ha cambiado. Su ascenso refleja no solo las revoluciones políticas, sino también las revoluciones sociales y culturales de las sociedades musulmanas.

En el espacio político ha entrado una generación nueva, sobre todo en las grandes ciudades. Es la generación de la Plaza Tahrir, el epicentro de la rebelión egipcia contra Hosni Mubarak. Cuando comenzaron las revueltas, dos tercios de los 300 millones de árabes que habitan en el mundo tenían menos de 30 años. Estos jóvenes están más educados y tienen más relación con el mundo exterior que cualquier otra generación anterior. Muchos hablan o entienden un idioma extranjero. Las mujeres son muchas veces tan ambiciosas como los hombres. Ambos sexos están deseosos de discutir y cuestionar. Casi todos saben distinguir e incluso desechar la propaganda.

El cambio no significa necesariamente que esta generación del baby boom árabe sea más liberal o más laica que sus padres. Muchos jóvenes árabes se sienten atraídos por nuevas formas de religiosidad que destacan la elección individual, la relación directa con Dios, la realización personal y la autoestima. Pero todos, hasta los que se incorporan a movimientos islámicos, llevan consigo un enfoque crítico y la resistencia a seguir a ciegas a unos dirigentes mucho más ancianos.

La transformación es visible incluso entre los jóvenes salafistas egipcios, seguidores de una corriente islámica puritana que hace hincapié en la vuelta a las prácticas del islam primitivo. Llevan pantalones anchos y largas camisas blancas a imitación del profeta Mahoma, pero también suelen llevar gafas de sol relucientes y zapatillas deportivas. Forman parte de una cultura globalizada.

Durante decenios, los salafistas se opusieron a participar en política. Sin embargo, después de las revueltas, cambiaron por completo de opinión. Se lanzaron a la refriega y se apresuraron a inscribirse como partidos políticos. En las universidades, numerosos clubes de jóvenes salafistas –en los que también hay mujeres– participan en los foros públicos de debate.

La influencia de la generación del baby boom actual será duradera. Seguramente serán la generación más numerosa durante gran parte de su vida –es decir, quizá unos 30 o 40 años más–, porque la tasa de fertilidad se ha derrumbado en casi todos los países árabes después de ellos.

 

Los tres bandos

Durante el viejo debate sobre el islam y la democracia, los estudiosos musulmanes, tanto religiosos como intelectuales, se dividían en tres grandes bandos.

El primer bando rechaza la democracia y el laicismo por ser conceptos occidentales que ni merece la pena refutar. Según esta perspectiva fundamentalista, el mero hecho de participar en la política diaria –unirse a un partido político, votar– es haram, está prohibido por la religión. Esta ha sido la postura de los clérigos wahhabíes en Arabia Saudí, los talibanes en Afganistán y, durante décadas, las distintas escuelas salafistas de todo el mundo árabe.

El segundo bando afirma que el regreso a los verdaderos principios del islam es la manera de crear el mejor tipo de democracia. Es un punto de vista conservador que dice que los fieles pueden debatir para llegar a conocer el auténtico camino, pero que la religión es la verdad suprema y eso no es negociable. Estos islamistas hablan del concepto de tawhid, el carácter único y extraordinario y la soberanía de Dios, que nunca pueden ser sustituidos por la voluntad del pueblo.

El segundo bando también invoca las prácticas musulmanas para asegurar que su ideología política actual cumple los requisitos esenciales de la democracia. Por ejemplo, afirma que la shura, el consejo asesor en el que en el que se debatían las ideas antes de presentar propuestas al líder, equivale a un parlamento.

El tercer bando defiende la ijtihad, la reinterpretación del islam para hacer que sea compatible con el concepto universal de democracia. Esta postura es más común entre los intelectuales laicos que entre los clérigos. Pero el hecho de haber abierto la puerta a la ijtihad, que los estudiosos conservadores creían cerrada desde la Edad Media, ya ha generado su propio abanico de ideas, no todas coincidentes.

Los reformistas islámicos suelen tener más eco en Occidente que en sus propios países, y no solo por la censura y el acoso a que están sometidos. A algunos los consideran demasiado intelectuales, demasiado abstractos o demasiado vinculados a una teología artificial. Su enfoque filosófico está alejado de las prácticas religiosas populares y las enseñanzas de la mayoría de las madrasas, las escuelas religiosas.

 

El futuro

El nuevo islamismo tendrá una mezcla cada vez mayor de modernismo tecnocrático y valores conservadores. Los movimientos que se han incorporado a la cultura política dominante no pueden permitirse ya el lujo de dar la espalda a la política de partidos, so pena de ganarse la antipatía de una parte importante del electorado que desea paz y estabilidad, no revolución.

Ahora bien, en los países que están viviendo una transición, los islamistas van a tener que hacer muchos equilibrios. En Egipto, por ejemplo, los Hermanos Musulmanes no pueden renunciar a su convicción de que el islam engloba todo. Pero correrán peligro de perder el respaldo popular si no concilian el islam con las garantías de buen gobierno y respeto a los derechos humanos.

Para ello, los Hermanos Musulmanes quizá tengan que transformar las normas islámicas en unos valores conservadores más universales, como limitar la venta de alcohol más al estilo de lo que se hace en Utah que de acuerdo con las leyes saudíes, o fomentar los valores familiares en vez de imponer la sharía a las mujeres.

Muchos movimientos islamistas siguen sin compartir la cultura democrática de las revueltas. Pero, dadas sus circunstancias demográficas, y dado que buscan ampliar sus bases, cada vez deberán tener más en cuenta el nuevo escenario político creado por las manifestaciones, incluso dentro de sus propios grupos.

El ejercicio del poder puede contribuir a debilitar a los partidos ideológicos. Y, pese a sus recientes éxitos políticos, los islamistas se enfrentan a otros obstáculos: no controlan las fuerzas armadas, las sociedades en las que actúan están más educadas, tienen visiones del mundo más complejas y se atreven a expresar más sus opiniones que antes, y las mujeres desempeñan un papel cada vez más importante, como se refleja en su presencia creciente en las universidades.

Los islamistas recién elegidos se arriesgan al rechazo político si no mejoran la economía

Irónicamente, es posible que los islamistas electos se encuentren con la oposición del clero. Entre los suníes, los islamistas no suelen ser quienes controlan las instituciones religiosas. En Egipto, los Hermanos Musulmanes no dominan la Universidad Al Azhar, la institución educativa islámica más antigua del mundo, con más de mil años de antigüedad.  Los Hermanos han obtenido una mayoría relativa en el Parlamento, pero no están autorizados a decir lo que es o no es islámico sin que les respondan otros actores religiosos como clérigos y estudiosos.

Pero el mayor obstáculo para los islamistas es tal vez la realidad económica. La sharia no sirve para estimular el desarrollo económico, y puede disuadir a los inversores y turistas extranjeros. La fuerza laboral se hace oír y no quiere que se olviden de ella, pero la globalización económica exige ser también sensibles a las presiones internacionales. Los islamistas recién elegidos se arriesgan al rechazo político si no mejoran la economía.

Israel sigue siendo impopular y la xenofobia antioccidental ha aumentado de forma visible, pero los movimientos islamistas van a necesitar otros argumentos para sostenerse en el poder. Las revueltas árabes han cambiado las líneas de combate en Oriente Medio, y a los islamistas les será más difícil aprovecharse del conflicto árabe-israelí y las tensiones con la comunidad internacional.

Por el momento, la división más peligrosa la forman las continuas tensiones entre suníes y chiíes. Un símbolo de esas diferencias es la brecha política, cada vez más profunda, entre la monarquía religiosa suní de Arabia Saudí y la teocracia chií de Irán, pero las repercusiones alcanzan a toda la región, desde el pequeño archipiélago de Bahréin hasta Siria y su estratégica localización.
Igual que el islamismo está redefiniendo la política regional, la política islámica y las diferencias sectarias están redefiniendo sus conflictos.

 

Este artículo es un extracto del libro The Islamists Are Coming: Who They Really Are, que se ha publicado recientemene, editado por el U. S. Institute of Peace y el Woodrow Wilson International Center for Scholars.

 

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