Tras años de perseguir el estatus de superpotencia, Rusia está acostumbrándose por fin a su papel en el nuevo orden mundial.

 

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No está claro, a primera vista, por qué se van a reunir los presidentes Barack Obama y Dmitri Medvédev próximamente en Moscú. En la época de la guerra fría, Washington y Moscú estaban enzarzados en un abrazo incómodo y sudoroso, como de boxeadores, y el fin de cualquier cumbre entre Estados Unidos y Rusia era contener la lucha en el cuadrilátero. Las reuniones entre los jefes de Estado eran frenos, obstáculos institucionales, para que el sistema perdurase. Se suponía que mantener el statu quo, por caro que fuera, era preferible a su desintegración violenta.

Pero ahora no hay sistema que mantener. Y, aunque los dos países tienen intereses que se superponen, y asuntos sobre las que negociar (Irán, Corea del Norte, Afganistán y la defensa antimisiles en Europa central), no está claro por qué tienen que hablar de ellas ahora, sin guerras ni acuerdos de armas sobre la mesa. Es cierto que está el pacto que debe sustituir al Tratado de Reducción de Armas Estratégicas, pero la sustitución de un acuerdo anticuado parece algo rebuscado, como si el propósito de las conversaciones fuera hablar, y no hacer que el mundo sea un lugar más seguro. De modo que, ¿por qué se celebra esta reunión?

La respuesta es que Moscú, tras años de tratar de recobrar, sin éxito, su condición de superpotencia, ha llegado a la conclusión de que se necesita un nuevo sistema. Por supuesto, una Rusia muy debilitada no está en situación de poder ser coautora, con Estados Unidos, de una nueva geopolítica. Pero sí puede iniciar una conversación que pretende trascender las asimetrías y tensiones de los dos últimos decenios, que eran manejables hasta hace poco pero que ya no parecen serlo.

El giro, que ningún dirigente ruso ha expresado de manera pública, es más bien un cambio de actitud que todavía no se ha plasmado de forma concreta. Pero, después de varios acontecimientos internos -entre ellos, la crisis financiera, que ha provocado manifestaciones contra el Kremlin en Moscú, Vladivostok y otras ciudades, la reforma militar, que está transformando la visión que tienen de Occidente los líderes militares y civiles, y la ascensión del propio Medvédev, que muestra indicios de querer impulsar el cambio pero parece incómodo con el statu quo-, es evidente que algo está ocurriendo en Rusia.

La crisis es el hecho que ha tenido un efecto más devastador en la imagen que de sí mismo tiene el país. Los gruñidos nacionalistas y antiamericanos de la época del ex presidente Vladímir Putin se han acallado y se han visto sustituidos por un profundo escepticismo y el temor de que Rusia se encuentre al borde de un desastre como el de 1998 que destruya el rublo y haga desaparecer los ahorros personales. Los clubes nocturnos de Moscú son un buen reflejo de estas fluctuaciones. Hace 10 años, había una gran demanda de hombres estadounidenses. Hace unos cinco años se vio un cambio palpable y los expatriados adquirieron la fama de ser sanguijuelas que chupaban la sangre al superávit de mujeres hermosas de la ciudad. Ahora, vuelven a ser populares y, en lugares en los que antes se consideraba imprudente hablar inglés, hoy está de moda.

A Medvédev le importa mucho -en cierto modo, como a su homólogo de Washington- lo que funciona

La idea de la “democracia gestionada”, como la llaman los ideólogos del Kremlin, está en tela de juicio. Aunque ha habido varios intentos de echar la culpa de la crisis a EE UU -por lo que dice la televisión estatal, parecería que la caída de Lehman Brothers, por sí sola, hizo descarrilar la economía rusa-, hoy se comprende que el país está inserto en el tejido comercial internacional (a pesar de que el Kremlin se retirase de las negociaciones de la Organización Mundial de Comercio).

“Rusia ya no puede permitirse el lujo de tener malas relaciones con Estados Unidos en medio de una crisis económica”, me dice Nikolai Zlobin, del World Security Institute, con sede en Washington. “La situación no es tan buena como esperaba el Gobierno. Rusia lo va a pasar mal en los próximos dos años”. Se han reanudado los llamamientos, sobre todo de los oligarcas, a que el país diversifique su economía y la separe un poco del petróleo y el gas. Y esto sólo puede conseguirse, como ha dicho Medvédev, aplicando el imperio de la ley y protegiendo la propiedad privada.

Pero la medida que seguramente tendrá el mayor impacto a largo plazo es el intento de modernizar el Ejército -encabezado por Medvédev, presidente del Consejo de Seguridad ruso- y convertirlo en una fuerza de combate de gran movilidad, al estilo Donald Rumsfeld, que preste menos atención a las grandes batallas de carros de combate en Europa occidental y más a los fundamentalistas islámicos en el Cáucaso, los traficantes de armas en la Ruta de la Seda y los piratas de las costas de Somalia. Las cifras económicas sufren altibajos. Los objetivos estratégicos de un Estado, que se reflejan en su planificación militar, muestran cómo se imagina ese país en relación con el resto del mundo. Así ocurre en Rusia, donde la cultura militar y la Gran Guerra Patriótica, es decir, la Segunda Guerra Mundial, siguen ocupando el centro del discurso nacional en televisión, los periódicos, el cine y las conversaciones de los ciudadanos acerca de su propio nación.

La reforma del Ejército, dice Dmitri Trenin, director del Carnegie Center de Moscú, “se basa en la idea de que no va a haber una guerra contra EE UU ni China. Ése podría ser un cambio fundamental. No son sólo las Fuerzas Armadas. Es todo el país el que, hasta ahora, ha vivido con la suposición de que va a haber un gran conflicto como la Segunda Guerra Mundial”.

“Ahora, eso está pasando a los archivos”, dice Trenin. “Cuando se haya hecho, tendremos una organización militar totalmente diferente en este país, centrada en el enfrentamiento a pequeña escala y con mayor atención puesta en el sur, donde habrá más choques militares”.

Por último, está Medvédev. Aunque muchos creían que iba a ser una marionetka Putina (un títere de Putin), el presidente ruso, en realidad, es un personaje complejo. Desde que asumió el cargo en mayo de 2008, se ha presentado como un aliado de su mentor, ahora primer ministro. Pero ha habido comentarios que sugieren una tensión cada vez mayor entre los dos. Medvédev, por ejemplo, se ha quejado del ritmo de las reformas económicas, y ha indicado su deseo de sustituir a los apparatchiks (funcionarios)de la era de Putin que manejan la burocracia con sus aliados.

A principios de este año, en unas declaraciones que fueron muy comentadas en Rusia, Medvédev dijo: “No podemos avanzar porque los cambios de personal y la aparición de nuevas personas se han producido con gran lentitud. Barajamos una y otra vez el mismo montón de cartas”. Muchos han destacado que el presidente ruso, de 43 años, tiene 13 menos que Putin y no desciende de los siloviki, los hombres del KGB, los funcionarios de defensa y otros encargados de la seguridad que forman los organismos de inteligencia rusos y se han resistido al liberalismo de tipo occidental. Medvédev es un abogado y ex profesor de universidad, un hombre que, es de suponer, ha reflexionado sobre la importancia de la ley y ha dejado claro que valora la necesidad de cambio.

Cuando habló en el FMI en enero de 2007, casi año y medio antes de ser presidente, Medvédev reconoció la necesidad de acabar con la corrupción y diversificar la economía; en un momento en el que casi ningún dirigente ruso se sentía obligado a reconocer nada que chocara con las bravuconadas habituales. Sería erróneo decir que es un reformista. Ante todo, es un tecnócrata. Pero también sería una equivocación pintarle como el gris ejecutor del plan quinquenal de otra persona. Es un hombre al que le importa mucho -en cierto modo, como a su homólogo de Washington- lo que funciona.

Es verdad que existen muchos motivos para dudar que Rusia esté dispuesta a forjar una relación más constructiva con EE UU: Putin sigue siendo (presumiblemente) el hombre más poderoso del país, y los problemas estructurales de fondo que han obstaculizado la cooperación entre los dos Estados persisten. Por más cumplidos que consigan decirse Obama y Medvédev en su conferencia de prensa conjunta, ambos seguirán enfrentados a propósito del futuro de Ucrania y Georgia. “La Administración Obama ha dejado claro que ‘reiniciar’ las relaciones con Moscú no significa aceptar una esfera de influencia rusa en el espacio postsoviético”, dice Steven Pifer, un ex secretario de Estado adjunto y antiguo embajador de EE UU en Ucrania.

Pero existe el sentimiento de que algo tiene que cambiar. Se refleja en el comportamiento cotidiano de las personas corrientes preocupadas por sus pensiones y sus puestos de trabajo; en la prensa, cada vez más combativa; en las instancias más altas (la reciente y muy pública reprimenda de Putin al oligarca Oleg Deripaska, en la que el primer ministro llamó a la cara al magnate del metal una cucaracha avariciosa, contrasta en gran medida con el compadreo de hace uno o dos años, cuando el optimismo y el consenso eran lo normal). Este cambio no es sólo emocional, como si, después de ocho años de empeoramiento de las relaciones, se hubiera instalado cierto cansancio.

Lo que está sucediendo es histórico, casi dialéctico, y depende de las ondulaciones y perturbaciones de la tectónica de placas mundial. Durante siglos, Rusia ha oscilado, con una puntualidad de metrónomo, entre un polo occidentalizador, que mira hacia afuera, y otro oriental, que mira hacia adentro. Estas variaciones han estado delimitadas por distintos periodos e intensidades, pero son una constante; son la constante. Las señales de esta oscilación más reciente, este deshielo, están ahí. La pregunta, para los responsables de la política exterior estadounidense, es si piensan aprovecharla.

 

 

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