
Los incendios del mayor bosque tropical del mundo no son un caso aislado para una región acostumbrada, cada vez más, a las amenazas y los peligros extremos relacionados con el medio ambiente. Terremotos y volcanes, inundaciones, sequías, epidemias, contaminaciones y corrimientos de tierra, entre otros, tienen cada vez más frecuencia y son cada vez menos predecibles. Las voces expertas coinciden en la importancia de un monitoreo exhaustivo, de la educación y de poner el foco en las comunidades vulnerables.
Fue uno de los peores agostos que se recuerdan. Ubicada en el corazón de Suramérica, la Amazonia ardió y ardió y ardió. Más de 30.000 veces solo durante ese mes y únicamente en la parte brasileña, la mayor damnificada, con los datos del Instituto Nacional de Investigación Espacial (INPE, por sus siglas en portugués) en la mano. Es cierto, las lluvias y las medidas implementadas (incluso a pesar de las trabas del presidente Jair Bolsonaro a la ayuda internacional) redujeron los focos un 35% en septiembre, cuando todos los pronósticos apuntaban a que la situación empeoraría. Pero el monitoreo por satélite todavía muestra cientos de focos activos. Y resulta que, aunque el mayor bosque tropical del mundo centra casi todas las miradas, no se trata de un caso aislado en una región acostumbrada, cada vez más, a los impactos provocados por un evento asociado a una amenaza o peligro ‘natural’.
La gravedad de la situación se ha intensificado considerablemente tanto en América Latina como en el Caribe: 480.000 muertes entre 1970 y 2010 así lo corroboran, según los datos recopilados por el Observatorio Latinoamericano (OLA), que para el mismo período estima unas pérdidas económicas de 160.000 millones de dólares (más de 144.000 millones de euros). “El aumento de la intensidad y la frecuencia de eventos naturales extremos, en gran medida impulsado por los efectos del cambio climático, así como por el impacto de la actividad humana, acentúan las condiciones de vulnerabilidad, especialmente en sectores de la población socialmente excluidos”, se lee en el estudio Enfrentar el riesgo. Nuevas prácticas de resiliencia urbana en América Latina, publicado hace unos meses bajo el auspicio del OLA y que centra su mirada en las respuestas que surgen desde las ciudades, allí donde se concentra el 80% de la población de esta región.

Precisamente, la mano del ser humano como factor explicativo para muchos de estos desastres cuestiona la naturalidad de su aparición. Dicho en otras palabras, son catástrofes que guardan una relación directa con el medio ambiente, y de ahí lo de desastres ‘naturales’, pero sin confundir lo ‘natural’ con un supuesto determinismo que induciría a pensar que suceden porque tienen que suceder, independientemente de la influencia humana. Los desastres no son naturales, reza el título del libro editado por la Red de Estudios Sociales en Prevención de Desastres en América Latina (La Red), que incide en cómo “es necesario desprenderse de una serie de malinterpretaciones. Una de las deformaciones más corrientes es suponer que el desastre producido se debe a fuerzas naturales poderosas o sobrenaturales que actúan irremediablemente contra las personas. Otro tipo de concepción también errónea y perniciosa consiste en atribuir los desastres al comportamiento maléfico de la naturaleza”.
La construcción de megainfraestructuras sin los adecuados estudios de impactos (o ignorándolos) y las políticas extractivas en diversos puntos de América Latina están generando desastres provocados por decisiones políticas. En el departamento colombiano de Antioquia todavía tienen muy reciente la obstrucción, en mayo de 2018, de uno de los túneles de la represa de Hidroituango. El río Cauca se desbocó, inundando inmensas zonas y provocando el desplazamiento de la población, con importantes daños tanto humanos como materiales. “Íbamos a ver desarrollo y solo vemos violencia. Los ríos son para la vida, no para la muerte”, denuncia desde el movimiento Ríos Vivos Antioquia Genaro Graciano, quien ha recorrido diversos puntos de la geografía del país para visualizar cómo viven las comunidades vecinas a la hidroeléctrica de Hidroituango. Derrames de sustancias tóxicas provenientes de la minería en el mexicano río Sonora, roturas de diques de contención de balsas de residuos mineros y la contaminación de parte de la Amazonia ecuatoriana por la industria minera son otros de los ejemplos de una lista casi interminable.
“En América Latina y el Caribe, la apropiación neocolonial y el carácter violento del modelo extractivista se evidencian tanto en los impactos negativos que produce, como en las distintas estrategias que emplean las empresas para imponerse en los territorios, en connivencia con los Estados donde se realizan las explotaciones, y en no pocas ocasiones, con sus Estados de origen”, recoge el informe ‘Extractivismo en América Latina. Impacto en la vida de las mujeres y propuestas de defensas del territorio’, editado por el Fondo de Acción Urgente de América Latina y el Caribe (FAU-AL).

Con más frecuencia y menos predecibles
Coordinadora del OLA y coeditora de la investigación Enfrentar el riesgo, María Carrizosa alerta de que “la tendencia está llamada a aumentar en los próximos años, salvo que se tomen medidas: más frecuencia, más intensidad y también sucesos cada vez más erráticos, cada vez más difíciles de predecir”. Explica cómo los peores desastres que sufre la región son los terremotos y los volcanes, los de mayor índice de mortalidad y también los que peores daños materiales causan, si bien las inundaciones y, sobre todo, los deslizamientos de tierra son los más frecuentes. “A medida que avanzan el cambio climático y la variabilidad climática, aumenta la frecuencia y también la intensidad de estos desastres de origen meteorológico”, subraya, recordando que la monitorización debe ser permanente y exhaustiva, 24 horas al día y 7 días a la semana, los 365 días al año.
A tenor de su tipología, los desastres ‘naturales’ (ya solo entre comillas) a los que se acercan estas líneas pueden dividirse principalmente en: biológicos (epidemias, infecciones, contaminaciones), climatológicos (sequías, incendios), geofísicos (terremotos, actividad sísmica y volcánica), hidrológicos (inundaciones, desprendimientos) y meteorológicos (temperaturas extremas, tormentas).
A la recogida y al posterior estudio de los datos se ha volcado, desde su creación en 1973, el Centro de Investigación sobre la Epidemiología de los Desastres (CRED, por sus siglas en inglés). Inundaciones en varios departamentos de Uruguay (Florida, Durazno, Artigas, Soriano, Salto); diferentes regiones de Perú afectadas por la actividad volcánica (Moquegua, Arequipa, Puno, Tacna), por los terremotos (Libertad), por las inundaciones (otra vez Moquegua, Arequipa y Tacna, además de Ancash, Loreto, Apurimac, Ayacucho, Cusco, Huancavelica, Ica, Lima, Moquegua, Puno) y por el corrimiento de tierras (nuevamente Apurimac); más inundaciones en varias zonas de Uruguay (Asunción, Pilar, Ñeembucú, Presidente Hayes, Alto Paraguay, Concepción, distrito Capital, Misiones, San Pedro, Central); epidemias en algunas partes de Nicaragua (Managua, Estelí, Masaya); tormentas tropicales y ciclones en latitudes mexicanas (Oaxaca, Baja California), con nuevamente inundaciones en otras (Victoria, Cameron, San Gabriel)… y también epidemias en Honduras, y en Guatemala, y en El Salvador, y en la República Dominicana y en Costa Rica… y también inundaciones en Haití, y en Ecuador, y en Brasil, y en Bolivia y en Argentina… y también terremotos en Ecuador y en El Salvador… y también tormentas en Cuba y en las Bahamas…
A lo largo de este año, el CRED ya ha registrado 61 grandes desastres ‘naturales’ en las Américas, es decir, en 61 ocasiones se ha alcanzado un gran número de afectados, frente a los 114 de Asia, los 65 de África, los 29 de Europa y los 7 de Oceanía. Aunque la tendencia global en lo que va de siglo traza una línea descendente, lo que se remarca principalmente en la región asiática, se trata de una disminución que en los próximos años podría ser revertida con el avance del cambio climático, alertan las fuentes.

La directora del CRED y fundadora de su Base de Datos Internacional sobre Desastres EM-DAT, Debarati Guha, desmenuza la ingente cantidad de gráficos que ofrecen y explica algunas claves para entenderlos. Por ejemplo, subraya que el CRED habla de ‘grandes desastres naturales’ cuando se convierten “en una carga que no puede manejar un solo Estado ni sus servicios públicos. Los pequeños pueden ser manejados incluso por los países empobrecidos. Pero cuando hay un desastre masivo, la ayuda gubernamental solo es un paliativo y la gente tiene que arreglárselas por su cuenta”.
Asegura que “América Latina se enfrenta a inundaciones catastróficas cada vez con mayor frecuencia. También es una región muy sísmica y aunque los grandes terremotos sean excepcionales, cuando suceden, son muy destructivos, con el peaje de muchas muertes”. Y es que, lo sucedido en la Amazonia presentó (y presenta) unas dimensiones sin par, tanto humanas (solo en la parte brasileña viven 24 millones de personas, el 12% de la población total del país) como físicas (de enero a septiembre se han calcinado, según las mediciones satelitales del INPE, unos 60.000 kilómetros cuadrado, dos veces el tamaño de Galicia) y medioambientales (el Amazonas es el río más grande del mundo y alberga unas 30.000 especies de plantas, 2,5 millones de insectos, 2.500 de peces, 1.500 de aves y 500 de mamíferos). Pero la Amazonia representa una muestra, aun la de mayor tamaño y envergadura, de lo que sucede en toda América Latina.
Qué puede hacerse: datos y educación
Ante esta situación generalizada en todo el continente latinoamericano, la Red de Estudios Sociales en Prevención de Desastres en América Latina subraya que “la única manera de poder reducir las posibilidades de ocurrencia de desastres es actuar sobre la vulnerabilidad”, para lo que proponen actuar sobre el proceso de urbanización, así como en el proceso productivo y económico. En otras palabras, el estudio de los desastres ‘naturales’ no puede separarse de la población misma, en todos los sentidos. Dos conceptos son clave en este contexto: la cosecha exhaustiva de datos y la educación.
Lo matiza y argumenta Guha: “La educación de la gente en alto riesgo es una prioridad y una opción barata. Pero también es importante investigar y entender mejor quién está en peligro y enfocarse en esas personas. De otro modo, solo seríamos capaces de acciones desenfocadas cuya efectividad no podría ser probada”. Asegura que en las últimas tres décadas el monitoreo ha mejorado mucho y que las agencias locales cada vez entienden más la importancia de los datos y de la colaboración, aunque “existe un problema de conflictos entre la figura gubernamental que quiere restar importancia al tema y las no gubernamentales que reportan más fielmente. Es un asunto muy difícil de resolver”.
La cosecha de datos debe ir acompañada de un monitoreo riguroso, y este, de un aterrizaje práctico tanto en las comunidades como en las administraciones. Desde ONU-SPIDER, la Oficina de Asuntos del Espacio Intraterrestre de Naciones Unidas, este argumento lo completa Juan Carlos Villagrán, jefe de la oficina en Bonn (Alemania): “Los eventos asociados a amenazas o peligros naturales son casos aislados, pero la vulnerabilidad de comunidades o poblaciones y sus modos de vida hace que, cuando se manifiestan estos eventos, se transformen en desastres”. El experto de ONU-SPIDER, plataforma que promueve el uso de tecnología satelital para la prevención, preparación y respuesta en caso de desastres, aboga por que “las comunidades o poblaciones reconozcan que es posible minimizar el impacto de los efectos mediante la implementación de medidas asociadas a la gestión para la reducción de riesgos (prevención, mitigación, preparación). Esto requiere un cambio en lo cultural, al reconocer que esa adaptación es necesaria”. Y pone un ejemplo: el de quienes aumentan el tamaño de sus casas angostando el canal de un río.

Fronteras geológicas y no administrativas
Las respuestas y acciones más comunes se generan actualmente “país a país, aunque también hay iniciativas regionales. Definitivamente, para ser exitosas, tienen que atravesar administraciones. Hay que entender que las zonas ecológicas son mucho más útiles para pensar en temas de resiliencia y de riesgo que los límites administrativos”, indica Carrizosa, que ha estudiado en profundidad el caso de Colombia, del que ha extraído otros aprendizajes. Entre los principales, la necesidad de planear para la incertidumbre, la de acceder a redes de aprendizaje ciudad-ciudad, la de considerar la vulnerabilidad y la respuesta de manera multidimensional y la de entender que “las infraestructuras no son una inversión de un solo momento, sino que hay que continuar invirtiendo para prolongar su vida útil”.
Naciones Unidas impulsa, desde hace tres décadas, marcos globales para reducir los riesgos del desastre. Así, de 1990 a 1999 tuvo lugar la Década internacional para la reducción de desastres naturales; una línea de trabajo que tuvo su continuidad en 2005 con el Marco de acción de Hyiogo 2005-2015; y en 2015 fue el turno del Marco de acción de Sendai 2015-2030. “En muchos países de América Latina se ha avanzado bastante en la parte de preparación y respuesta, aunque los retos aún persisten en la prevención (manejo adecuado de la exposición a amenazas o peligros) y la mitigación (reducción de vulnerabilidades)”, desgrana el experto de ONU-SPIDER, que cuenta con cuatro oficinas de soporte en la región (México, Panamá, Colombia y Argentina), más una quinta (Brasil) que esperan incorporar en un futuro próximo.
De la variada tipología de desastres ‘naturales’ que azotan al continente, cada amenaza presenta sus retos y peculiaridades. Como resume la directora del CRED, las inundaciones son “muy predecibles y cada vez más, así que no hay razón para no disponer de preparación e incluso de prevención. Las tormentas y los huracanes también son predecibles y las ciencias meteorológicas han mejorado mucho en sus modelos. Otra cosa son los terremotos: se sabe aproximadamente dónde pueden ocurrir, pero nunca puede afirmarse con precisión ni el dónde ni el cuándo. Eso es un verdadero problema para las poblaciones empobrecidas, pues la adaptación de sus hogares, quizá la única medida aparte de la educación, es muy costosa y los pobres dedican su dinero a la comida o la escuela, antes que a algo que quizá pueda suceder en el futuro”.