muroscoverHace 20 años cayó el Muro de Berlín. El mundo pensó que sería el último, pero desde entonces se han levantado otros muchos. FP Edición española ha seleccionado tres de los más significativos y ha preguntado a expertos de ambos lados por su visión de estas fronteras artificiales.

 

La caída del muro de Berlín supuso un antes y un después en las relaciones internacionales a finales del siglo XX. Un hito histórico que todavía hoy, dos décadas después, se conmemora como el reflejo de la concordia. Fue el símbolo del derrumbe de 30 años de separación, de diferencias, de odio cultivado. Pareció ser el punto y final de una política –o de la ausencia de ella– que daba paso a la diplomacia internacional como herramienta estrella para la resolución de conflictos. Pero ahora, con la perspectiva que da echar la vista atrás, su caída no fue más que el principio; el punto y seguido de una larga lista de muros que están en pie, y que crecen, en pleno siglo XXI.

Son barreras kilométricas de hormigón, acero y alambradas de espino creadas por los gobiernos para hacer frente a conflictos latentes. Algunas vienen arrastrando su existencia desde hace décadas, como la que divide las dos Coreas, o las que separan el Sáhara Occidental, Belfast o la isla de Chipre. La mayoría, sin embargo, han sido levantadas en la era post Berlín, como es el caso del muro entre Estados Unidos y México, el de Israel en Cisjordania, las vallas de Ceuta y Melilla, los muros  que separan a las distintas comunidades en Bagdad, el de Arabia Saudí y Yemen, o el que aísla las favelas de Río de Janeiro.  Las razones por las que se han construido varían. Las secuelas que dejan tienen rostros, nombres y lugares diferentes. Pero todas estas fronteras artificiales, según el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, comparten una misma consecuencia: vulneran el derecho internacional, de manera directa o indirecta.

La inmigración ilegal es uno de los grandes problemas de la nueva centuria. Algunos gobiernos se han visto incapaces de crear políticas migratorias efectivas que detengan o eviten auténticas avalanchas humanas hacia regiones más prósperas. Países como España, Estados Unidos o China han encontrado soluciones a este fenómeno levantando vallas en la frontera marroquí de Ceuta y Melilla, un muro a lo largo de la frontera con México o con Corea del Norte. Todos, por cierto, construidos durante los últimos doce años.

La lucha contra el terrorismo es otra de las grandes justificaciones para la existencia de estas fronteras de hormigón. Es el caso de Israel que, en 2002, empezó a levantar una barrera de más de setecientos kilómetros alegando razones de seguridad, para evitar ataques terroristas de extremistas islámicos. Hoy en día sigue en pie a pesar de que, en 2004, el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya dictaminara el derribo del muro, construido en un 85% en territorio palestino. No es una solución aislada, sino una tendencia creciente. Este mismo verano, Pakistán ha hecho pública su intención de construir un muro en su frontera con Afganistán para evitar el movimiento de la insurgencia talibán y el contrabando por la zona noreste del país.

El narcotráfico es otra de las razones que alegan los Ejecutivos para defender estas barreras. Es el caso de Estados Unidos o de Irán. Para detener el flujo ilegal de drogas,  Teherán puso en marcha, en 2007, un proyecto para tapiar su frontera con Pakistán con 700 kilómetros de cemento y acero. Los conflictos territoriales son otro gran argumento para la persistencia de estas barreras. La más antigua, la que dibujan miles de soldados en el paralelo 38, en la frontera entre las dos Coreas. Lleva en pie desde 1953 y representa una solución de paz para dos países que, técnicamente, continúan en guerra. Chipre es un país dividido de norte a sur: 300 kilómetros de hormigón pasan por el corazón de Nicosia desde 1974, separando a las comunidades griega y turca. Bajo este argumento se mantiene también el muro de Marruecos en el Sáhara Occidental, uno de los más largos del planeta. Una barrera militarizada, de más de 2.500 kilómetros de longitud, bordeada por vallas de espino e inundada por millones de minas antipersona desde 1987.

Estas paredes se han levantado también para evitar conflictos internos. Es el caso de la ciudad de Belfast, por la que, todavía hoy, cruzan los muros que dividen a católicos de protestantes para evitar actos terroristas entre ellos. O de Bagdad, una ciudad completamente amurallada desde 2007 como estrategia de seguridad de Estados Unidos para impedir ataques sectarios.

A esta retahíla de argumentos para la construcción de estas barreras se suma uno medioambiental, la de frenar la deforestación que alegó el Gobierno del Estado de Río de Janeiro para empezar a construir, a finales de 2008, un muro que impide la expansión de las favelas a las zonas más ricas de la ciudad.

Las consecuencias de la existencia de estos muros son múltiples, pero tienen un denominador común: recaen siempre sobre la población civil. Prohíben el libre tránsito de las personas, aíslan a poblaciones enteras, separan a familias, obligan a los inmigrantes a buscar rutas más arriesgadas de tránsito, segregan, discriminan y fomentan el odio entre comunidades o naciones.

Hoy, 20 años después, los muros de Berlín se han multiplicado por todo el planeta. Todos diferentes en sus raíces y causas, pero todos son la materialización de un fracaso. O de varios. Fracaso de políticas migratorias. Fracaso de políticas sociales y laborales. Fracaso en materia de seguridad y defensa. Fracaso en la capacidad de negociación, de diálogo, de acuerdo, fracaso de cooperación. En definitiva, fracaso de los gobernantes, que han encontrado en estos muros la solución física para los conflictos que son incapaces de solventar por la vía de la diplomacia.