Algunas claves para fortalecer la imagen de la Unión.

 

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La Unión Europea tiene desde hace mucho tiempo un problema de legitimidad, pero la crisis del euro lo ha agravado. Según el Eurobarómetro, el 72% de los españoles no confía en la Unión. El Pew Research Center ha averiguado que el 75% de los italianos creen que la integración económica europea ha sido perjudicial para su país, igual que el 77% de los franceses y el 78% de los griegos.

Durante más de sesenta años, la UE la han construido y administrado unos tecnócratas ocultos a los ojos de la gente; o, al menos, esa es la impresión que daban. En realidad, la mayor parte de las decisiones fundamentales las toman los gobiernos nacionales, pero el escrutinio público ha sido insuficiente. Este modelo no puede durar, porque la UE ha empezado a interferir -sobre todo en los países de la eurozona- en ámbitos de decisión políticamente delicados.

Las instituciones políticas pueden obtener su legitimidad de los resultados o de sus orígenes. Los resultados son los beneficios que las instituciones proporcionan. Los orígenes son las elecciones mediante las cuales se piden responsabilidades a quienes ejercen el poder. La crisis del euro ha debilitado los dos tipos de legitimidad.

Los resultados no son precisamente impresionantes. Las economías de muchos Estados miembros están contrayéndose, el crédito escasea en el sur de Europa, el desempleo en la eurozona es de más del 12% y el desempleo juvenil en Grecia, Italia, Portugal y España están entre el 40 y el 65%. No parece que ni la UE ni el euro están proporcionando muchos beneficios ni a los griegos, que echan la culpa a Alemania de la austeridad ni a los alemanes, que están resentidos por tener que contribuir a los rescates griegos.

La legitimidad de origen también ha sufrido. Dada la complejidad del proceso de toma de decisiones, con el poder repartido entre muchas instituciones, las cadenas de responsabilidad en la UE nunca han sido fáciles de seguir. Pero la percepción de que el poder no rinde cuentas es cada vez mayor, sobre todo en los países de la eurozona más endeudados.

El poder de controlar la política económica ha pasado de los parlamentos y gobiernos nacionales a los mercados financieros y unas instituciones no elegidas. Después de haber administrado mal sus economías, Grecia, Portugal, Irlanda y Chipre han tenido que negociar programas de reducción del déficit y reformas estructurales con la troika formada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional. Otros países, como Italia, España y Eslovenia, han conseguido evitar programas de rescate propiamente dichos pero han tenido que seguir las recetas presupuestarias de la Comisión para evitar las reprimendas y posibles medidas disciplinarias. Las decisiones sobre los rescates y sus condiciones las han tomado los ministros de economía y jefes de gobierno de la eurozona. Y no está del todo claro a quién y cómo se pueden pedir cuentas sobre dichas decisiones, como se vio durante el caótico rescate de Chipre en marzo.

No existe ningún remedio milagroso para hacer que de pronto la UE sea respetada, admirada o incluso popular entre muchos europeos. Sus instituciones están geográficamente alejadas, son difíciles de entender y a menudo se ocupan de detalles técnicos muy oscuros. Sin embargo, mientras la UE no tenga más legitimidad y credibilidad a ojos de los votantes, algunas de sus partes podrían empezar a separarse. Por ejemplo, en algún momento es posible que los gobiernos de la eurozona traten de reforzar su moneda dando serios pasos hacia un sistema más integrado de política económica. Pero unas elecciones generales, un referéndum o una votación parlamentaria podrían bloquear esos pasos y, con ello, poner en peligro el futuro del euro.

La manera más eficaz de restablecer el prestigio de la UE sería mejorar sus resultados. Si los líderes europeos avanzaran con rapidez hacia la creación de una unión bancaria, con el fin de fortalecer el sistema financiero de la UE; si Alemania se esforzara más en estimular la demanda y, de esa forma, ayudar a que crezcan las economías del sur de Europa; si las reformas estructurales empezaran a restaurar la competitividad de esas economías; y si el desempleo empezara a caer, los dirigentes de la Unión darían una imagen competente y el apoyo a los euroescépticos y populistas disminuiría. En su mayor parte, para lograr esos resultados no es necesario contar con nuevas instituciones, sino mejores políticas.

No obstante, el gobierno de la UE necesita como sea una transformación. Para muchos federalistas, la respuesta a las percepciones de que existe un déficit democrático es sencilla: cuando se tomen las decisiones en el ámbito de la UE, el Parlamento Europeo debería ejercer un control democrático (junto al Consejo de Ministros). Y si cada vez se toman más decisiones de ese tipo, los poderes del Parlamento deberían aumentar en consecuencia.

Pero estos argumentos topan con dificultades prácticas y teóricas. El problema práctico es que el Parlamento tiene graves defectos como institución. Desde las primeras elecciones directas, en 1979, ha habido cuatro grandes tratados que han reforzado sus poderes. Los parlamentarios europeos tienen hoy mucha influencia en las leyes, los presupuestos y los acuerdos internacionales de la UE. Pese a ello, en cada elección europea la participación ha ido disminuyendo, del 63% en 1979 a justo el 43% en 2009.

Los miembros del Parlamento Europeo hacen una buena labor en algunas áreas. En los últimos años, por ejemplo, han mejorado la directiva sobre fondos de riesgo y capital privado, y han ayudado a reformar la Política Común de Pesca. Pero pocos votantes conocen verdaderamente el trabajo del Parlamento, y muchos se muestran escépticos y no creen que sus miembros representen sus intereses; es frecuente que los parlamentarios europeos tengan escasa relación con los aparatos políticos de sus respectivos países.

En muchas ocasiones, da la impresión de que la principal prioridad del Parlamento es adquirir más poder. Desde las elecciones europeas de 2009, los parlamentarios han aumentado su control sobre la Comisión, y no solo gracias a los nuevos poderes que les confirió el Tratado de Lisboa. Una de sus técnicas consiste en bloquear lo que quiere hacer la Comisión en un área para negociar una concesión en otra. El Parlamento siempre quiere más Europa, un presupuesto mayor y un papel más amplio para la UE, pero no parece que la mayoría de los votantes piense igual.

Existen también objeciones teóricas a que el Parlamento se convierta en el órgano principal de supervisión democrática de la eurozona. En los procedimientos legislativos habituales de la UE -conocidos como el “método comunitario”-, el Parlamento desempeña un papel importante. En los últimos años, por ejemplo, ha enmendado y aprobado nuevas leyes sobre la disciplina presupuestaria de la eurozona. Y probablemente es la institución mejor situada para pedir cuentas a la Comisión en relación con su vigilancia de las economías de los Estados miembros.

Ahora bien, el dinero que se utiliza para rescatar a los Estados miembros más endeudados lo tienen que aprobar los parlamentos nacionales. El presupuesto de la UE no interviene de forma significativa, así que el Parlamento Europeo cuenta muy poco en los rescates. Las decisiones sobre los rescates y sus condiciones las toman los ministros de economía y jefes de gobierno de la eurozona. Pero llevar a la práctica esas decisiones depende de los parlamentos nacionales: el Bundestag alemán tuvo que aprobar el dinero del rescate de Chipre, y el parlamento chipriota tuvo que aprobar la liquidación de los bancos del país.

Estas son razones suficientes para aumentar la participación de los parlamentarios nacionales en el gobierno de la eurozona y en la UE en general. Quienes critican esa participación alegan que en su mayoría centran su atención en asuntos nacionales y comprenden mal los intereses europeos en general. Y son argumentos válidos. Por consiguiente, cualquier intento de reforzar el papel de los miembros del PE tendrá que incluir la forma de hacer que “piensen en europeo”. El Consejo Europeo ya ha ayudado a que lo hagan los jefes de gobierno. Los primeros ministros que asisten lo hacen con una doble función, como dirigentes políticos nacionales y como miembros de la autoridad suprema de la UE. Como demuestra Luuk van Middelaar, asesor de Herman Van Rompuy, en su excelente libro The passage to Europe, cuando los líderes nacionales asisten al Consejo, empiezan a tener en cuenta los intereses europeos y, a veces, ellos son los primeros sorprendidos.

Entonces, ¿cómo pueden desempeñar los parlamentarios un mayor papel en la supervisión de la UE? Existen cada vez más órganos interparlamentarios en los que trabajan juntos miembros de los parlamentos nacionales y del PE: desde la Conferencia de Comités Europeos de Escrutinio (COSAC), de alcance general, hasta grupos más especializados en política exterior y Europol. Y el reciente tratado de estabilidad fiscal creó una conferencia que reunirá a parlamentarios nacionales y europeos para supervisar la aplicación del tratado y debatir temas económicos más generales. No obstante, estos órganos, pese a ser muy útiles, son solo consultivos, y los parlamentarios europeos los tratan muchas veces con desprecio. No permiten que los parlamentarios nacionales tengan suficiente participación en la UE.

La rendición de cuentas debería empezar en casa. Algunos parlamentos, como el de Dinamarca, tienen buenos sistemas para pedir responsabilidades a los ministros, antes y después de asistir a los Consejos. Otros, como el del Reino Unido, examinan los proyectos de ley de la UE pero no siguen con detalle las reuniones del Consejo. Los parlamentos nacionales podrían mejorar sus métodos si imitaran los mejores modelos que existen en la Unión.

Hay que reforzar los vínculos entre los parlamentos nacionales. El Tratado de Lisboa creó el procedimiento de tarjeta amarilla, que consiste en que, si un tercio o más de los parlamentos nacionales cree que una propuesta de la Comisión infringe el principio de subsidiariedad -el principio de que las decisiones deben tomarse al nivel más bajo posible que sea compatible con la eficiencia-, pueden pedir su retirada. La Comisión debe hacerlo o explicar por qué tiene intención de seguir adelante. Hasta ahora, este procedimiento no se ha empleado más que una vez, cuando la Comisión retiró una medida que habría aumentado los derechos de los sindicatos. Una pequeña modificación del tratado podría convertir el procedimiento de la tarjeta amarilla en un procedimiento de tarjeta roja, de forma que, por ejemplo, la mitad de los parlamentos nacionales pudiera obligar a la Comisión a retirar una propuesta. Y podría instaurarse un sistema similar que permitiera a los parlamentos nacionales unirse para obligar a la Comisión a proponer la retirada de una ley europea redundante o innecesaria.

Una reforma más importante consistiría en hacer realidad la idea que circula desde hace tiempo de crear un foro para los parlamentarios nacionales en Bruselas. La carga de trabajo del foro debería ser moderada, para que estuvieran dispuestos a participar los mejores y más brillantes parlamentarios. No se trataría de duplicar la labor legislativa del Parlamento Europeo, sino que el foro debería hacer preguntas y escribir informes sobre los aspectos del gobierno de la UE y la eurozona que implican decisiones unánimes y en los que el Parlamento no tiene un papel significativo.

El foro podría ser un órgano de control del Consejo Europeo. Podría cuestionar las acciones y decisiones de la UE relacionadas con la política exterior y de defensa, o la cooperación en materia policial y de antiterrorismo. En los asuntos relativos a la eurozona, el nuevo órgano podría -en reuniones reducidas, sin los parlamentarios de los países que no están en el euro- interrogar al presidente del eurogrupo o emitir opiniones sobre los paquetes de rescate. Podría empezar siendo un organismo informal y, si demostrara su utilidad, se le podrían otorgar poderes formales, como la elección del presidente del eurogrupo, mediante un nuevo tratado.

Con suerte, el foro empujaría a los parlamentarios nacionales a pensar en términos europeos. Los escépticos y los cínicos dirán, con razón, que una nueva institución no puede, por sí sola, hacer que la UE sea más transparente y responsable. Sin embargo, con el tiempo, los miembros del foro tendrán que empezar a conocer mejor los mecanismos de la UE y, como los parlamentarios nacionales suelen estar más próximos a sus electores que los miembros del Parlamento Europeo, y resultan elegidos en comicios que tienen más participación, tendrán más probabilidades de mejorar la legitimidad de la UE.

 

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