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Carteles electorales en las puertas del ayuntamiento de la ciudad de Buda, en Texas. (Drew Anthony Smith/Getty Images)

Las elecciones de mitad de mandato en Estados Unidos no son demasiado atractivas. Pero sus resultados siempre son importantes, aunque mucho menos visibles, porque todos —los estadounidenses y el resto del mundo— prestan mucha más atención al presidente.

En lugar de ser una batalla en la que se juegan todo dos candidatos conocidos y analizados por todo el país, las elecciones de mitad de mandato consisten en multitud de votaciones aparentemente menores para escoger a un senador, un representante, un gobernador, los miembros de las cámaras estatales y así sucesivamente, hasta los miembros del consejo escolar de cada localidad. No se les suele prestar demasiada atención. Sin embargo, la mayoría de las veces, son una especie de referéndum sobre el presidente en activo, igual que las elecciones al Parlamento Europeo suelen ser un referéndum sobre cada gobierno nacional. Los comicios de 2018 no van a diferenciarse en este aspecto. Pero, además, es posible que sus consecuencias sean más trascendentales que nunca si el Partido Demócrata se hace con el control de la Cámara de Representantes –cosa  muy probable– y tal vez del Senado. Si obtienen la mayoría en una o las dos Cámaras del Congreso, se convertirán en un sólido contrapeso al poder del presidente.

¿Y qué hay de la cuestión que está en boca de todos desde hace dos años, el impeachment, es decir, la posibilidad de destituir al presidente? Con toda probabilidad, una Cámara de Representantes controlada por los demócratas iniciaría los trámites del proceso y, llegado el momento, votaría a favor de la destitución. Es mucho menos probable que en el Senado se consiguieran los dos tercios necesarios para apartar al presidente de su cargo. Sin embargo, el simple hecho de llevar a cabo el proceso tendría un efecto similar al de la investigación del fiscal Robert Mueller. El goteo constante de testimonios y revelaciones alimentarían un frenesí mediático que, a su vez, provocaría la furia continua del presidente. Y es difícil imaginar cuánto tiempo pueden soportar toda esa indignación los ciudadanos, los políticos y el propio presidente Donald Trump.

Dicho esto, los dos partidos dominantes en el sistema presidencial de Estados Unidos –el Demócrata y el Republicano– están preparándose de formas muy distintas en busca de triunfos en las elecciones de noviembre. Son formaciones políticas de amplia base, es decir, representan a una enorme variedad de votantes y, por consiguiente, no pueden contentar a todos con un único mensaje. Ambos salieron de las elecciones de 2016 con profundas fracturas, que han movido a muchos politólogos a preguntarse si nos encontramos en pleno realineamiento de las coaliciones que forman los partidos. Como era de prever, estas fisuras internas de los partidos separan el aparato – o a los ideológicamente moderados–  de los extremos: en uno, los socialdemócratas que siguen a Bernie Sanders; en el otro, los republicanos conservadores seguidores del presidente.

Después de varias elecciones especiales, las primarias realizadas en 2018 han sido las primeras que han puesto a prueba estas divisiones, y los resultados han sido muy distintos en cada bando. Mientras que el Partido Republicano parece consolidarse, en general, siguiendo el modelo del presidente —desde las preferencias políticas hasta la retórica de campaña—, el Partido Demócrata ha animado a sus candidatos a ajustar sus mensajes y su estilo a la medida de sus estados o distritos. Ambas estrategias tienen sus ventajas y sus inconvenientes.

En una entrevista hecha durante la campaña electoral de 2016, el senador republicano Lindsay Graham expresó la frustración con su candidato y dijo que, muy a su pesar, estaba deseando comenzar la reconstrucción del partido después de que perdieran en noviembre. Pero ocurrió todo lo contrario. Graham ha dado todas las vueltas necesarias y ahora apoya a un presidente que exige una lealtad absoluta. Es uno de los pocos republicanos de su cuerda —es decir, conservadores clásicos, más preocupados por la economía y por bajar los impuestos que por las guerras culturales— que ha logrado tener una relación de trabajo con el presidente y, al mismo tiempo, dirigirle críticas ocasionales.

Su buen amigo, el recientemente fallecido y ampliamente respetado senador republicano John McCain, no sólo estaba luchando contra el cáncer cerebral avanzado, sino que mantuvo una batalla muy abierta con el presidente en muchos temas. Trump ha hecho de esta lucha algo personal, insultando el legendario servicio militar de McCain mientras estaba vivo y no rindiéndole el debido respeto después de su muerte. McCain, por otro lado, retó al presidente en el fondo de su discurso, usando su vasta autoridad moral e influencia que se echará mucho de menos en el contexto de un partido republicano que está perdiendo líderes que están dispuestos a oponerse abiertamente al presidente.

Otros republicanos han decidido retirarse antes que enfrentarse a la oposición de la extrema derecha en las primarias de su partido. Nada menos que 26 congresistas han dicho que abandonan la política para no tener esos enfrentamientos, y no porque vayan a presentarse a otros cargos. De esos 26, solo cinco representantes y ninguno de los tres senadores están en distritos que se inclinan hacia los demócratas. Es el quinto mayor éxodo del partido desde 1974. Por el contrario, del Partido Demócrata solo se van a ir ocho congresistas. Dado que nadie renuncia al poder así como así, debemos preguntarnos por los motivos. Y, aunque los motivos son tan variados como el partido, los trece que hicieron sus anuncios de retirada temprana son republicanos más moderados, que pocas veces han votado en coincidencia con Trump. Entre ellos destacan los senadores Jeff Flake de Arizona y Bob Corker de Tennessee, que han tenido disputas públicas con el presidente y se han visto amenazados por rivales de extrema derecha en las primarias.

Entre los miembros de la Cámara de Representantes, ocho de ellos son del moderado Grupo de los martes y nueve tenían todas las posibilidades de perder las presidencias de comités importantes. Y no hay que olvidar la retirada más llamativa, la del presidente de la Cámara, Paul Ryan, de 48 años, al que siempre se había considerado un serio aspirante a la presidencia y que ha dicho que renuncia a su cargo para pasar más tiempo con su familia. La verdad es que, con las divisiones existentes en el grupo, su labor estaba volviéndose casi imposible, y a eso hay que añadir sus discrepancias personales con Trump.

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Un simpatizante de Trump durante un discurso del presidente en la ciudad de Nashville (Tennessee). (Drew Angerer/Getty Images)

Lo más destacable de todo es que, si bien es muy poco frecuente que un presidente apoye explícitamente a unos candidatos concretos en las primarias, Trump lo ha hecho y, en general, sus candidatos se han impuesto. Hablamos de 31 durante las primarias, dos que se enfrentaban a otros republicanos y un total de 48 antes y después de las primarias. Aunque la mayoría de los sondeos predicen más victorias para los demócratas en noviembre, el triunfo de los candidatos de Trump indica que el partido, en efecto, está amoldándose cada vez más a su imagen. La gran excepción es la retirada de Orrin Hatch, de 83 años, el republicano que más tiempo lleva en el Senado. Tiene un historial profundamente conservador y el presidente le ha pedido que se quede. Su jubilación pone su cargo prácticamente en manos de Mitt Romney, que se ha mostrado muy crítico con Trump.

Según la serie del Brookings Institute titulada The Primaries Project: Midterms 2018, es una exageración decir que el presidente se ha apropiado del Partido Republicano. Los autores pidieron a los nuevos candidatos a las primarias para la Cámara de Representantes que dijeran con qué bando se identificaban entre los conservadores y los aliados con las élites empresariales, de los que los primeros eran los que más coincidían con Trump. El 46% de los candidatos del mundo empresarial ganaron sus respectivas primarias. Entre los conservadores solo el 22,2% ganaron y el 6,2% están todavía pendientes de una segunda vuelta. También han medido si los candidatos mencionan a Trump en términos positivos o negativos o si no lo mencionan. El 37% lo menciona positivamente y el 53% no lo menciona en absoluto.

Los demócratas tienen fisuras similares entre el sector más cercano al sistema y más moderado y el sector progresista. Pero, en su caso, no tienen a un presidente que los dirija y tampoco existe la figura del líder de la oposición propia de un sistema parlamentario. A pesar de las profundas divisiones ideológicas, cuentan con el entusiasmo y el deseo de los votantes de controlar el poder del presidente. La propia dirección del partido es un reflejo de esas diferencias, con Tom Perez en la presidencia del partido, antiguo ministro de Trabajo con Obama y uno de los moderados, y Keith Ellison, miembro de la Cámara de Representantes y perteneciente al ala progresista, en la vicepresidencia.

Por eso no es tan extraño que los demócratas hayan difundido un mensaje vago, basado en la rebaja de los costes de la sanidad y en que los republicanos están utilizando el Gobierno en su propio beneficio, y hayan decidido que el resto le toca a cada candidato adaptarlo a sus electores. Desde el principio, la pregunta ha sido si el partido acabará pareciéndose a Bernie Sanders o a Hillary Clinton. Y la respuesta, ahora que están terminando las primarias, es ambigua. Por supuesto, los demócratas se enorgullecen de ser el partido de la diversidad, y varias estrellas ascendentes de este año son mujeres, negros, hispanos, transgénero y musulmanes.

Tal vez la mayor de las nuevas estrellas políticas es Alexandria Ocasio-Cortez, una joven de 28 años de ascendencia puertorriqueña que se califica a sí misma de “socialista demócrata” como Bernie Sanders. Venció al congresista demócrata, Joe Crowley, en el distrito neoyorquino que abarca el Bronx y Queens y tiene todas las posibilidades de convertirse en la mujer más joven miembro del Congreso. En Vermont, los votantes demócratas escogieron a Christine Hallquist, una mujer que es la primera candidata transgénero a gobernadora de la historia. Jahana Hayes, como Ocasio-Cortez, derrotó al candidato respaldado por el partido en las primarias del Quinto Distrito de Connecticut y seguramente será la primera representante negra de Connecticut en la Cámara. Ilhan Omar, de Minnesotta, y Rashinda Tahib, de Michigan, pueden ser las primeras mujeres musulmanas que lleguen al Congreso.

Ahora bien, aunque estas mujeres forman parte de lo que el Brookings Institute denomina un número sin precedentes de candidatos progresistas, no están ganando por un margen que pueda traducirse en una toma progresista del partido. Alrededor del 41% de los candidatos demócratas de 2018 se consideran progresistas, frente al 26% en 2016 y el 17% en 2014. De esos 280 nuevos candidatos progresistas a la Cámara, hasta ahora han vencido 81. Si bien es un gran cambio respecto a años anteriores, no constituye una marea izquierdista, por dos razones: los demócratas moderados también están ganando —hasta ahora, han ganado 109 primarias—, y estos progresistas, muchas veces, están ganando en distritos dominados por los republicanos. Una cosa es vencer en unas primarias entre los votantes más fervientes y otra, muy distinta, obtener el escaño en la Cámara llegada la elección.

Las primarias están dominadas por los militantes más leales del partido y, por consiguiente, aunque deciden quién va a presentarse a las elecciones, no sirven para saber qué va a hacer el electorado en general, porque la base de votantes es más amplia. En las elecciones de mitad de mandato también mandan los votantes más comprometidos, de modo que, aunque deciden quién va a estar en el Congreso en los dos años siguientes —que es muy importante— no son, especialmente, indicativas de qué harán los votantes en 2020.

La tendencia del Partido Republicano a reagruparse tras el presidente puede perjudicar sus perspectivas a corto plazo y costarle el control de la Cámara de Representantes e incluso quizá el Senado, pero podría tener mucho sentido con la vista puesta en 2020, cuando el presidente necesitará toda la unidad y todo el respaldo de su partido. Por otro lado, la estrategia del Partido Demócrata de ofrecer un mensaje poco claro puede ser útil para las elecciones legislativas pero, de cara a 2020, no resolverá uno de los problemas fundamentales de 2016: muchos votantes no saben qué defiende exactamente el partido, sobre todo en economía. Trump tiene muchos defectos, pero todo el mundo sabe de qué es partidario.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia