Si no se logra una acción concertada para atajar los problemas globales, los costes para el bienestar humano serán incalculables.

 

Hace 25 años, la ONU utilizó por primera vez el concepto de desarrollo sostenible, definido como aquel “que satisfaga las necesidades del presente sin poner en peligro la capacidad de las generaciones futuras de satisfacer las suyas”.Es decir, que la sostenibilidad no es un objetivo en sí mismo, sino un equilibrio que hay que mantener en el espacio y en el tiempo, y que implica complejas interacciones entre el medio ambiente, la economía, las instituciones humanas y los valores.

El desarrollo, como objetivo mundial para mejorar el bienestar humano, es un concepto relativamente reciente. Apareció por primera vez en la Carta de Naciones Unidas que se comprometía a promover “unos niveles más altos de vida, el pleno empleo y unas condiciones de progreso económico y social”.Con el tiempo, empezó a considerarse que el  desarrollo era una forma de mejorar las oportunidades económicas. Entre 1950 y 2001, el PIB per cápita mundial aumentó a un ritmo anual del 2,1%, lo que produjo una evolución extraordinaria en tres indicadores clave del bienestar humano. La mortalidad infantil cayó de 140 a 52 muertes por cada 1.000 nacimientos, la expectativa media de vida pasó de 43 a 64 años y el analfabetismo adulto descendió del 53% al 28%. Asimismo, fue impresionante el descenso de la incidencia de la pobreza. Un estudio del Banco Mundial muestra que, entre 1981 y 2000, la proporción de la población mundial que vivía en extrema pobreza descendió del 40,4% al 21,1%. Aunque todavía quedaban alrededor de 1.100 millones de personas en esa situación, la tendencia era innegable e hizo que muchos se preguntasen qué se podía hacer para acelerar el crecimiento en todas partes, sobre todo en África.

En paralelo, los científicos empezaron a preguntarse: los procesos en los que se apoya nuestro desarrollo ¿son sostenibles? Por desgracia, la respuesta parecía ser, cada vez más, “no”. Los ecologistas centraron su interés en el cambio climático, la pérdida de la biodiversidad y la contaminación. Pero existen otros factores más allá de las preocupaciones puramente ambientales. Entre ellas, destaca el crecimiento de la población y la correspondiente presión sobre los recursos. Según la Agencia Internacional de la Energía, la demanda energética crecerá un 50% de aquí a 2030, debido a la incorporación de 2.200 millones de personas a la población mundial, con sus necesidades de vivienda, transporte, calefacción, iluminación, producción de alimentos y al deseo de mejorar de forma sostenida su nivel de vida. El avance en la velocidad de las comunicaciones ha hecho que miles de millones de personas en países en vías de desarrollo aspiren a pautas de consumo similares a las del mundo industrial. Y, además, están apareciendo limitaciones de la oferta. La producción mundial de cereales per cápita mantiene una tendencia a la baja desde finales de los 80. Se calcula que, para 2025, el número de personas que vivan en regiones con escasez absoluta de agua ascenderá a unos 1.800 millones. Se prevé que el cambio climático, la erosión del suelo y la sobreexplotación pesquera reducirán la producción de alimentos, y ya han sido factores fundamentales en el enorme aumento de los precios del último año.

 

“No disponemos de mecanismos de solución eficaces ni de instituciones fuertes
para los grandes problemas del planeta”

¿Cómo se conciliarán las aspiraciones legítimas de los países en vías de desarrollo de alcanzar elevados índices de crecimiento con los retos que plantea un sistema que ya sufre graves presiones debidas, precisamente, a dicho crecimiento? La solución requerirá acciones en tres frentes. En primer lugar, la conservación. Según el Earth Policy Institute, es preciso invertir unos 100.000 millones de dólares anuales para proteger la capa superior del suelo en las tierras de cultivo, estabilizar las capas acuíferas, restaurar las pesquerías y proteger la diversidad biológica. El Informe Stern concluyó que el coste anual de introducir medidas de control de los gases de efecto invernadero es muy inferior a los posibles gastos derivados del cambio climático descontrolado. Asimismo, habrá que invertir en infraestructuras energéticas para sustituir las instalaciones envejecidas y hacer frente a la demanda global, pero también para mejorar su eficacia.

En segundo lugar, la tecnología puede desempeñar un papel crucial. El uso más eficaz de la energía ha reducido la parte del PIB mundial correspondiente al consumo energético en más del 30% en los últimos 20 años; se puede hacer mucho más gracias a la aplicación de nuevas tecnologías como la energía solar, la eólica y los combustibles alternativos. El Informe de la Comisión sobre Crecimiento, de reciente publicación, define con lucidez nuestro desafío: “No sabemos si existen límites al crecimiento ni hasta qué punto serán unos límites generosos. La respuesta dependerá de nuestro ingenio y nuestra tecnología, de que sepamos encontrar nuevas maneras de crear bienes y servicios valorados por la gente a partir de una base limitada de recursos naturales. Ése será el desafío supremo del nuevo siglo”.

El tercer elemento, y seguramente el más importante, tendrá que ser el refuerzo de los mecanismos actuales de cooperación internacional. Los grandes problemas del planeta están cayendo en el olvido porque no disponemos de unos mecanismos de solución eficaces ni de unas instituciones fuertes. No es posible resolver una serie de crisis globales si no es en un contexto de acción colectiva que implique la cooperación supranacional y un replanteamiento fundamental del “interés nacional”.

En general, las fuerzas integradoras que sostienen los procesos de globalización han sido beneficiosas para la humanidad y han contribuido al aumento de la prosperidad: cerca del 65% de la población del planeta vive hoy en economías de rentas altas o de gran crecimiento, frente a menos del 20% de 1978. Sin embargo, para establecer una base más firme sobre la que se apoye el desarrollo sostenible será preciso emprender acciones concertadas en los tres frentes mencionados. Si no lo hacemos, aumentará la vulnerabilidad a todo tipo de crisis interrelacionadas, con consecuencias imprevisibles para el bienestar humano.