Ceremonia judía. (Jaime Reina/AFP/Getty Images)
Ceremonia judía. (Jaime Reina/AFP/Getty Images)

Ver a los refugiados como oportunidad antes que amenaza… como la Historia demuestra.

Kalmi Baruh era sefardí. Sus orígenes se remontaban a las familias judías expulsadas de la Corona de Castilla y de Aragón en 1492. Una de las miles que llegaron al Imperio Otomano, y que fueron acogidas favorablemente. Fue un estudiante aplicado y entusiasta. Tras estudiar en Višegrad, Sarajevo y Zagreb, terminó su tesis en Viena: una investigación sobre la lengua judeoespañola en Bosnia. Eran tiempos en los que los estudiantes voluntariosos, con poder adquisitivo, y también sin él, se esforzaban por llegar a Graz, Múnich, Ginebra o París para terminar sus estudios superiores. Tal vez Baruh podría haber buscado un empleo como profesor en alguna capital centroeuropea, pero decidió volverse a Sarajevo y compaginar las clases que impartía en el Liceo francés con sus conferencias y publicaciones. Tenía alma de investigador, pero también de divulgador, y esa dedicación no tardó en serle reconocida siendo el primer yugoslavo que recibió una beca postdoctoral por parte del Gobierno español, de la que disfrutó en Madrid entre 1928 y 1929.

Su buena reputación se extendió por toda la región. No solo en la esfera local. Ernesto Giménez Caballero, agitador cultural de la época, hombre controvertido y conocido como el introductor del fascismo en España, dijo de él que era el candidato adecuado “para ocupar una Cátedra de Español en Belgrado, cargo que profesaría con infinita mayor superioridad que la profesada por nuestros profesores indígenas”. Hoy Baruh es una referencia indiscutible entre los estudiosos de la comunidad sefardí en los Balcanes, del cual se destaca no solo su faceta pionera, y la calidad de sus trabajos sobre cultura sefardí y española en general, sino también su escrupulosidad moral, como recogen los trabajos de la académica y diplomática serbia Krinka Vidaković-Petrov. Finalmente, llegó a rechazar el puesto de trabajo en Belgrado: no se sentía capacitado. Algo insólito hoy, lo fue también entonces.

La ley que facilita las condiciones para la obtención de la nacionalidad a todos los sefardíes originarios de España entra en vigor. No se pueden ignorar el Edicto de expulsión ni los siglos de ausencia judía en España, pero al menos otorga normalidad a unas relaciones que no empezaron a valorarse hasta finales del siglo XIX. Hubo acercamientos similares durante el XX, incluso un Decreto de 1924 sirvió para salvar la vida a varios miles de judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, una gran parte de la comunidad sefardí en la región fue asesinada entre 1941-1945 —se calcula que más de dos tercios de los judíos yugoslavos fueron exterminados durante el Holocausto nazi—. Ciudades como Salónica, Sarajevo o la actual Bitola, donde escuchar judezmo o djudio era algo habitual y extendido, dijeron adiós prácticamente a la totalidad de su población sefardí.

El mérito de Baruh es aún mayor si se tiene en cuenta que el Imperio Otomano no implementó ninguna cultura universitaria. No obstante, sí dejó cinco siglos de conservación del legado sefardí. Organizados en millet, —comunidades confesionales con las que los grupos etnonacionales pudieron gobernarse a sí mismos bajo la predominancia musulmana—, (griega, albanesa, arumana, romaní, judía, serbia, búlgara…), las minorías mantuvieron tantos intercambios de interés individual y colectivo en torno a la zona comercial (çarşı), como también se segregaron de forma celosa en torno al idioma, la religión o las costumbres, demostrando que la convivencia puede no suponer integración pero tampoco tiene que ser necesariamente una amenaza (juntos y raramente revueltos). Ciudades como Berat, Novi Pazar, Bijelo Polje, Senta, Ulcinj, Livno, Bujanovac, Kruševo, Shumen, Kovačica, marcadas por un pasado otomano o austro-húngaro, a día de hoy demuestran un gran nivel de aceptación de la diferencia en torno a la religión, y de sentido común en torno a la sociedad —pese a aquellos políticos que puntualmente instrumentalizan la cuestión étnica en épocas de crisis y de cambio—. Su realidad de iglesias, templos o mezquitas, en apenas unos metros cuadrados, sería impensable en las ciudades occidentales actuales sin que no hubiera pasiones más encendidas que las que tradicionalmente se asocian a los Balcanes.

Los avances sociales logrados durante el siglo XX no incluyen haber aprendido a vivir en la diferencia, cuando, como parece ser, una cantidad reducida de refugiados en comparación con la población total, genera tantas fracturas entre los Estados miembros de la Unión Europea (por cada 100.000 habitantes, los 160.000 refugiados que la UE pretende ahora reubicar suponen entre otros casos: 8 en Hungría, 147 en Luxemburgo, 50 en Alemania y 41 en España). Divisiones no solo generadas por el elemento económico, sino también social, cultural y religioso. Una parte de la opinión pública teme los riesgos que suponen los refugiados para la convivencia o para la lucha antiterrorista. La propia embajadora de Hungría en España, Enikő Győri, afirmó no hace mucho: "Hay que ayudar en momentos difíciles a quien lo necesita pero hay que pensar en el futuro de este continente también. Qué composición étnica va a tener Europa mañana, pasado mañana, en cinco años, en 20 años… hay que hablar de eso".

Hablemos. En Europa ya sabemos adónde nos conduce la pureza étnica como objetivo, ni creo que este sea un propósito provechoso ni alcanzable. De momento, no lo ha llegado a ser en los Balcanes, ni tampoco en Budapest, Bruselas o Madrid. Si esta es una preocupación, los datos no ofrecen lugar a dudas: la llegada de todos los refugiados sirios, en el caso de que todos fueran musulmanes, solo aumentaría el número de musulmanes en la UE de un 4% a un 5%. Y es que son más los beneficios del intercambio que los perjuicios, más allá de la solidaridad en sí, si la llegada se mide por baremos de capacidades, recursos y posibilidades que cada uno de los visitantes involuntarios genera. Más allá de la conmoción saludable que hay en torno al contacto con la diferencia, existe una oportunidad para Europa, como lo fueron los judíos para el Imperio Otomano según todos los testigos de la época. De Ángel Pulido, reconocido senador filosefardí, es la famosa anécdota según la cual el sultán Bayaceto II, máxima autoridad otomana, dictaminó la prohibición de perseguir judíos en los territorios que administraba, dijo: “Aquéllos que les mandan pierden, yo gano.” No se entiende parte del poder militar, comercial y científico de la potencia oriental durante los siglos XVI y XVII sin la contribución de esos recién llegados.

Experiencias más recientes muestran los beneficios generados por los inmigrantes (en este caso refugiados) o, si se quiere, desmitifican los perjuicios: 700.000 judíos procedentes de la antigua Unión Soviética se asentaron en Israel durante los años del colapso. 900.000 personas fueron repatriadas desde Argelia a Francia durante la descolonización. 125.000 balseros cubanos llegaron a las costas de Florida en los 80. Ningún estudio ha demostrado que dicha experiencia fuera negativa para el país de acogida, ni que el nivel de vida de los locales descendiera a causa del desplazamiento de población. Solo aquellos que muestran un perfil xenófobo pueden encontrar razones (no fundamentadas) para movilizarse contra la inmigración. Si los costes pueden ser elevados a corto plazo (no es este el caso), los beneficios se multiplican si el sector público y privado quieren beneficiarse de este fenómeno.

Ningún exiliado, como así ocurrió con los republicanos españoles en Latinoamérica, querría que esta condición prevaleciera sobre sus méritos. Kalmi Baruh no fue un exiliado, ni es un mérito haber sido un sefardí, sino haber tendido puentes entre el sudeste europeo y España, y haber abierto, además, un camino por el que transitaron luego otros estudiosos. Sus motivaciones fueron insignes, sintiéndose agradecido por la oportunidad que se les brindaba, como también por las posibilidades que el intercambio suponía para la propia comunidad sefardí en los Balcanes y para España en una zona que, incluso hoy, parece estar más interesada en España que España en ella. Es triste saber que Baruh pasó los últimos años de su vida en el campo de concentración de Bergen-Belsen (Alemania), donde moriría poco después de que el campo fuera liberado. Cuentan los que le trataron que siguió recopilando información sobre los judíos sefardíes allí recluidos incluso en los días más difíciles de su existencia. Si Baruh lo hizo en favor de la patria de la que fueron expulsados sus antepasados, imagínense qué pueden hacer algunos por los que un día les recibieron solidariamente como refugiados.