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Manifestaciones en la capital de Sudán, Jartum. (ASHRAF SHAZLY/AFP via Getty Images)

Justicia, paz y gobierno son los tres grandes retos a los que debe hacer frente el país si quiere realizar las reformas necesarias y alcanzar un régimen democrático lo más inclusivo posible.

Y Sudán sorprendió al mundo. En abril de 2019, el derrocamiento del exdictador Omar al Bashir fue una de las noticias más inesperadas e ilusionantes de las últimas décadas en África; y la revolución social que lo hizo posible, un ejemplo que traspasó las fronteras sudanesas y africanas. El movimiento popular había comenzado siete meses antes en la ciudad de Atbara, provocado inicialmente por la subida desorbitada del precio del pan y otros productos básicos; pero pronto el reclamo de “libertad, paz y justicia” se extendió por todo el país. Entonces, el epicentro de la nombrada revuelta del pan se trasladó a la capital Jartum, al tiempo que la Asociación de Profesionales Sudaneses –un sindicato que, desde agosto de 2018, aunaba a profesores, abogados y periodistas, entre otros sectores laborales– asumía el liderazgo y la organización de la protesta social contra el régimen islamista, sátrapa y violento de Al Bashir, que –desde 1989, tras un incruento golpe de Estado– gobernaba con mano férrea el país.

El carácter pacífico de la revuelta social era una condición indeclinable, y ni siquiera la brutal respuesta de las fuerzas de seguridad gubernamentales –que provocó cientos de muertos, miles de detenciones ilegales y constantes violaciones de los derechos civiles– doblegó la intención de millones de indignados sudaneses. Por el contrario, y respaldados por un fuerte rechazo internacional a la violencia arbitraria y desmedida del gobierno, en enero de 2019 los manifestantes consiguieron que veintidós partidos de la oposición firmaran en Jartum la Declaración por la Libertad y el Cambio. Una alianza que exigía la renuncia incondicional del presidente y todo su aparato de poder, y la formación de un gobierno de transición para sentar las bases de la refundación democrática del país, afrontar la acuciante crisis económica y poner fin a la insurgencia armada y la indiscriminada represión oficial que se extendían, por décadas, en los estados de Darfur, Kordofán del Sur y Nilo Azul.

A pesar de las desesperadas y pragmáticas medidas de Al Bashir: destitución del gobierno y la declaración del estado de emergencia y la acelerada firma de un alto el fuego con los grupos rebeldes; de su apelación a que las elecciones generales –previstas entonces para 2020– eran la única vía lícita para renovar la presidencia del país; y de la negativa de gran parte del Ejército a plantar cara al dictador, las Fuerzas por la Libertad y el Cambio consiguieron finalmente su propósito. El 11 de abril, Al Bashir –acorralado por la presión interna y externa y por las disidencias dentro de su propio y omnipresente Partido del Congreso Nacional y en el seno del Ejército– fue destituido y arrestado por un Consejo Militar de Transición, que asumió la gobernanza del país bajo la dirección de Abdul Fattah al Burhan: un teniente general que aun formando parte de la cúpula militar del régimen islamista, se había mostrado dialogante con los movimientos sociales.

Para el pueblo sudanés, esta solución no era suficiente. Por ello, mantuvo sus protestas en las principales ciudades del país para exigir una transición política conducida por autoridades civiles, y que aún tendría que sufrir la reacción más brutal por parte de miembros de las fuerzas de seguridad, siempre negada por el propio Al Burhan. El 3 de junio, y frente al Cuartel General del Ejército en Jartum, más de cien manifestantes fueron asesinados. Un brutal episodio que ahora se está  investigando y cuyo esclarecimiento –incluida la constatada participación de las temidas Fuerzas de Apoyo Rápido del general Mohamed Hamdan Dagolo Hemeti, militar fuerte en la actual transición política– es imprescindible para responder, con justicia, a la indignación del pueblo sudanés: “O les traemos justicia o moriremos como ellos”.

En este clima de tensión y enorme desconfianza, la perseverancia de los dirigentes de las Fuerzas por la Libertad y el Cambio consiguió que, en julio de 2019, se alcanzase un acuerdo –gracias a la presión ejercida por la Unión Africana y con la mediación directa del primer ministro de Etiopia Abiy Ahmed– para instaurar un Consejo Soberano al frente de la jefatura del Estado de Sudán. Este gabinete cívico-militar, que tendría un mandato de 39 meses, sería liderado los primeros 21 por el general Al Burhan y, el tiempo restante, por una autoridad civil. Sus principales cometidos serían poner fin al legado y entramado de poder del antiguo régimen islamista, garantizar la restauración del Estado de derecho y del imperio de la ley, fomentar la convivencia pacífica en todo el país, y –sobre todo– allanar el camino para consolidar un sistema democrático real y efectivo a través de unas elecciones justas e inclusivas en 2022. Como primera medida, acordaron la formación de un gobierno de transición que, desde el 21 de agosto, está liderado por el economista y ex alto funcionario de Naciones Unidas, Abdallah Hamdok.

Por el momento, las expectativas del pueblo sudanés siguen altas, pero también sus exigencias al nuevo gobierno para que enfrente los desafíos más urgentes para la justicia, la paz y la democracia en Sudán. Una reforma integral para el nuevo país que ya ha iniciado su andadura: “El proceso de paz y transformación democrática van bien –señalaba, en diciembre, el ministro de Información Faisal Salih–. En términos de reformas legales, hay muchas leyes preparadas que deben aprobarse para concordar el período de transición”.

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El expresidente de Sudán, Omar al Bashir, es escoltado tras declarar en el juzgado por delitos de corrupción. (ASHRAF SHAZLY/AFP via Getty Images)

Juzgar al exdictador Al Bashir y erradicar su legado

Restaurar el imperio de la ley y garantizar la rendición de cuentas es un clamor popular que inunda Sudán. El principal objetivo es juzgar todas las atrocidades del poder islamista y represivo que dominó el país durante tres décadas, y que todos los culpables asuman sus responsabilidades penales. Un largo y complejo proceso judicial que comenzó con el propio Al Bashir, condenado en diciembre a dos años de reclusión –en un reformatorio, no en una cárcel, por su avanzada edad (73 años)– por un delito de corrupción y posesión ilegal de divisas. Pero este solo ha sido el primer eslabón de la dilatada cadena judicial que deberá enfrentar el que fuera mandatario de Sudán. Así, el pasado mes de mayo, la fiscalía general abrió una causa para investigar el asesinato de manifestantes durante las revueltas populares: una exigencia de los movimientos sociales y las Fuerzas por la Libertad y el Cambio, y que el primer ministro Hamdok hizo suya durante las celebraciones del primer aniversario del inicio de las protestas: “Se logrará justicia. Trabajaremos para que se juzgue a todos los criminales y se restaure la dignidad de las familias de las víctimas”.

No obstante, para el pueblo de Sudán –y también para toda la comunidad internacional– es imprescindible que Al Bashir responda ante la justicia por las masacres contra las tribus negras en la región de Darfur que, entre 2003 y 2010, provocaron más de 300.000 muertos y la huida de 2,5 millones de indefensos. Por este motivo, en 2009 y 2010 la Corte Penal Internacional decretó sendas órdenes de arresto contra el expresidente, que siempre ha conseguido burlar, por crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y genocidio. A pesar de la negativa inicial de entregarle a la justicia internacional y las discrepancias entre los juristas respecto al lugar donde debe ser juzgados, la comparecencia de Al Bashir en La Haya está cobrando cada vez más fuerza en el nuevo escenario político sudanés, incluso entre las autoridades militares: “Todavía no hemos tomado una decisión –declaraba el general Al Burhan durante su visita a Darfur en diciembre–. Si no se puede hacer justicia aquí, el pueblo tiene derecho a demandarla donde elija. Estamos comprometidos a satisfacer sus demandas”.

Por otro lado, el gobierno de transición sigue dispuesto a eliminar cualquier atisbo del antiguo régimen, aún muy presente en toda la corrupta administración estatal. Con este propósito, el pasado mes de noviembre, decretó la disolución del Partido del Congreso Nacional y la incautación de todos sus activos: una decisión arriesgada –aun subyace el miedo a una contrarrevolución en el país– que ha sido rechazada por los partidarios del derrocado presidente: “De concretarse, solo añadiría más tensión al escenario político. Las Fuerzas por la Libertad y el Cambio, con disposiciones tan temerarias como esta, solo pretenden regresar a un antiguo ciclo, tan vicioso como malicioso, que ha lastrado al país durante 63 años (desde la independencia nacional en 1956)”. Lejos de amedrentarse, el gobierno de Jartum sigue estrechando el cerco oficial contra el derrocado poder islamita, y la fiscalía general ya ha anunciado que investigará a todos los responsables del golpe de Estado de 1989, que dio inicio al gobierno autoritario de Al Bashir.

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Una mujer y unos niños en el campo de desplazados internos de Abu Shouk, al norte de El-Fasher, Darfur Norte. (ASHRAF SHAZLY/AFP via Getty Images)

Sellar la paz en todo el territorio sudanés

La refundación de Sudán no será factible mientras no se consolide la paz en todo el territorio soberano; y esta realidad marca la “hoja de ruta” que las autoridades de transición comenzaron a pactar, tras la conformación del Consejo Soberano, con el Frente Revolucionario Sudán (FRS). Esta alianza reúne a nueve fuerzas rebeldes de las regiones de Darfur, Kordofán del Sur,  Nilo Azul y Beja, todos ellos escenarios de marginación, desolación y represión violenta durante el mandato de Al Bashir. Desde septiembre, y con la mediación principal del presidente de Sudán del Sur Salva Kiir (un líder incapaz de frenar la guerra en su propio país), se han sucedido las conversaciones, y también desavenencias, entre el gobierno de transición y los movimientos insurgentes, pero siempre en un clima de concordia y en el marco de un mantenido alto el fuego. Un complejo camino hacia la paz que el primer ministro Hamdok ha convertido en la prioridad nacional.

Aunque son muchos los acuerdos pendientes y los obstáculos por salvar, es innegable que los avances han sido tan inéditos como significativos, pues los jefes de los movimientos insurgentes más fuertes y reivindicativos –agrupados en el FRS– están mostrando una disposición sin precedentes para sellar el final definitivo de las hostilidades. El 24 de diciembre, los cuatro grupos rebeldes mayoritarios de Darfur (Movimiento Justicia e Igualdad, el Ejército de Liberación, la Asociación de Fuerzas de Liberación y el Movimiento de Liberación de Sudán) y el Consejo Soberano firmaron en Juba –capital de Sudán del Sur– una declaración de principios, que aborda las causas profundas del conflicto, el regreso de los refugiados y los desplazados a sus hogares, el reparto del poder y la integración de las fuerzas rebeldes en el Ejército nacional.

Lamentablemente, pese a los avances en las conversaciones de paz, a finales de diciembre el estado de Darfur Oeste registró duros enfrentamientos étnicos con más de 50 víctimas mortales, 40.000 nuevos desplazados y multitud de hogares incendiados. Según testigos presenciales, fueron provocados por las milicias árabes contra las razas negras; e instigados –como denuncian las Fuerzas por la Libertad y el Cambio– por agentes del antiguo régimen con el objetivo de dinamitar la transición política. De nuevo, la mediación del primer ministro Hamdok ha sido determinante para frenar la violencia y reforzar el compromiso de su gobierno para “preservar la vida de los ciudadanos, la seguridad y la paz e imponer la autoridad del Estado. Nos ocuparemos con decisión de todo lo que amenace a la seguridad nacional”.

Y sin dejar de mirar a Darfur, el gobierno de transición se centra ahora en desbloquear las conversaciones con el Movimiento de Liberación Popular de Sudán-Sector Norte (MLPS-N) de Kordofán del Sur y Nilo Azul, suspendidas por la exigencia de los líderes rebeldes de convertir Sudán en un Estado secular. Sin embargo, y después de nueve años de guerra abierta, la estabilidad está ganando terreno en los estados sureños, se han abierto las carreteras y los mercados, y está llegando la ayuda humanitaria a las zonas controladas por los insurgentes: “Todo indica –como señaló el líder del MLPS-N y del FRS en diciembre– que 2020 será el año de la paz”.

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Abdallah Hamdok, durante una rueda de prensa tras ser nombrado primer ministro de Sudán. (EBRAHIM HAMID/AFP via Getty Images)

Afianzar la gobernanza para refundar Sudán

En julio de 2019, la conformación del Consejo Soberano constituyó un difícil ejercicio de diálogo y consenso pero, sobre todo, una inesperada cesión –frente a la presión política y mediática exterior– de los dirigentes de la revolución social: la única vía factible para conseguir la involución del antiguo régimen era compartir la transición a la democracia con altos mandos militares del aparato opresor de Al Bashir, convertidos después en los artífices de su derrocamiento. Desde entonces, el gobierno de transición  –con el aperturista y perseverante primer ministro Hamdok al frente– ha puesto en marcha una contundente transformación política interna y hacia el exterior que, más allá de las divergencias y con la permanente vigilancia de la población, permite vislumbrar que Sudán avanza hacia su refundación.

En noviembre, la derogación de las leyes de orden público –la justificación legal de Al Bashir para erradicar cualquier reivindicación social, incluso por la fuerza– se convirtió en un hito trascendental para los sudaneses, especialmente para las mujeres, ya que les devolvió la libertad y los derechos civiles suprimidos durante el antiguo régimen. Ahora, el desafío más acuciante es superar la grave crisis económica provocada por una corrupción endémica y las sanciones internacionales; y agravada por la secesión de Sudán del Sur en 2011, que supuso la pérdida de gran parte de los ingresos derivados de la exportación de petróleo. Además, urge mejorar las condiciones de vida de la población, el acceso a los servicios más básicos y reducir la elevada tasa de desempleo. Para conseguirlo, el gobierno de transición estudia una profunda reforma estructural de la economía que, entre otros asuntos, le permita cumplir su objetivo de crear 250.000 empleos. Además, en diciembre, aprobó sus primeros presupuestos, que contemplan un incremento muy notable de las partidas sociales gracias a la reducción drástica del gasto militar (un 80% con Al Bashir).

Sin embargo, la viabilidad de todas estas reformas está supeditada al incremento de las donaciones internacionales –en la actualidad, llegan fundamentalmente de los países del Golfo y de la Unión Europea– y, sobre todo, a que se cierren las actuales negociaciones con la Administración Trump para que el Congreso de Estados Unidos retire a Sudán de la lista de países patrocinadores del terrorismo que, desde 1993,  le impide acceder a la financiación del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. En este mismo ámbito, el acuerdo firmado entre Sudán y Sudán del Sur en diciembre –mayor cooperación en la explotación petrolera e incremento de la producción en Sudán del Sur, que debe atravesar el territorio sudanés para salir al exterior por el mar Rojo– será muy provechoso para la economía de ambos países. Además, y en una atmósfera de inaudita fraternidad, están negociando la delimitación definitiva de la frontera común y el establecimiento de instituciones conjuntas en la disputada zona de Abyei, así como la reactivación del comercio y la libre circulación de personas. Sin duda, la superación de estos desafíos –todavía lejos en el horizonte– tendrá efectos muy positivos en el plano bilateral, y también en la estabilidad de toda la región de África Oriental.

Con todo, y aun siendo notables los éxitos conseguidos hasta la fecha, los órganos de gobierno de Sudán no deben bajar la guardia en tres aspectos trascendentales que le permitirán mantener el ritmo de las reformas políticas, económicas y sociales para llegar, en las condiciones más idóneas, a unas elecciones pacíficas y transparentes en 2022: una condición imprescindible para la consolidación de una democracia plena. Por un lado, deben generar un sentimiento de identidad nacional en todo el territorio de soberanía y reforzar la confianza social en el nuevo proyecto político; por otro, juzgar a todos los culpables de las atrocidades cometidas contra la población, vigilar a los nostálgicos del antiguo régimen y sofocar cualquier atisbo de contrarrevolución, como hicieron ante la sublevación de antiguos agentes de los servicios de inteligencia el 14 de enero; y, por último, buscar vías de diálogo con la sociedad civil y con todas las fuerzas políticas para que el camino hacia el régimen democrático sea los más inclusivo posible. Sin duda, la responsabilidad principal recae en las autoridades sudanesas, pero la comunidad internacional debería reforzar su cooperación para que los anhelos de “libertad, paz y justicia” se conviertan en la base de la convivencia y la gobernanza del nuevo Sudán.