Juego de suma cero entre israelíes y palestinos en la ciudad santa.

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A pesar de que por su adaptación etimológica la conozcamos popularmente como la “ciudad de la paz”, Jerusalén ha sido el escenario histórico que ha contemplado más derramamiento de sangre, guerras, odios, conquistas y envidias que cualquier otra urbe de la tierra. Por ello, el Plan de Partición de las Naciones Unidas de 29 de noviembre de 1947 –que proponía la división salomónica del Mandato Británico de Palestina en dos mitades, una árabe y otra judía– se decantó en el caso de Jerusalén por su internacionalización, según la clausula conocida como Corpus Separatum.

Dicho régimen internacional nunca se llegó a aplicar, dado que tras la Guerra de la Independencia de Israel que comenzó el 15 de mayo de 1948 después de la retirada del último contingente militar británico, la ciudad quedó dividida de acuerdo a la demarcación de alto el fuego de junio de 1949. Durante 18 años, mientras que la parte occidental prosperaba en manos de Israel, la zona oriental quedaba deprimida económicamente en manos de Jordania, que no invirtió suficientes recursos en ella al no considerarla propia. Ambas partes –occidental y oriental– quedaban divididas por muros, torres, alambre de espino y toda una serie de checkpoints que permitían el paso de un lado a otro. Algo similar a la partición de Berlín.

Mas al contrario de la capital de Alemania, en el caso de Jerusalén la reunificación que tuvo lugar tras la Guerra de los Seis Días en junio de 1967, no supuso el júbilo de todos sus habitantes. Desde esa fecha, los israelíes celebran anualmente su Día de Jerusalén a modo de conmemoración de la “liberación” de su capital “única, eterna e indivisible”. En cambio desde entonces, los palestinos denuncian constantemente las “políticas de judaización” de la ciudad impulsadas desde el Ayuntamiento de Jerusalén, que les impiden prosperar y fomentan su emigración a Cisjordania. O sea, un juego de suma cero en el que la alegría de los unos es proporcional a la desgracia de los otros.

 

Reivindicaciones israelíes

Desde el punto de vista israelí, dicha “liberación” de Jerusalén hay que interpretarla no sólo en términos políticos sino también escatológicos. Por ello, desde Ateret Cohanim, la principal organización de carácter privado que promueve la colonización judía de la ciudad vieja y sus barrios limítrofes como Sheij Yarrah, Siluán, Ras al Amud y el Monte de los Olivos no hablan de “judaización” sino de “redención” de la tierra. Tal como explica su portavoz, Daniel Luria, durante una visita guiada por el casco antiguo, el retorno a Eretz Israel (la Tierra de Israel) y la colonización de Jerusalén han de interpretarse como un imperativo categórico para el pueblo judío.

Sobre una impresionante terraza situada dentro del barrio musulmán, la más alta de la ciudad vieja, Luria relativiza el devenir histórico e ironiza sobre cómo los diferentes imperios que dominaron esta tierra –fueran persas, griegos, romanos, otomanos, árabes o británicos– terminaron abandonándola, mientras los judíos retornaban de nuevo para asentarse en ella. Un proceso similar, aunque en este caso provocando no refugiados en el exterior sino desplazados internos, tuvo lugar en 1920, 1929 y 1936, en que las comunidades judías de Jerusalén y Hebrón fueron masacradas por la mayoría árabe del momento.

Entonces las autoridades británicas que gestionaban el Mandato que les fue otorgado por la Sociedad de Naciones –al igual que siglos antes hicieran sus predecesoras imperiales romanas u otomanas– restringieron el acceso al Muro de las Lamentaciones y a la ciudad vieja a los judíos, para así evitar nuevos enfrentamientos y derramamientos de sangre. Sin embargo, desde 1967 no sólo cualquier judío puede ir a rezar al Muro, sino que cualquier cristiano o musulmán puede acceder libremente a sus lugares de culto. Por este motivo, según Luria, el Corpus Separatum constituye ya un anacronismo, dado que la actual jurisdicción israelí garantiza la libertad religiosa de todas las confesiones.

El portavoz de Ateret Cohanim destaca cómo a día de hoy más de 215.000 judíos residen en Jerusalén Oriental, razón por la que asegura que la división de la ciudad resulta inviable. Desde luego, cualquier Gobierno israelí que la aceptase tendría que pagar un altísimo coste político por ella. Luria insiste en que los inmuebles que pasan a manos de su organización son generosamente financiados por donantes privados de la diáspora judía, que creen en ese proceso de redención y esperan que la colonización ayude a preparar el terreno para la esperada llegada del Mesías.

 

Reivindicaciones palestinas

Los árabes de Jerusalén –aquellos palestinos que permanecieron en la ciudad tras la retirada de las tropas jordanas en 1967, son portadores del carné azul (que los diferencia de los de Cisjordania, que lo tiene verde) y son considerados “residentes”, que no ciudadanos por parte de las autoridades israelíes– niegan que la ocupación israelí les resulte tan benigna. Tal como denuncian desde el Centro de Jerusalén para los Derechos  Económicos y Sociales (JCSER, en inglés), a diferencia de los judíos no reciben apenas permisos de construcción por parte del Ayuntamiento, lo que les obliga a construir ilegalmente (y por lo tanto a arriesgarse a ver sus casas demolidas) o bien a irse a vivir a zonas de la periferia, lo que puede hacer que vean revocados sus permisos de residencia y, por lo tanto, pierdan su derecho a vivir en Jerusalén.

Igualmente niegan que el traspaso de inmuebles de árabes a judíos se haga siempre en cumplimiento de la ley y tras el desembolso de importantes cantidades de dinero. En muchas ocasiones, asegura el director de JCSER, Ziad Hammouri, emplean todo tipo de triquiñuelas legales y judiciales dentro de un ordenamiento jurídico basado en la desigualdad, dado que un judío puede reclamar las propiedades que sus abuelos perdieron al huir de la zona oriental durante la Guerra de la Independencia, mientras que un árabe no puede hacer lo mismo con las casas de sus antepasados –de las que en ocasiones todavía conservan las llaves– en barrios como Rehavia o Baka, los más exclusivos de Jerusalén oeste en los que vivía la burguesía palestina antes de 1948.

Esa misma desigualdad queda patente en el ámbito de las infraestructuras y de los servicios públicos. A pesar de que los jerosolimitanos del Este y del Oeste pagan el mismo impuesto municipal –conocido como Arnona– la calidad del asfaltado de las calles, el servicio de alumbrado público y de recogida de basuras, o la presencia de espacios verdes y de recreo, no tienen nada que ver en un lado y en el otro. Son como dos ciudades diferentes. Salvo claro, en el caso de los asentamientos judíos ubicados en la parte Oriental –por ejemplo Gilo, Har Homá, Pisgat Ze´ev o Ma´ale Ha-Zeitim, considerados como colonias ilegales por los palestinos y como barrios de Jerusalén por los israelíes– donde las infraestructuras y servicios son tan buenos como en la parte Oeste.

También desde el Departamento de Negociaciones de la OLP (NAD) tiene lugar una dura condena contra estas políticas de colonización de la ciudad santa. Según su análisis, el Ayuntamiento revisa arbitrariamente sus planes de ordenación urbana –acotando parques nacionales y terrenos de alto valor arqueológico– para impedir la continuidad territorial de los barrios árabes. A esto se añade el trazado del nuevo tranvía, que cruza la ciudad de norte a sur, anexionando de facto el importante barrio árabe de Shuafat e impidiendo una eventual división en dos capitales para dos Estados.

Sin embargo, algunos dirigentes israelíes como el ex candidato a alcalde de Jerusalén y director de la Fundación de la Tierra de Israel (ILF) Arieh King –titular de las dos únicas viviendas judías que hay en el barrio de Beit Hanina (contiguo a Shuafat)– arguyen que desde un punto de vista práctico esta colonización de Jerusalén Oriental resulta también positiva para los árabes, dado que allí donde se asientan los judíos mejoran las infraestructuras y los servicios. Argumentación a la que no le falta parte de razón, pero que tiene tintes de despotismo ilustrado –todo para los árabes pero sin los árabes– y no está exenta de un cierta jutzpá (caradura, en hebreo).

 

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