Tailandia está inmersa en una revuelta que puede desembocar en un nuevo golpe de Estado. La élite de este paraíso turístico reclama unos privilegios electorales que ni el Gobierno ni las clases más bajas están dispuestos a permitir. El Ejército, acostumbrado a inmiscuirse de modo antidemocrático en la vida política del país, podría encontrase esta vez con la resistencia de la población más desfavorecida.

Ir en taxi al Palacio de Gobierno de Bangkok está poniéndose cada vez más difícil. Muchos conductores tienen miedo de quedar empantanados en el tráfico. Otros se niegan a transportar pasajeros hasta allí. “No quiero llevar a nadie, sólo hay mala gente que no piensa como yo y que cree que no soy una persona como ellos”, se queja Thanarat Sematol, un taxista que llegó hace un año desde una aldea rural, atraído por el sueño de la gran ciudad. Un sueño roto durante 14 horas al día, las mismas que este campesino de manos nudosas pasa al volante de un taxi que no es suyo, atravesando el tráfico alocado de una metrópolis que ni siquiera conoce bien. “A veces no sé cómo ir a los sitios”, admite riéndose. Entre la gasolina y el alquiler del vehículo, hay días que Tharanat pierde dinero, entre otras cosas porque los taxis de Bangkok son famosos por estar entre los más baratos del mundo. Gracias a las propinas, las carreras al aeropuerto y la inocencia de algún turista despistado, consigue llegar con dificultad a fin de mes y pagar el alquiler de una casa de madera sin agua corriente, donde viven sus tres hijos y su mujer. “No me gusta Bangkok, hace tiempo que quiero volver a mi pueblo, pero no saco valor para irme”.

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Amotinados: Vestidos de color amarillo, que simboliza al Rey Bhumibol, los tailandeses de las clases medias y altas se manifiestan contra el Gobierno.

El dueño de la compañía para la que conduce Thanarat seguramente piense de otra manera. Como miembro de la élite urbana tailandesa, debería simpatizar con los manifestantes que desde el pasado 26 de agosto acampan en los jardines del Gobierno. Tras tomar al asalto el palacio, armados con cascos de moto, barras de metal y palos de golf, los rebeldes levantaron un verdadero fortín alambrado, en el que no faltan los comedores gratuitos, las tiendas de ropa y souvenirs con los símbolos de su lucha, e incluso una sala de masajes donde relajarse. Mientras tanto, los consejos de ministros y las ruedas de prensa del premier Somchai Wongsawat se celebran en modestas habitaciones en una sede improvisada en el viejo aeropuerto de la ciudad.

Los amotinados, vestidos de amarillo (el color que simboliza al Rey Bhumibol), representan a las clases medias y altas, a los tailandeses instruidos o acomodados, a los que aparcan sus coches en los lujosos centros comerciales de la capital. En definitiva, a menos de un 20% de la población. Se hacen llamar la Alianza del Pueblo para la Democracia (PAD, en sus siglas en inglés), aunque tienen una curiosa manera de hacer lo que prometen sus siglas: defienden un sufragio restringido en el que las élites puedan controlar un porcentaje de votos suficiente como para asegurarse quien gobierna. Su propuesta es reservar un 70% de los escaños a grupos de profesionales y especialistas cualificados. Para el resto, para Thanarat y los suyos, dejan el 30%. “Es la única manera de que los políticos corruptos no engañen a los pobres, compren sus votos y saqueen el país”, explica durante las protestas, en un inglés perfecto, una anciana que prefiere no dar su nombre.

En las carpas del PAD comparten un odio visceral hacia el Gobierno, que consideran un pozo sin fondo de corrupción y un títere del magnate y ex primer ministro Taksim Shinawatra, llamado el “Berlusconi tailandés” y exiliado en Londres desde que fuera derrocado por un golpe de Estado en 2006, en una revuelta precedida por una campaña de manifestaciones similar a la actual. Durante sus años de mandato, Taksim mejoró las condiciones de la población rural y, al mismo tiempo, engordó su holding personal privatizando empresas públicas, distribuyendo las restantes entre sus amigos y aumentando sin freno su poder. Los militares, cansados del escándalo continuo en el que se había convertido la vida pública y asustados ante una figura que estaba alcanzado más protagonismo que la propia Casa Real, decidieron atajar la amenaza. Sacaron a la calle los tanques, como han hecho tantas veces en los últimos 70 años, instalaron un Gobierno técnico y convocaron elecciones para un año después. Los comicios se celebraron a finales de 2007 y los partidarios de Taksim volvieron a ganar. Samak Sundaravej, un veterano anticomunista que se hizo famoso como ministro de Defensa en los años duros de la dictadura militar, encabezó la nueva coalición populista hasta que, a principios de septiembre, fue inhabilitado por una sentencia del Tribunal Constitucional que consideró “incompatible” su mandato con un programa de cocina que protagonizaba en televisión y por el que llegó a cobrar unos 3.000 dólares. Días después, un político más joven y de corte igualmente populista, Somchai Wongsawat, fue elegido por la coalición para sustituirlo.

Muchos turistas no se enteraron de que estaban viviendo el fin de un Gobierno democrático hasta que los militares les pidieron disculpas por las molestias

La mayoría de los observadores extranjeros están convencidos de que, en muchas de sus acusaciones, al PAD no le falta razón. Algunas evidencias son indiscutibles: el actual primer ministro, Wongsawat, es cuñado de Taksim y, como ya hizo Sundaravej, pretende arreglar las cosas para acabar con el exilio del magnate, amén de mantener las ayudas y concesiones al electorado rural y a las clases desfavorecidas.

Cada vez que Tailandia sufre una crisis política, en Bangkok se disparan los rumores sobre un nuevo golpe de Estado. Así ha sido durante las últimas décadas y algunos simpatizantes del PAD no esconden su deseo de que vuelva a ser así otra vez. “Lo que pasa es que muchos oficiales ya no piensan así. Creen que si vuelven a reaccionar ante las protestas del PAD podría dar la sensación de que obedecen a sus intereses y no al bien del país”, opina Om Saranda, profesor de una escuela de negocios de la capital. Podría tener razón: desde que comenzó esta crisis, la plana mayor del Ejército ha insistido en que no darán un golpe de Estado, asegurando que los problemas se tienen que resolver por vías políticas.

La postura de los militares, aseguran muchos analistas, podría cambiar en cualquier momento. Y en las últimas semanas la situación ha degenerado, con esas imágenes de cuerpos mutilados y gente sangrando que tanto asustan en un país que vive del turismo y la inversión extranjera. Ocurrió la tarde del 7 de octubre: los manifestantes del PAD, en una nueva provocación, intentaron asaltar el Parlamento durante la sesión de investidura de Wongsawat. El flamante primer ministro tuvo que escapar por una puerta trasera, saltar una verja y ser rescatado en helicóptero. Algunos de sus ministros se quedaron encerrados en el edificio, mientras los amotinados lanzaban piedras contra las ventanas, cerraban las llaves de agua y cortaban los cables de la luz. El Gobierno decidió que habían llegado demasiado lejos y, tras meses de contención, envió por primera vez a la policía. El saldo fue terrible: dos muertos, más de cuatrocientos heridos y varios mutilados que hoy enseñan sus lesiones a quien quiera verlas en los campamentos del PAD.

Muchos creen que la represión policial, los muertos y heridos, las escenas de pánico y la cancelación de las reservas de los hoteles podrían poner punto y final a la crisis. Si la violencia vuelve a las calles, insisten, todo acabará con una nueva revuelta. A muchos les queda ya una sola incógnita por resolver: ¿Cómo reaccionará Thanarat y quienes comparten su punto de vista si el Gobierno que regala sacos de arroz es derrocado por la fuerza? “La policía debería sacar a los amotinados del Palacio de Gobierno a golpes. Si no quieren hacerlo ellos, que nos dejen a nosotros, que sabemos cómo y estamos preparados”, afirma el taxista.

El último golpe de Estado que vivió Tailandia, en septiembre de 2006, fue una de las asonadas más pacíficas de todos los tiempos. Muchos turistas no se enteraron de que estaban viviendo el fin de un Gobierno democrático hasta que los militares les pidieron disculpas por las molestias causadas, a pie de tanque y con una sonrisa en la boca. “Por aquel entonces los partidarios de Taksim estaban menos organizados y no tuvieron tiempo de reaccionar. Nada garantiza que sea de nuevo así si pasa otra vez”, concluye el profesor Saranda.