Cinco países donde están llevándose a cabo importantes medidas que ayudan a cerrar la brecha de desigualdad entre hombres y mujeres.

Nicaragua

Mujeres protestan contra la violencia de género en Managua, 2014. Inti Ocon/AFP/Getty Images
Mujeres protestan contra la violencia de género en Managua, 2014. Inti Ocon/AFP/Getty Images

Durante dos años consecutivos, Nicaragua se ha situado entre los 10 países del mundo con menor brecha de género, según el índice del Foro Económico Mundial. Los datos, sin embargo, pueden ser engañosos, ya que esta excelente posición se debe a que el país tiene una puntuación extremadamente alta en lo relativo a la participación política femenina. No en vano, desde 2000 es obligatorio que los partidos que concurran a la Asamblea Nacional presenten al menos un 50% de mujeres en sus listas; por ello, Nicaragua es uno de los países con mayor presencia femenina en el Parlamento y tiene además un gran número de ministras en el Gobierno. También figura entre los que cuentan con menor diferencia entre hombres y mujeres en cuestiones como la educación y la salud.

Estos datos inesperadamente positivos no han servido para situar a las nicaragüenses en una posición de verdadera igualdad y dignidad. Se calcula que las mujeres en el país cobran alrededor de la mitad que los hombres, y Nicaragua es además uno de los pocos Estados del mundo en el que el aborto se considera ilegal en todos los casos. Más graves aún son los altos índices de violencia de género. El año pasado aumentaron los asesinatos de mujeres, a pesar de que en 2013 se aprobó una ley para combatirlos que introduce elementos como la tipificación legal del feminicidio y el endurecimiento de las penas. Pero entre la teoría y la práctica media un largo trecho, y los avances en materia legislativa van muy por delante de la mentalidad tradicional: la ley no ha servido ni para reducir los casos de violencia ni para acabar con la impunidad de los que la perpetran.

A estos problemas hay que añadirle los desafíos generales a los que se enfrenta Nicaragua. La pobreza ha disminuido gradualmente, pero sigue siendo uno de los países latinoamericanos menos desarrollados. Además, la inmensa mayoría de los pobres vive en zonas rurales y muy aisladas en las que los adelantos en materia de leyes y mentalidades tardarán aún más tiempo en calar. Por todo ello, el optimismo que podría desprenderse de la buena posición de Nicaragua en el mencionado índice no debe llevar a engaño: por mucho que, en ciertas cuestiones, el sufrimiento de la mujer sea equivalente al del hombre, en vez de ser mayor, no debe haber lugar para la complacencia.

 

Ruanda

La igualdad de género no es lo primero que viene a la cabeza al pensar en Ruanda, pero este país ostenta una brecha menor entre hombres y mujeres que Estados Unidos, Alemania o Australia. Las semillas de esta carrera hacia la igualdad comenzaron a plantarse tras el genocidio ruandés, momento en el que las mujeres (que constituían entonces la gran mayoría de la población, dado que los hombres habían sido masacrados en mayor medida) tuvieron un protagonismo hasta entonces inédito en la reconstrucción de un territorio arrasado. Se les permitió poseer tierra, tomaron el mando de las explotaciones agrícolas y dieron el primer empujón a un país que hoy es considerado como un relativo modelo de éxito económico en la región. Las mujeres se ganaron a pulso el derecho a tener una voz fuerte, consiguieron autonomía respecto a sus maridos, recibieron fondos para establecer sus pequeñas empresas, y con ello fue moldeándose su actual peso político: hoy, gracias al sistema de cuotas, más del 60% de los escaños del Parlamento nacional los ocupan mujeres, un dato que no iguala ningún otro país del mundo.

¿Es esta gran participación una garantía de protección de los derechos de las mujeres? Las cuotas pueden ser a veces forzosas, pero una representación política con un importante protagonismo de las mujeres es precisamente lo que ha llevado a la adopción de un enfoque más adecuado en ciertas cuestiones de especial gravedad. El caso más claro es el de la violencia de género y el acoso, problemas que se han abordado no sólo con leyes, sino también con campañas ministeriales de prevención que instan a los hombres a una mayor implicación en la mitigación de este problema. Por su parte, las organizaciones de mujeres policías han adoptado también resoluciones para prevenir la violencia de género, en una prueba adicional de la buena iniciativa que se desgaja de un entramado institucional con mayor presencia femenina.

No obstante, y a pesar del innegable progreso que ha logrado este país desde las cenizas del genocidio, la vida en Ruanda sigue siendo miserable. Es cierto que la esperanza de vida de las mujeres es ligeramente superior a la de los hombres, pero sólo alcanza los 56 años. En un contexto tan duro, en el que hombres y mujeres sufren prácticamente por igual, los logros en la reducción de la brecha de género palidecen ante la necesidad de reducir la miseria general.

 

Burundi

Una mujer carga hojas en su cabeza en las calles de Bujumbura, 2015. Carl de Souza/AFP/Getty Images
Una mujer carga hojas en su cabeza en las calles de Bujumbura, 2015. Carl de Souza/AFP/Getty Images

Este país africano también está sorprendentemente bien situado en materia de reducción de la brecha de género. En efecto, las mujeres están ampliamente representadas en las dos cámaras del parlamento nacional (ocupan más del 40% de los escaños), y es uno de los Estados del mundo con menor diferencia salarial entre hombres y mujeres. Como en otros casos, unos y otras comparten la miseria colectiva, pero no por ello deben minimizarse los esfuerzos por reducir la desigualdad, sobre todo teniendo en cuenta el durísimo punto de partida que supuso la guerra civil que sacudió Burundi entre 1993 y 2005.

La violencia de género adquirió dimensiones endémicas en la contienda, durante la que las mujeres no fueron sólo víctimas de la violencia y del abuso sistemáticos, sino también de la degradación generalizada de la poligamia. Parte de esas conductas, aun mitigadas con la paz, han calado en la sociedad y son difíciles de erradicar, pero el país está abordando decididamente este terrible legado bélico. Así, la ley se ha reformado, no sólo endureciendo las penas por violencia de género y haciendo que la violación sea castigada con la cadena perpetua (en el anterior Código Penal, las penas relacionadas con la violencia de género no estaban claramente establecidas), sino también tipificando y distinguiendo los distintos tipos de violencia de género para diferenciar el modo de abordarla, prevenirla y castigarla.

Sin embargo, no sólo mediante leyes puede revertirse plenamente una tradición de violencia, ni aun cuando éstas dimanen de parlamentos con amplia representación femenina. Todos los agentes sociales deben actuar al unísono para cambiar una mentalidad tolerante con la violencia. En un país con fuerte penetración e influencia de la iglesia, algunos clérigos sostienen que los religiosos tienen la responsabilidad de contribuir activa e inequívocamente a que cambie un modelo permisivo con el maltrato y el abuso.

 

Ecuador

Este país latinoamericano no sólo ostenta unos niveles de igualdad de género mejores que los de Australia o el Reino Unido, sino que Ecuador es el que más ha mejorado en este ámbito en los últimos años, coincidiendo con el Gobierno de Rafael Correa. Hoy cuenta con un número equitativo de plazas en el Tribunal Nacional de Justicia y con una mujer al frente de la Asamblea Nacional, lo que da idea del peso institucional y político logrado por la mujer en una sociedad tradicionalmente machista. A su vez, Ecuador ha conseguido mejoras en cuestiones como la tasa de embarazo no deseado, que es un buen indicador del grado de emancipación, educación y dignidad del que disfrutan las mujeres.

Pero esos avances encomiables y con fuerte peso simbólico no siempre tienen el reflejo práctico que cabría esperar. La mayor representatividad política no se traduce necesariamente en ventajas reales y prácticas, como por ejemplo en la igualdad laboral. Por el contrario, el salario de los hombres es un 20% superior al de las mujeres, que presentan tasas mucho más elevadas de subempleo (trabajo por debajo de su preparación o por un número insuficiente de horas).

Los progresos logrados en los últimos años tampoco han conseguido mitigar los altos niveles de violencia de género. Se estima que seis de cada diez ecuatorianas la han sufrido en los últimos cuatro años, y la probabilidad de que se llegue al homocidio es elevada, puesto que se dan habitualmente unos 300 casos anuales. Las autoridades no han permanecido de brazos cruzados ante ese problema, sino que han introducido adelantos tales como la tipificación legal del feminicidio a través de un nuevo Código Integral Penal aprobado por la Asamblea Nacional, que reconoció que se trata de un problema social desatendido cuya dimensión aún no es plenamente comprendida por la sociedad. A su vez, el nuevo texto legal refuerza la responsabilidad y obligación del Estado a la hora de prevenir, proteger, sancionar y reparar en los casos de violencia de género.

No es descabellado pensar que, sin una mayor participación parlamentaria de las mujeres, la necesaria actualización de la ley hubiera sido más lenta y difícil. Aunque su idónea transmisión a los comportamiento sociales es más lento de lo deseable, los avances legislativos e institucionales sí representan el primer ingrediente del cambio.

 

Bielorrusia

Una mujer observa un eclipse solar parcial en Minsk, 2015. Sergei Gapon/AFP/Getty Images)
Una mujer observa un eclipse solar parcial en Minsk, 2015. Sergei Gapon/AFP/Getty Images

A Bielorrusia se le tacha habitualmente de ser un régimen cerrado y oscurantista. Pero, en materia de igualdad de género, presenta mejores cifras que algunas democracias occidentales, como Austria o Portugal. El país ostenta datos especialmente positivos en materia de oportunidades laborales y educativas. Además, las bielorrusas disfrutan de una vida considerablemente más larga y saludable que sus compatriotas varones.

El país cuenta con un entramado institucional favorable a la igualdad de género. Desde 1996 ha ido lanzando sucesivos planes cuatrienales centrados en cuestiones como el acceso a la sanidad, la seguridad, la prevención de la trata de mujeres y la violencia contra la mujer. Este énfasis institucional se complementa con un Consejo Nacional sobre Políticas de Género en el Consejo de Ministros, que supervisa y coordina los esfuerzos del país por cumplir con los estándares internacionales suscritos en materia de igualdad.  No obstante, y dado que Bielorrusia es el único país europeo que no forma parte del Consejo de Europa, y al no ser por supuesto miembro de la UE, las políticas de igualdad de género no disfrutan de los mismos estándares ni de la misma supervisión que las de sus vecinos occidentales.

Otra supuesta ventaja de la mujer bielorrusa es su presencia relativamente alta en el Parlamento nacional, donde su número no puede bajar, por ley, del 30%. Sin embargo, dado el férreo control por parte del presidente Alexander Lukashenko (paternalista y viril donde los haya), el Parlamento es un títere, y no necesariamente la tribuna desde la que defender los derechos de las mujeres excepto en la medida exacta prescrita por el presidente.

En todo caso, sí existe una evidente voluntad de progreso, aunque se ciña a los parámetros nacionales delimitados por el poder presidencial. Pero hace falta mucho más esfuerzo para revertir el papel tradicional de la mujer como mera ama de casa y criadora de hijos, y también para atajar la violencia de género, que afecta a una de cada cuatro bielorrusas. Los maltratadores han disfrutado de una cierta impunidad durante decenios, pero en abril del año pasado se introdujo por fin una ley con un sistema claro de sanción a los perpetradores. El avance legislativo es siempre bienvenido, pero insuficiente en un país donde los valores tradicionales machistas son dominantes, y en el que el carácter cerrado del régimen y la relativa ausencia de escrutinio internacional dificultan el despegue de medidas más efectivas.