Una intervención militar externa en Malí no es la solución inmediata a la complicada situación por la que pasa el país, primero habría que sentar las bases del Estado y entablar un diálogo político.

 

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Durante los últimos 20 años, en general,  Malí ha sido un modelo de estabilidad en una región frágil. Ahora se está viniendo abajo. Los rebeldes controlan el norte del país y están acabando con la libertad de la población local. Han destruido monumentos religiosos y muchos observadores temen que la zona se convierta en un nuevo refugio de terroristas, como los que han secuestrado a las rehenes occidentales. Los vecinos malienses y algunos otros miembros de la comunidad internacional, como Francia, se inclinan por la opción de emplear la fuerza como solución más apropiada. Pero una intervención militar inmediata sería una medida corta de miras, que, con toda seguridad, agrandaría la brecha entre las comunidades del norte y el sur y desestabilizaría todavía más África Occidental y el Sahel.

La situación ha evolucionado a toda velocidad en el país. En solo unos meses, los rebeldes, impulsados por la crisis en Libia, han expulsado del norte al Ejército y se han convertido en una fuerza dominante en la zona. El presidente cayó derrocado en un golpe militar. Su sucesor recibió una paliza y tuvo que volar a Francia para recibir tratamiento médico. Las razones de este derrumbamiento son unas instituciones políticas y de seguridad débiles, a pesar de que tienen democracia electoral, y las reivindicaciones históricas del norte, unidas a poderosos factores externos como la inseguridad regional generada por el conflicto libio.

Varios grupos combatientes, entre ellos algunas facciones de Al Qaeda, se han apresurado a aprovechar la oportunidad para hacerse con vastos territorios. Cuando los islamistas amenazan con destruir lugares que son Patrimonio de la Humanidad en la legendaria ciudad de Tombuctú, la tentación de recurrir a la fuerza es difícil de resistir. Pero el Gobierno, el Ejército, los vecinos de Malí y la comunidad internacional deben intentar entablar un diálogo político antes de nada, con el fin de establecer unos cimientos sólidos sobre los que reconstruir el Estado.

La sociedad de Malí, con innumerables milicias y tribus en el norte y un Gobierno débil en Bamako, sufriría las consecuencias de una exhibición de fuerza. Hasta que cayó en marzo, el presidente Amadou Toumani Touré se apoyaba en una red de vínculos personales y alianzas clientelares para dominar las regiones periféricas, en vez de hacerlo con unas instituciones democráticas fuertes. Era una solución barata que mantenía controlados a los grupos armados con ambiciones limitadas. Pero los acontecimientos de Libia convirtieron a los rebeldes tuaregs en una fuerza bien equipada. Luego se han visto arrinconados por una alianza de islamistas -encabezados por Ansar Dine, un grupo de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI)-, que había comprado armas con el dinero de años de tráfico ilegal y secuestros.

Después de la caída de Touré, el Consejo Económico del África Occidental (ECOWAS) y la junta militar maliense acordaron instaurar un Gobierno provisional en Bamako. Pero los líderes del golpe conservan su poder, y la endeble administración ha tenido enormes dificultades para superar las profundas brechas existentes en el país, por lo que el resultado ha sido un práctico vacío político, institucional y de seguridad. Por eso es necesario formar un auténtico Ejecutivo de unidad, basado en amplias consultas con los principales partidos políticos y grupos de la sociedad civil.

Cuando se restablezca la integridad del Estado y se refuercen sus bases políticas, institucionales y de seguridad, entonces podrá comenzar la tarea de reintegrar el norte en la república. Mientras tanto, se necesita desesperadamente ayuda alimentaria y hay que reformar las fuerzas de seguridad para que garanticen que las instituciones y los dirigentes de Malí están a salvo, además de acabar con las detenciones arbitrarias.

Aumentan las presiones para que se produzca una intervención armada exterior, pero hay que resistirse a esos llamamientos. A menudo, responden a los intereses políticos y de seguridad de los países vecinos y no tan vecinos, y no favorecen a los habitantes malienses, ni a los del norte ni a los del sur. No se pueden ignorar los problemas de seguridad, pero los Estados dispuestos a enviar tropas parecen no tener en cuenta con qué rapidez y con qué fuerza actuarían los grupos tribales para desencadenar arreglos de cuentas si interviniera una potencia extranjera. La fuerza armada podría convertir Malí en un nuevo frente de la guerra contra el terror, pero ignoraría las demandas políticas tradicionales y legítimas y eliminaría cualquier posibilidad de coexistencia entre las comunidades. No solo eso, sino que además podría dejar una región no preparada a merced de represalias, en forma de atentados terroristas.

El malestar político en el país tiene raíces antiguas y profundas y la influencia de los vecinos como Mauritania y, sobre todo, Argelia complica más la situación. Los factores que contribuyen a la crisis están entrelazados y tienen dimensión local, nacional e incluso internacional. Es preciso comprender y tener en cuenta la complejidad de los hechos y los actores que intervienen antes de emprender cualquier acción militar para resolver los problemas. Lo peor de todo, lo más peligroso, sería aplicar la lógica exclusiva de la fuerza, intentar una acción antiterrorista sin pensar en los matices políticos, las necesidades y exigencias de todos los implicados, grupos y pueblos. Hay que ayudar a las partes dispuestas a negociar para que se oigan sus voces y hay que neutralizar a los más inflexibles. Esos son los obstáculos que se deben superar antes de nada para que Malí pueda salir de esta crisis sin caer en un conflicto generalizado. La lucha contra unos grupos terroristas claramente identificados podrá llevarse a cabo cuando se hayan sentado los cimientos del Estado.