¿Qué es lo que no hemos entendido? Los medios de comunicación sobrestimaron y al mismo tiempo subestimaron al Movimiento Verde.
En julio de 2009, un partidario militante del régimen iraní cortó la mano con un machete al director de contenidos de una cadena de televisión no occidental en Teherán. Sus jefes no se pronunciaron: sabían que, si daban su opinión, las autoridades les cerrarían las oficinas. Ésta no fue una tragedia aislada. Desde que la reñida reelección del presidente Mahmud Ahmadineyad provocó que millones de manifestantes tomaran las calles de Teherán en lo que se dio en llamar el Movimiento Verde, los periodistas han encontrado obstáculos cada vez mayores para hacer su trabajo. Contar lo que pasa hoy en Irán es casi imposible.
En lugar de ello, todos −en mayor o menor grado− corremos el peligro de malinterpretar a Teherán. Y si en un primer momento los medios de comunicación occidentales parecían inflar el Movimiento Verde, declarando una revolución y aumentando las expectativas del cambio de régimen más allá de toda esperanza razonable, algunas de las cosas que estamos leyendo ahora son lo que el Gobierno iraní quiere que leamos: el retrato de un país inactivo, cuyos recientes disturbios no han sido más que una rabieta irrelevante del norte de Teherán, que come sushi y se viste de Chanel. Por desgracia, los reporteros que quitaron importancia a la grave represión todavía presente −ya sean los intimidados por la Administración o simplemente los que buscan la capacidad de moverse con mayor libertad− ofrecen una potente munición a los analistas de Washington, que podrían verse tentados de menospreciar el Movimiento Verde como una construcción de ingenuos periodistas partisanos. Esta peligrosa dinámica −un periodismo coaligado con el establishment de seguridad, que preferiría centrarse en la confrontación nuclear de Irán con el mundo exterior− amenaza seriamente con minar la capacidad de Occidente para comprometerse tanto con la República Islámica como con la oposición, sobre la base de un retrato honesto de la sociedad iraní.
La última vez que viví en Teherán, a mediados de 2000, trabajar como periodista oscilaba entre lo precario y lo angustioso. Durante los periodos tranquilos, los funcionarios del Gobierno me amonestaban por informar sobre cuestiones que consideraban embarazosas o incómodas. Te ofrecían té y pastas, pero el férreo mensaje que subyacía a la cortesía persa era claro: no traspases la línea roja si quieres mantener tu acreditación. Cuando el Ejecutivo se sintió vulnerable, la cortesía se evaporó. En un año especialmente desagradable, un agente de seguridad de nariz aguileña me intimidó para que revelara mis fuentes, y me amenazó con interponer una acción judicial contra mí por “poner en peligro la seguridad nacional”. Todo eso ocurrió antes del verano de 2009, cuando el Gobierno iraní se enfrentó al desafío más serio a su poderío desde la revolución de 1979.
Ahora, la situación es mucho peor. Los periodistas extranjeros en Irán, permanentes o temporales, deben preocuparse de manera constante de que sus artículos puedan provocar arrestos o incluso peores consecuencias. Los filtros en las páginas web les obligan a pasar horas haciendo chanchullos con programas informáticos que puedan burlar la censura, en lugar de dedicarse a informar. Los teléfonos han estado siempre pinchados, pero la ansiedad ahora es tan grande que los informadores no pueden utilizar los móviles ni las líneas de sus oficinas para ponerse en contacto con fuentes confidenciales. La situación es tan grave que incluso algunos corresponsales acreditados para trabajar en Irán han preferido mudarse a ciudades cercanas como Dubai o Beirut. Los que se quedan, o los que vienen de visita, terminan muchas veces redactando artículos como el que apareció recientemente en foreignpolicy.com, escrito por Hooman Majd (que trabajó como intérprete oficial de Ahmadineyad durante su visita a las Naciones Unidas en 2006). Su extrañamente anestesiado informe desde Teherán sostenía que el Gobierno disfruta de amplio apoyo en su búsqueda de la energía nuclear. Pero ésta es una afirmación poco razonable, y que habría sido mucho más difícil de realizar en la época en la que los periodistas independientes podían recabar por sí mismos la verdad de Teherán sobre el terreno. Recuerdo claramente, por ejemplo, la reacción cuando Ahmadineyad lanzó su eslogan “La energía nuclear es nuestro absoluto derecho” en 2005: en los muros y en las fachadas de la ciudad aparecieron grafitis burlones que enumeraban el resto de cosas que eran derecho absoluto de los iraníes. Mi ejemplo favorito: el derecho a las pastas danesas (el Gobierno había puesto un nuevo nombre a este omnipresente dulce, Flor de Mahoma, tras las furiosas reacciones por las caricaturas del periódico danés). Hoy pocos tienen siquiera la oportunidad de realizar una comprobación así de modesta de la realidad. En su lugar, tenemos artículos como los de Majd, que alimentan la visión del establishment dominante de la seguridad nacional estadounidense sobre el Movimiento Verde, como una mera distracción de la más apremiante cuestión de la crisis nuclear.
Con reporteros sobre el terreno tan comprometidos por la autocensura, nuestra capacidad para captar una versión decente de la opinión pública en Irán, por no mencionar cualquier tipo de información inteligente y rigurosa sobre la política interna –la estrategia de la oposición, el disgusto de los ayatolás en Qom, la incomodidad de las élites ante la posibilidad de sanciones– no existe. Incluso pequeños sucesos reveladores se han convertido en algo delicado de informar, como la deserción postelectoral de los periodistas jóvenes de Press TV (la cadena de televisión en inglés del Gobierno) o el alarmante aumento de los denominados “contratos experimentales”, con los que las empresas explotan la desesperación de los jóvenes por conseguir un trabajo para obtener empleados no remunerados con la excusa falsa del periodo de prueba. Los reporteros de los medios de comunicación occidentales en Teherán no han logrado percatarse de estos acontecimientos o se han negado a cubrirlos para poder mantener sus acreditaciones. Me enteré de todas esas cosas por un periodista amigo mío que trabaja en la ciudad. Espero que esté poniendo sus notas a buen recaudo.
Por supuesto, el periodismo sobre el terreno no es la única forma de abordar lo que está ocurriendo en Teherán. El reportero Borzou Daragahi defendió hace poco en el diario Los Angeles Times el valor supremo de estar allí, sin darse cuenta de que sus propios artículos más célebres (nominados para el premio Pulitzer) habían sido en su mayoría escritos desde fuera del país. En efecto, sólo a partir de puntos como Toronto y Beirut nos enteramos de la implicación del Gobierno en el asesinato de un sospechoso de actuar como soplón, de una campaña oficial para aterrorizar a estudiantes universitarios disidentes y de la violación y tortura de los manifestantes recluidos en la prisión de Kahrizak.
La República Islámica sabe que no hay que subestimar la magnitud de la desilusión de la gente, que podría derivar en revueltas callejeras
Pero el periodismo a distancia tampoco está exento de riesgos, como pudimos comprobar inmediatamente después de las protestas. Una sucesión de artículos que dejaban sin aliento a comienzos del verano de 2009, escritos por periodistas como Andrew Sullivan, de The Atlantic, predijeron una “Revolución de Twitter”, pasando por alto la falta de un liderazgo real por parte de la oposición y los objetivos ampliamente divergentes de sus partidarios. Aunque las informaciones que favorecen la versión de los acontecimientos de la Administración iraní tiende a obviar las verdades incómodas sobre la oposición, los artículos que exageran el potencial del Movimiento Verde no han sido menos descuidados con los hechos. El fracaso de los medios de comunicación occidentales a la hora de analizar por qué la poderosa fuerza de los primeros manifestantes se redujo con paso tan seguro condujo a expectativas exageradas respecto a la participación en el 22 de Bahman, el aniversario en febrero de la revolución de 1979. Analistas como Reza Aslan, del Daily Beast, llegaron tan lejos como para sugerir que Irán podía encontrarse “al borde de un guerra civil”. Esta euforia supuso que el verdadero significado del aniversario para el Movimiento Verde −durante el cual tanta gente se echó a la calle pese al férreo sitio de Teherán por las fuerzas de seguridad− se perdiera en un sentimiento de desconcierto anticlimático.
Así que, ¿en quién podemos confiar? El reflejo más fiel de lo que está pasando sobre el terreno podría proceder de los medios de comunicación independientes en lengua persa, que, a pesar de algunos sesgos ideológicos, tienden a ser más sutiles y menos comprometedores que la prensa occidental. Algunos de ellos, como Voice of America o BBC Persian TV y páginas web de noticias como Rooz, tienen su sede fuera de Irán; el puñado de sitios web de noticias que operan en el país y que están vinculados a la oposición o a la minoría reformista en el Parlamento han establecido un delicado juego con las autoridades que, con frecuencia, los cierra. La diferencia más apreciable de manera inmediata en la cobertura dominante en farsi es que da por sentadas la relevancia y la magnitud de la oposición: aunque se exploran puntos de vista alternativos, no surge la necesidad de cuestionar una y otra vez la premisa básica de que la oposición es amplia y fuerte.
Por supuesto, esto puede deberse en parte a que estos medios tienen sus propios intereses. Las cadenas de televisión de fuera suelen basarse en entrevistas con periodistas de dentro de Irán cuyos reportajes desdibujan la frontera con el activismo político. Una vez más, los medios de comunicación en farsi son el único lugar en el que se puede leer sobre los acontecimientos relacionados con la oposición que no siempre alcanzan el nivel de noticias internacionales: las constantes medidas enérgicas contra el grupo de las Madres de Luto, mujeres que se reúnen de forma pacífica para exigir responsabilidades al Estado por sus hijos, detenidos o asesinados como consecuencia de la violencia desatada tras las elecciones; o las atrevidas críticas al régimen vertidas por el músico más importante y querido de Irán, Mohammad Reza Shajarian. Estos hechos han tenido un impacto enorme dentro del país y han alertado a los iraníes de la tenacidad de la resistencia contra el Gobierno, incluso en la corriente cultural dominante. Si estos artículos se leyeran más ampliamente en Occidente, la lenta erosión moral del Ejecutivo podría ser más clara a ojos de los iraníes. Pero son ahogados por acontecimientos más dramáticos sobre las protestas y los enfrentamientos nucleares.
Tal vez sea comprensible que los lectores occidentales estén menos interesados en los detalles específicos de la sociedad de Irán que en el gran vuelco geopolítico del año pasado. Pero la pérdida de estas historias es una cortina que impide ver con claridad el grado en el que el espíritu de la oposición continúa gobernando Irán. Con toda seguridad, la República Islámica sabe que no hay que subestimar la magnitud y la profundidad de la desilusión de la gente y la rapidez con que las incipientes quejas pueden derivar en revueltas callejeras. Un año después de que se produjeran acontecimientos tan extraordinarios como que las matronas de Teherán se pusieran a prender fuego a las barracas de los temidos paramilitares basiyíes, sería desde luego desafortunado que los periodistas occidentales, sean cuales sean sus buenas intenciones, titubearan en su comprensión de Irán, cuando salta a la vista que el propio régimen reconoce el poder de sus adversarios.