Mientras discutimos si China es o no la primera mundial, Estados Unidos dispara su influencia sobre las principales infraestructuras internacionales de Internet.

cable_submarino
Cable submarino entre Francia y Singapur, que conecta a 17 países diferentes. BORIS HORVAT/AFP via Getty Images

A principios de abril volvió a ocurrir otro acontecimiento sin precedentes. Un artículo traducido de Henry Kissinger convulsionó las redes sociales en español. Debe ser agotador hacer historia todos los días. Algunos tuiteros aplaudieron (“Brutal. Kissinger”), otros se preguntaron si el autor seguía vivo y, por fin, parece que la mayoría compartió el veredicto de su autor. El análisis, que publicó el diario El Confidencial, iba encabezado por una foto de Donald Trump y Xi Jinping y un titular contundente: “La pandemia del coronavirus transformará para siempre el orden mundial”.

Era –estaremos de acuerdo– un titular curioso para un artículo que explicaba cómo se podía impedir que el orden global cambiase realmente. Porque ésa era la finalidad de unos consejos que tenían como receptores a Estados Unidos y las grandes democracias. La preocupación del autor era que el consenso liberal, multilateral e internacionalista de la posguerra degenerase en un caos que alimentase el repliegue de los derechos civiles y la hegemonía de unos valores nacionalistas, autoritarios y contrarios a la Ilustración. Sería un mundo en el que China tendría mucho que decir, aunque Kissinger, que antes de analista es diplomático, se cuidase de mencionarla directamente.

Y ahora es cuando conviene recordar que la principal angustia de Kissinger en los últimos dos años ha sido que la revolución digital acabase (también) con la Ilustración. El veterano analista hasta dejó escrito en 2018 que la embestida de la inteligencia artificial, soportada por trillones de datos, podría representar una puñalada letal. Los riesgos de esa inteligencia artificial y de cualquier amenaza cibernética se han multiplicado ahora que dependemos como nunca de la red para informarnos, comprar bienes básicos o preservar nuestros vínculos sociales.

Si la inteligencia artificial es tan poderosa como dice Kissinger, si los datos son el petróleo del siglo XXI y si el comercio electrónico ha multiplicado su importancia estratégica, el repliegue anunciado de EE UU y el ascenso fulminante de China tienen que reflejarse en las infraestructuras críticas de Internet. La primera potencia demostrará su poder estando más cerca que ninguna otra de controlarlas y, en un momento dado, manipularlas a su favor. La segunda, si es un rival formidable, contará con unas opciones parecidas y podrá exprimir las debilidades de la primera (aislacionismo, pésima gestión de la pandemia) para desbancarla.

El gigante asiático no está en esa situación ni en broma, y la prueba más evidente la encontramos en los cables submarinos que hacen posible que la señal de Internet llegue a todo el mundo y que el intercambio de los datos sea verdaderamente global.

Los cables submarinos de Internet conocidos (los que no son secretos) rebasan ligeramente las 400 unidades, su ingrediente básico suele ser la fibra óptica y su longitud total alcanza los 1,2 millones de kilómetros. Según el analista de Nikkei, Hiroyuti Akita, el 90% los han diseñado, producido, instalado y mantenido los contratistas TE SubCom (Estados Unidos), NEC (Japón) y Alcatel Submarine Networks (propiedad de la finlandesa Nokia). Es un reparto que todavía refleja el viejo (y resistente) equilibrio de poder mundial entre Estados Unidos, Japón y Europa.

Mientras tanto, Hengtong Optic-Electric, la multinacional china que compró el año pasado la división de cables submarinos de Huawei, no representaría ni el 10% del mercado global. Según las propias cifras públicas de la compañía, ésta ha desplegado alrededor de 100.000 kilómetros de cables submarinos. Es un logro extraordinario, porque, por ejemplo, Huawei llevaba poco más de una década en el sector cuando la absorbió, pero le falta mucho tiempo para amenazar el liderazgo de las tres grandes. Con o sin pandemia.

 

Aislacionismo oportunista

De todos modos, ante la primera oportunidad de que China se convirtiese en una amenaza, Donald Trump demostró que es un aislacionista solo a tiempo parcial. Durante su mandato, muchos países no han contratado a Huawei para no enfrentarse a la ira de Washington y, como decíamos, esta compañía se vio obligada, el año pasado, a vender su división de cables submarinos a Hengton, una empresa de la que es el segundo mayor accionista.

Antes, los propietarios de estos cables submarinos cuyo diseño e instalación se encargaba después a contratistas como TE SubCom (y más adelante, a Huawei) eran, predominantemente, venerables imperios de telefonía, controlados muchas veces por gobiernos y concentrados en las conexiones que empezaban o terminaban en sus países de origen. En los últimos 15 años, sin embargo, han irrumpido en la propiedad unas multinacionales de servicios de telecomunicaciones de Internet de alcance global.

Así, en 2017, según el impresionante análisis en profundidad de Dwayne Winseck, estos operadores ya eran propietarios o copropietarios de hasta 50 cables submarinos de Internet y  muchos de ellos son los impulsores de los 100 cables nuevos que se han instalado o proyectado desde 2016. No todos son iguales, por supuesto. Hay que distinguir entre los especialistas y los no especialistas en la transmisión de contenidos abundantes y pesados, sobre todo, audiovisuales.

Winseck destaca entre los no especialistas a un grupo de ocho empresas. Entre ellas encontramos solo una china  (Pacific Century Premium Developments), cuatro estadounidenses (Level 3, Cogent, XO y Hurricane Electric) y otra más, Global Cloud Xchange, que tiene sede en Londres, cuenta con un CEO y un presidente del consejo estadounidenses y se acogió, en septiembre, a las leyes de quiebra de Estados Unidos. Pacific Century Premium Developments, según Winseck, ni siquiera aparece entre las tres líderes de este selecto grupo, que son Level 3, Global Cloud Xchange y la india Tata Communications.

Los nuevos propietarios especializados en cables óptimos para contenidos abundantes y pesados incluyen, según Winseck, a firmas como Amazon, Akamai, China Cache, Level 3, Verizon, Limelight, Highwinds, Google, Facebook y Microsoft. De las 10 multinacionales, nueve son estadounidenses y solo una (China Cache) procede del gigante asiático. Es cierto que esta última es una de las líderes mundiales del segmento, pero también lo es que, por ejemplo, las estadounidenses Amazon y Akamai no tienen nada que envidiarle. Por si eso fuera poco, las únicas marcas que poseen representantes entre las grandes especialistas y no especialistas son Level 3 y Verizon, que es propietaria de XO. Ambas son americanas.

La hegemonía de Estados Unidos en estas infraestructuras cruciales para el flujo internacional de datos en Internet no solo es apabullante, sino que no parece que se esté debilitando. Es más, en marzo del año pasado, el portal especializado TeleGeography documentó que Google, Facebook, Amazon y Microsoft ya participaban, en calidad de propietarios o copropietarios, en el despliegue o la gestión de más de 20 cables submarinos distintos. Tienen unas necesidades muy específicas de ancho de banda para sus millones de contenidos y quieren intervenir también en el negocio de transportarlos y distribuirlos. Eso es lo que ha llevado a Google a desplegar cables submarinos propios como Junior, Curie, Dunant o Equiano, con una extensión total de más de 25.000 kilómetros.

 

No subestimes a China

Por supuesto, todas estas cifras hay que matizarlas. El gigante asiático es un país más poderoso de lo que indica su influencia en este segmento. Debemos recordar que sus grandes plataformas digitales están muy concentradas en el mercado nacional. Por eso, no se han visto tan obligadas como Google o Facebook a desplegar sus propios cables por medio mundo.

Además, es cierto que sus imperios de telefonía (China Telecom, China Mobile, China Unicom) han cofinanciado y ayudan a gestionar muchos de los cables submarinos (dos ejemplos notables son FASTER y APG) que surcan las aguas del este asiático. En este análisis no nos hemos detenido en los grandes operadores tradicionales de telefonía porque, generalmente, su intervención en los cables es multinacional, no global. No eran útiles para comparar la influencia mundial de dos grandes potencias. Lo habrían sido, por ejemplo, para mostrar el ascenso de China en el este asiático frente a Japón.

De todos modos, queda claro hasta qué punto una gran crisis económica provocada por una pandemia tiene escasas probabilidades de imponer el liderazgo de Pekín frente a Washington. Los cables submarinos reflejan, con todas las limitaciones que ya hemos mencionado, la formidable inercia que favorece a Estados Unidos frente a cualquier nuevo rival que lo desafíe.

También nos sugieren, no lo olvidemos, las limitaciones del aislacionismo de Trump, que ha conseguido retrasar el ascenso de China en este sector golpeando sin piedad a operadores como Huawei. Al mismo tiempo, durante su mandato, los gigantes digitales estadounidenses han acelerado el despliegue de cables internacionales para reducir su dependencia de las empresas de telefonía. La derogación de la neutralidad de la Red, una de las decisiones históricas de la administración Trump en 2018, los terminó de convencer: las viejas telecos estaban a punto de cobrarles un peaje por utilizar su ancho de banda.

Parece claro que Kissinger y tantos otros se equivocan si temen que la dentellada del Covid19 provoque un relevo en el pináculo del poder mundial. Ni le interesa a Washington ni parece tan sencillo el relevo después de tantas décadas liderando (y condicionando a su favor) la globalización.

Sin embargo, en el artículo traducido, Kissinger daba a entender que existía un escenario alternativo: la irrupción de un nuevo desorden global, marcado por la competencia nacionalista y el retroceso de las libertades… y propiciado por el fracaso o la inacción de Estados Unidos y los grandes países democráticos, demasiado obsesionados con sus (graves) problemas internos. Y tenía razón cuando escribía que ése es un riesgo real que puede convertirse en una estocada letal para la globalización como la conocemos.

No necesitaríamos que China desbancase a EE UU para que toda la arquitectura nacida tras la Segunda Guerra Mundial empezase a tambalearse al borde del precipicio. Y eso incluye los mecanismos multilaterales para resolver pacíficamente los conflictos, la presión que ejercen las instituciones internacionales sobre sátrapas y genocidas o una integración comercial planetaria que ha multiplicado los intereses comunes entre grandes potencias rivales, reduciendo con ello la probabilidad de una guerra. Son tiempos peligrosos.