Incertidumbres sobre la seguridad y defensa de Europa.

 

AFP/Getty Images

 

Si la Unión Europea quiere convertirse en un actor global en el concierto internacional, necesita una política de seguridad y defensa coherente con sus valores e intereses. Este axioma, o más bien eslogan, se repite, desde la misma creación de la UE en 1992, en los pasillos de sus instituciones.

Tal y como la ya vetusta Estrategia Europea de Seguridad, de 2003, señala “Europa tiene que estar dispuesta a asumir su responsabilidad en el mantenimiento de la seguridad mundial y la construcción de un mundo mejor”. La intención no es otra que la Unión obtenga el peso político que le corresponde en el escenario internacional. Una de las implicaciones estratégicas que se derivan de este principio es que es preciso “desarrollar una estrategia que favorezca la intervención temprana, rápida y, en caso necesario, contundente”. Se trataría, entonces, de conseguir las capacidades civiles y militares precisas para la realización de operaciones de gestión de crisis, pero sin olvidar la necesaria disuasión frente a los desafíos estratégicos globales.

No obstante, el escenario actual indica que los europeos se encuentran muy lejos de aquel objetivo. La escasa entidad de las misiones de la Unión Europea en el exterior –ninguna puede considerarse de media-alta intensidad–, la falta de un órgano propio de planeamiento operacional o la respuesta, cuanto menos decepcionante, a las crisis de Libia o Mali –en ambos casos el apoyo de EE UU resultó crucial– son muestras inequívocas del largo camino que todavía falta por recorrer.

Así, pese a los mecanismos previstos en el Tratado de Lisboa, por el que se crea la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD), y a algunos avances alcanzados, en realidad la seguridad europea sigue dependiendo, en gran medida, de Estados Unidos. Pero esta situación está cambiando rápidamente, dados los nuevos objetivos estratégicos estadounidenses, más focalizados en el Pacífico, y las prioridades económicas internas de la Administración Obama.

Estas dos razones, el nivel de ambición de la Unión Europea, como entidad política que agrupa a casi 500 millones de personas, y el debilitamiento del paraguas defensivo estadounidense obligan a reevaluar la seguridad y defensa del viejo continente.

Para ello, resulta crucial alcanzar, en primer lugar, un acuerdo político que establezca, de forma inequívoca, el papel que Europa quiere jugar en la escena internacional. Se trataría de superar las visiones nacionales e identificar los intereses y objetivos estratégicos comunes de la UE, como organización supranacional.

Sin embargo, esto no parece factible al menos a medio plazo. A pesar del esfuerzo integrador realizado, los diversos sentimientos nacionales continúan muy vivos en Europa. Como la crisis de la eurozona ha puesto de manifiesto, hoy la renacionalización de la política europea parece un hecho, lo que afecta gravemente a la naturaleza y fundamentos de la Unión. Además, los Estados no están dispuestos a ceder nuevas partes de su soberanía para hacer avanzar el proyecto común. Así las cosas, y en ausencia de un liderazgo claro –el tradicional motor integrador franco-alemán parece gripado–, las 28 naciones miembros de la Unión discrepan sobre los riesgos y amenazas que hay que afrontar y también en la manera en que hay que hacerlo. Las implicaciones de estas discrepancias y de la falta de liderazgo resultan devastadoras para la PCSD, afectando de forma colateral a la Alianza Atlántica –hay que recordar que ambas organizaciones comparten 22 Estados miembros–.

Además, las restricciones presupuestarias, consecuencia de la crisis económica que sufren europeos, dominan las políticas de defensa de todos los países sin excepción. Según un informe del Center for Strategic and International Studies de diciembre de 2012, en los últimos diez años los presupuestos de defensa nacionales se han reducido a una media anual del 1,8% –en algunos países la reducción ha sido mucho más drástica–. En la actualidad, solo dos Estados europeos, el Reino Unido y Grecia, cumplen con el compromiso de la OTAN de dedicar el 2% del PIB al gasto de defensa. Esto implica tanto la progresiva disminución de las capacidades militares disponibles por los europeos, como la imposibilidad de adecuarse a los avances tecnológicos. Además, la creciente dependencia de EE UU, cuando se pretenden llevar a cabo operaciones expedicionarias de envergadura, pone en riesgo la credibilidad política europea en el contexto internacional.

Ante estas circunstancias, se han buscado formas de avanzar en la necesaria cooperación en materia de defensa entre los distintos países. En esta idea, se enmarcan las iniciativas complementarias de “Smart Defence” de la OTAN y “Pooling-and-Sharing” de la UE. En ambos casos, se trata de que un grupo de países se pongan de acuerdo en realizar proyectos de común interés, tales como reabastecimiento en vuelo, transporte estratégico, municiones guiadas u hospitales de campaña, entre otros. Es precisamente el alcance limitado de estas iniciativas lo que les proporciona una alta probabilidad de éxito. Sin embargo, estas cooperaciones, de carácter técnico, no pueden sustituir en ningún caso a la definición estratégica de la PCSD, por parte del máximo nivel político. Sólo a través de esta definición, la PCSD puede convertirse en un instrumento válido al servicio de los intereses de Europa y de los europeos.

La agenda del próximo Consejo Europeo de diciembre 2013 está repleta de asuntos relacionados con la política de seguridad y defensa, lo que demuestra su importancia para el futuro de la Unión. La cuestión es si los Jefes de Estado y de Gobierno tendrán la voluntad política de iniciar la imprescindible revisión de la seguridad y defensa, o si, por el contrario, seguirán, como hasta el momento, aferrados a la microgestión y a sus posiciones particularistas. En gran medida, el proyecto europeo dependerá del sentido de esa decisión.

 

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