• Known and Unknown: A Memoir
    800 páginas
    Penguin USA, Nueva York, 2011

 

El pasado 8 de febrero se ha hecho pública la autobiografía de Donald Rumsfeld, en la que hace un recorrido por su ya histórico papel en la Administración estadounidense. No era de esperar que alguien de quien Henry Kissinger afirmó “nunca antes había conocido a un hombre tan despiadado” fuese a ejercer una profunda autocrítica. Sin embargo, llama la atención su dureza con compañeros de gobierno y subordinados, en los que intenta, por ejemplo, descargar la responsabilidad de las consecuencias de la invasión de Irak, empleando argumentos en muchos casos inverosímiles.

Rumsfeld comenzó su vida pública en 1962 como congresista, cargo para el que fue elegido en cuatro ocasiones consecutivas. Embajador ante la OTAN en 1973, en agosto de 1974 fue nombrado jefe de Gabinete del presidente Gerald Ford y tras la remodelación del Gobierno de 1975, pasó a ocupar el cargo de secretario de Defensa, hasta la derrota de Ford ante Jimmy Carter en noviembre de 1976.

Tras desarrollar una exitosa carrera privada, Rumsfeld volvió a la actualidad al suscribir la carta que el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano (PNAC con siglas en inglés) remitió en 1998 al presidente Bill Clinton, instándole a acabar definitivamente con el régimen iraquí de Saddam Hussein. Otros firmantes fueron Richard Armitage, John Bolton, Richard Perle y Paul Wolfowitz, esto era el núcleo duro de los futuros halcones de George W. Bush.

En septiembre de 2000, se publicó el informe del PNAC Reconstruyendo las defensas de América, en el que se afirmaba que en ausencia de “un evento catastrófico y catalizador, como un nuevo Pearl Harbor”, el necesario proceso de reforzamiento militar se alargaría en el tiempo. No deja de ser llamativo que ese acontecimiento al final se produjera tan sólo un año después en el propio territorio de EE UU.

El cómo los atentados del 11-S -cometidos por radicales en su mayoría saudíes, miembros de una organización que operaba desde Afganistán-, pudieron conducir a la invasión de Irak en marzo de 2003, es una de las cuestiones más polémicas de las últimas décadas. Lo que parece estar acreditado es que desde el mismo día en que se cometieron los actos terroristas, el otra vez secretario de Defensa Rumsfeld comenzó a buscar evidencias de la posible implicación de Saddam Hussein en los mismos.

 

 

PAUL RICHARDS/AFP/Gettyimages

 

El “trozo de historia” de Donald Rumsfeld: su autobiografía

En su libro, Rumsfeld ha sido especialmente ácido con los restantes miembros del equipo de Seguridad Nacional del presidente Bush.

De Condoleezza Rice, afirma que su gestión al frente del Consejo de Seguridad Nacional conducía a la indecisión, -lo que en el caso de Irak provocó la falta de un plan coherente tras la invasión-, la ralentización de la transferencia de poder a los iraquíes y el surgimiento de la insurgencia. Esto lo achaca a que Rice, en lugar de ofrecer al presidente las opciones para que decidiera, perdía el tiempo tratando de acercar posturas entre Estado y Defensa.

Con todo, las críticas más duras del autor van dirigidas a Collin Powell y al Departamento de Estado (DoS), de los que dice que eran reticentes a aceptar la dirección política de Bush. Una apreciación que resulta casi insultante para un personaje de la trayectoria del ex general, con una larga y prestigiosa carrera militar de la que Rumsfeld no puede, de ninguna manera, presumir.

En el caso de Irak, el autor contrapone dos modelos de postguerra: el planteado por Defensa, con una rápida transferencia de la autoridad a los iraquíes, y el del Estado, con una transición más lenta que permitiera emerger nuevos líderes desde el interior del país. Rumsfeld culpa a Paul Bremer III, enviado presidencial a Irak y responsable de la Autoridad Provisional de la Coalición (CPA), de adoptar el enfoque del DoS para la postguerra iraquí.

Este argumento es sorprendente, ya que la CPA dependía de Rumsfeld, por lo que en ningún caso es creíble vincular sus errores con el DoS. De hecho, Bremer transfirió el poder a la autoridad provisional iraquí el 28 de junio de 2004, lo que se corresponde más con el modelo defendido por Rumsfeld que con el supuestamente diseñado por la diplomacia estadounidense.

Por otro lado, la visión del autor sobre el planeamiento de la campaña en Irak es en especial polémica ya que, aunque admite que “hubo momentos en que un número mayor de tropas hubiese ayudado”, niega el haber tomado una decisión errónea en ese sentido, y responsabiliza a los mandos militares, al afirmar que si alguna vez tuvieron reservas sobre el tamaño de la fuerza de invasión nunca se lo informaron.

Frente a esos comentarios, surge el recuerdo del general Eric Shinseki que, en febrero de 2003, declaró en el Senado que la campaña y posterior ocupación requerirían “varios cientos de miles de efectivos”. Estas afirmaciones fueron desacreditadas por el subsecretario de Defensa Wolfowitz, que las calificó de “disparatadas”, y reafirmó que 100.000 militares estadounidenses, más unas cuantas decenas de miles de la coalición, serían suficientes para mantener la paz cuando finalizaran los combates.

Sus argumentos, que en la actualidad producen sonrojo, iban desde que no había un historial de violencia étnica en Irak, hasta que los civiles iraquíes darían la bienvenida a la fuerza de liberación liderada por los EE UU, pasando porque incluso las naciones que se oponían a la invasión se sumarían a la reconstrucción y estabilización del país.

Por último, y aunque Rumsfeld dice no arrepentirse de la gestión de los interrogatorios a los detenidos (usando técnicas rayanas con la tortura que aprobó él personalmente, más duras que las contempladas en la doctrina del Ejército), ni de la puesta en marcha del campo de detención de Guantánamo, sí que lamenta que Bush no aceptara su dimisión tras hacerse públicas en mayo de 2004 las torturas en Abu Ghraib.

Desde ese momento la estrella de Rumsfeld no dejó de declinar: en abril de 2006 ocho generales y almirantes retirados solicitaron públicamente su cese. Al final, la derrota del Partido Republicano en las legislativas de noviembre de 2006 valió a Bush las críticas de sus correligionarios, por no haberle relevado de su cargo antes de los comicios, lo que supuso su definitiva renuncia el 8 de noviembre de 2006.

En resumen, Rumsfeld ha sido la persona más joven (con Ford) y la más vieja (con Bush hijo) en ocupar el cargo de secretario de Defensa, lo que otorga un gran valor a su autobiografía y a su visión de la época histórica que le tocó vivir, en especial entre 2001 y 2006 bajo la presidencia de George W. Bush, cuya figura ha respetado en su obra, al igual que la de su vicepresidente (e íntimo amigo) Dick Cheney.

Los argumentos de Rumsfeld para atacar a personajes como Powell y Rice no es previsible que hagan mucha mella en la imagen de éstos, que han pasado a la Historia con un prestigio muy superior al suyo. Sin embargo, el autor podría haber sido, por una vez, humilde a la hora de asumir su parte de culpa en la planificación y ejecución de la campaña militar y de la posterior ocupación de Irak, aunque sólo fuera por los 4.438 soldados estadounidenses muertos en la misma, y que nunca tendrán la ocasión de recrearse escribiendo sus memorias desde un retiro dorado.

Para demostrar el descrédito del personaje, incluso entre sus compañeros de partido, baste citar que el senador republicano (y candidato presidencial en 2008), John McCain, tras leer las memorias, solo ha afirmado que “gracias a Dios que fue relevado de su cargo”. Buen epitafio para la memoria histórica de un personaje, por fortuna, irrepetible.

 

 

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