Lo que las revistas de los aviones no quieren que sepamos.

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En la época dorada de Pan Am y Eastern Airlines, los vuelos comerciales eran una muestra de opulencia, una cosa bella y extraordinaria. Si la expresión “la jet set” sigue evocando imágenes de gente rica sorbiendo martinis mientras se dirigían a destinos exóticos, llenos de sombrereras y maletas de firma, es por algo. Puede que todo eso haya quedado muy atrás, pero, en una era en la que la clase turista se ha convertido en un ejercicio de humillación optativa, todavía queda uno de los placeres de aquellos primeros tiempos: ya no nos ofrecen una bebida, pero siempre encontramos una revista gratuita de la línea aérea en el bolsillo del asiento de delante.

De hecho, hoy se ofrecen más de 200 publicaciones de este tipo a 10.000 metros de altura, desde la más antigua, Holland Herald, de KLM (que apareció por primera vez en 1966), hasta Smile, la revista de la línea aérea filipina Cebu Pacific Air, y el magazine de lujo Oryx, de la igualmente lujosa Qatar Airways. Gracias a un público cautivo (literalmente) y una reserva aparentemente infinita de anunciantes deseosos de apoderarse de la vista y la cartera de los viajeros, la revista de avión ha demostrado ser muy resistente, incluso mientras Internet y la crisis económica acaban con otros productos impresos. Por ejemplo, Holland Herald asegura que llega a 2,1 millones de viajeros cada mes, y marcas como Armani y American Express pagan por llenar sus páginas relucientes.

Además de vender espacios publicitarios, las revistas de avión venden destinos; a veces, países enteros. Lo cual está muy bien cuando la revista en cuestión es KiaOra,de Air New Zealand, y el país del que habla es una democracia isleña bucólica y en pleno auge. Pero da la impresión de que no hay línea aérea que no tenga su propia revista, y cuando me senté a leerlas me llamó la atención con qué frecuencia sirven de instrumentos de propaganda para Estados asolados por el terror, gobernados por dictadores o acosados por revoluciones. Si tratar de vender un país que figura en la lista de advertencias a los viajeros del Departamento de Estado de EE UU parece difícil, es porque lo es, a no ser que uno quiera ignorar cualquier atisbo de realidad.

Veamos el caso de Horus, de Egyptair, así llamada por el antiguo dios egipcio al que suele representarse como un halcón. El número de octubre de 2011 está dominado por un empalagoso perfil del puente de Qasr el Nil (“Palacio del Nilo”), que presenta el monumento como podría ser si se encontrase en otra ciudad: “Un pionero por su dimensión y su grandiosidad. Hoy, el puente sirve de vía para el tráfico y de lugar de encuentro. En verano, está lleno de jóvenes parejas paseando… coches de caballos que transportan turistas y ciudadanos locales que venden karkade (una bebida de hibisco). …En invierno, las aceras se convierten en cafés en los que los ancianos se sientan a beber té y los niños se asoman a las barandillas para contemplar la silueta de El Cairo”.

El problema es que, incluso dejando un margen para la licencia poética -los responsables de la revista prefirieron liberar el puente del horrible tráfico de El Cairo y las fotos del reportaje muestran un puente glorioso e increíblemente vacío-, el Puente Qasr el Nil no es solo un escenario pintoresco en el que unos viejos pueden pasar las horas sorbiendo té de menta, sino también el puente entre las plazas de Tahrir y de la Ópera. En otras palabras, no hace mucho fue un campo de batalla en el que la policía trató de impedir que los manifestantes pasaran al centro de la ciudad durante la revuelta egipcia. Las imágenes aéreas del puente tomadas en enero de 2011 muestran a las fuerzas antidisturbios que avanzan contra unos civiles desarmados y les disparan con cañones de agua. El artículo de Horus dedica seis palabrasa las protestas porque prefiere centrarse en la majestuosidad de los leones de bronce que vigilan el puente desde 1872 y las (muchas) otras décadas de historia que han visto esas estatuas, en vez de unos acontecimientos que, muy pocos meses antes de su publicación, cambiaron el rumbo de la historia del país árabe.

Toda la revista es una muestra de formalidad forzosa, y quizá haga bien. Antes de la Primavera Árabe, el turismo constituía hasta el 11% del PIB de Egipto, es decir, 25.000 millones de dólares (unos 20.000 millones de euros), pero se ha derrumbado desde entonces. No es extraño que Horus -y es de sospechar que Egipto en general- deposite sus esperanzas económicas en que dicho sector recupere la solidez de antes de la revolución y no esté interesada en nada que pueda impedir esa recuperación.

Aaron Gell, director ejecutivo de The New York Observer y antiguo director de la revista deUnited Airlines, Hemispheres,  explica esta estrategia del avestruz, muy corriente en las revistas de avión: “No cabe duda de que existe una preocupación sobre la posibilidad de publicar cualquier cosa que pueda asustar a los pasajeros o tener connotaciones políticas. Y es comprensible. Los lectores ven la revista como algo que representa a la aerolínea, de modo que ¿por qué va a querer plantearles muchos problemas?”

En otras palabras, los viajeros no necesitan leer sobre el juicio de Hosni Mubarak, la mano dura que emplean los generales que gobiernan ni el ascenso de los Hermanos Musulmanes. Lo único que quieren saber es que las pirámides siguen en su sitio. La llamada en la portada de Horus asegura al lector que, aunque los equipos extranjeros de excavaciones arqueológicas salieron del país durante el “vacío de seguridad”, casi todos han vuelto y están trabajando de nuevo. De modo que Egipto está estupendamente.

Sin embargo, algunas veces, esta especie de fantasía empaquetada se pasa de la raya y deja de ser improbable para ser directamente ridícula. Un ejemplo es un reportaje de 2009 en la revista Air Mandalay,  de Myanmar (antigua Birmania), que destacaba la ciudad de Sagaing, sobre el río Irrawaddy. Las páginas exhiben fotos de Budas de oro y pintorescos grupos de monjes que parecen puestos a propósito (cabezas afeitadas, túnicas color sangre de toro). “Durante la Segunda Guerra Mundial, la gente de Mandalay y Yangon se refugiaba en Sagaing huyendo de las bombas y los combates; hoy, quienes desean huir de las tensiones de la vida laica pueden encontrar aquí un refugio religioso”, dice el reportaje. “Es uno de los lugares más pacíficos de Myanmar, con un ambiente tranquilo tal vez solo por detrás del de Bagan”. Por supuesto, es además el lugar en el que las fuerzas del Gobierno mataron a cientos de manifestantes durante las revueltas del campo en agosto de 1988.

Es posible que no todos los reportajes de viajes tengan que dejar constancia de todos los traumas históricos, pero… En un número de Air Mandalay de 2010, un escritor recorre el Estado de Rakhine, maravillado ante los placeres de viajar por el río, haciendo bromas sobre los templos que encuentra en el camino y comiendo las especialidades locales. “El Estado de Rakhine”, escribe en tono alegre, “también es famoso por su peculiar variedad de sopa de pescado y fideos”. En realidad, por lo que es famoso Rakhine es por su espantosa violencia étnica y la reciente amenaza de volver a imponer el poder militar después de que la violación y el asesinato de una mujer budista provocaran enormes y brutales represalias contra los musulmanes. En junio, la violencia que dejó docenas de muertos y a decenas de miles de personas sin hogar fue objeto de las condenas de todo el mundo, y muchos musulmanes han huido a Bangladesh en busca de refugio. Cuando alguien busca refugio en Bangladesh, es que la situación es realmente mala.

Existe, no obstante, un subgrupo de revistas de Estados problemáticos que se dejan de complicaciones y prefieren asumir para bien la realidad de un Estado fallido. Por ejemplo, la línea aérea Taag, de Angola, elogia el papel que desempeñó cuando las carreteras del país eran intransitables -¡Aviones! ¡Hacían que la gente pudiera viajar cuando conducir era demasiado peligroso!- y da publicidad a nuevas comodidades como el asfalto tendido hace poco por todo el país.

Tal vez el mayor realismo es el de la revista de las líneas aéreas Safi, de Afganistán. En un reportaje de 2010 sobre Herat, la tercera ciudad del país, el autor presume de que durante toda su visita no hubo más que un apagón eléctrico. Aún mejor: “Dentro de Herat, se puede sentir e incluso saborear el progreso: miles de hogares tienen ya acceso a agua potable. Algo poco habitual en una ciudad afgana”. Del hombre fuerte de Herat, Ismail Khan, el rebelde muyahidín que encabezó la resistencia local afgana contra los soviéticos, se dice que es “un caudillo, pero también alguien que reinvirtió el dinero que sacaba de los comerciantes y el floreciente comercio entre Irán y Afganistán”. El artículo elogia a Khan -hoy ministro de Energía- por conservar las infraestructuras de Herat en vez de destruirlas o dejar que se deteriorasen, como sucedió en otras partes del país. Y es verdad: durante mucho tiempo, se consideró que Herat era más estable que Kabul, hasta que, la primavera pasada, un brote de violencia y una serie de atentados suicidas golpearon la ciudad. Claro que, con los peligros de actos violentos y secuestros, la mejor forma de llegar allí es volar. “No es recomendable”, reconoce el autor, “ir por carretera de Kabul a Herat”.

Este pragmatismo tan chocante es deliberado. Como el director de la revista, Christian Marks, dijo a Der Spiegel en 2010, “quienes vuelan con Safi Airways a Afganistán no son los típicos turistas; en su mayoría están trabajando allí. Son diplomáticos, trabajadores de organizaciones de ayuda o empleados de empresas de seguridad. Con ellos no hay por qué fingir”.

La creación de una plataforma publicitaria para todas las empresas que trabajan en regiones peligrosas fue un golpe de genialidad comercial, y las páginas de la revista están llenas de anuncios especialmente dedicados a zonas de guerra: “En áreas de conflicto, conduzca un vehículo blindado de GSG. Vehículos blindados. Calidades alemanas”. ¿En qué otro lugar puede verse la publicidad de una urbanización vallada que se va a construir cerca del aeropuerto de Kabul? “No es solo una LSA”, promete el anuncio, con las siglas en inglés del término militar “área de apoyo logístico”, “sino una comunidad totalmente segura” para uso “personal y de oficinas”. ¡Tan magnífica, que nunca tendrá que salir!

Otros artículos de la revista de Safi hacen también referencia a las extraordinarias necesidades de Afganistán. En una sección titulada “Seguridad”, se aconseja a los occidentales que “permanezcan muy alejados” de los convoyes militares y se les advierte de que “de vez en cuando estallan disturbios que suelen ir acompañados de saqueos; permanezcan alejados de ellos porque las autoridades reaccionan empleando fuerza letal”. Otro artículo destaca que un popular lugar de paseo para los extranjeros es la colina de Bibi Mahru, que tiene unas “vistas decentes”, aunque, en la cima, “la piscina olímpica que construyeron los rusos” “no ha estado llena casi nunca por las dificultades de llevar agua hasta arriba. Durante la guerra, el trampolín se hizo famoso como sitio de ejecuciones”.

No hay duda de que estas historias habrían herido la sensibilidad de los viajeros de guante blanco en la edad dorada de la aviación comercial. Pero Pan Am tuvo que cerrar, y a estas compañías les va muy bien el negocio.